6. HÉCTOR Y PARIS

Mientras ellas imploran a la hija del Cronión,
iba Héctor camino de la regia morada
que él ofreció a Alejandro y que fue edificada
por óptimos artífices de la feraz Ilión. 
Patio y tálamo y sala cubrían un espacio
del alta ciudadela, cercano a los palacios
de Príamo y de Héctor. Entra, pues, el varón
de Zeus. Llega armado con su pica de once
codos, virola áurea y el espigón de bronce,
que su paso anunciaba con un haz de reflejos.
Alejandro en la cámara sus armas repulía
—peto y escudo espléndidos—, y probaba el manejo
del corvo arco, y Helena la argiva dirigía
labores primorosas que urdían sus sirvientas.
Héctor aborda a Paris con palabras violentas: 

—¡Insensato! —lo increpa—. Despechado te hallas;
mas tu encono es dañino cuando ya en las murallas
mueren los defensores, y el bélico clamor
que acusa tus desmanes se alza en derredor,
y no perdonarías tú mismo a los cobardes.
Levántate y acude antes que sea tarde
y las voraces llamas consuman la ciudad. 

Y contestó Alejandro, igual a una deidad:
—Héctor, pues me reprendes con razón y mesura,
yo quiero contestarte, y escucha lo que digo:
Contra el pueblo troyano ningún encono abrigo;
sólo quise encerrarme aquí con mi amargura.
Mi esposa ahora mismo me instaba con ternura
a recobrar las armas. También yo lo prefiero,
que al cabo es muy cambiante la suerte del guerrero.
Aguarda a que revista mis arreos marciales,
o ve delante: pronto me verás a tu lado. 

Héctor del casco airoso permaneció callado,
y Helena dijo entonces con palabras leales: 
—¡Ay, miserable perra de quien eres cuñado!
¿Por qué, cuando mi madre me dio el ser, al momento
no me arrancó a sus brazos un tempestuoso viento?
Si al monte, si al sonoro mar me hubiese arrojado,
juguete de las olas, nada hubiera pasado.
Mas, si plugo a los dioses consentir tales daños,
fuera al menos la esposa de un pujante varón,
sensible al mal ajeno y a la reprobación,
Pues este hombre sin ímpetus sólo entiende de amaños,
y el fruto merecido temo que ha de lograr.
Mas entra, hermano mío, siéntate a descansar
en esa silla: traes el corazón rendido;
que por mí, descarada, tanto dolor apuras,
y por la odiosa culpa de mi nuevo marido.
Quiso Zeus que fuéramos pasto a las desventuras
para inspirar la fábula de las razas futuras. 

Y le responde Héctor del casco tremolante:
—Aprecio tu intención, mas ni por un instante
esperes persuadirme, Helena: el corazón
se me va con mis teucros que ya están impacientes.
Haz que me siga ese hombre, y sea prontamente,
y se me junte mientras ando por la ciudad. 
Debo ir a mi casa, ver a la servidumbre,
a mi esposa querida, a mi niño de edad
tan tierna, porque ahora vivo en la incertidumbre:
¿Si volveré a su lado, o si será el deseo
de los dioses vencerme por mano del aqueo?


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