7. LOS ADIOSES DE HÉCTOR Y ANDRÓMACA

Así dijo, y partió. Y su morrión fulgura
al paso que a sólido recinto se apresura.
Su Andrómaca de níveos brazos no aparecía,
que en lo alto de la torre lloraba y se plañía,
seguida por el aya de hermosas vestiduras
que con la criatura le hace compañía.
Como no hallara en casa a la esposa excelente,
Héctor desde el umbral interpela a su gente: 

—¡Ea esclavas! —les grita—. Decid sin embarazo
adónde ha ido Andrómaca la de los blancos brazos.
¿Tal vez dejó el palacio por ver a mis hermanas,
o está con mis cuñadas de galas ostentosas?
¿O al templo de Atenea con las crespas troyanas
se fue para implorar la gracia de la diosa?
Y la fiel despensera contesta diligente:
—Pues tú lo mandas, Héctor, escucha la verdad.
Ni está con tus cuñadas de mantos esplendentes,
ni está con tus hermanas, ni fue con las troyanas
de lindas cabelleras al ara de Atenea,
por ver si así se aplaca la terrible deidad.
Mas, sabiendo que el ímpetu de los teucros flaquea,
teme nuestra derrota, teme el triunfo enemigo,
y enajenada, al muro corrió de la ciudad,
y a tu hijo y al ama se ha llevado consigo. 

Habló la despensera, y el varón con premura
desanduvo las calles, la bien trazada Ilión,
y en las Puertas Esceas que dan a la llanura
y donde ya lo llama de cerca la pelea,
halló a la rica Andrómaca, heredera de Eetión,
el magnánimo rey que fue de los cilicios
a las faldas del Placo y entre los precipicios
de Tebas de Hipoplacia: tal era su ascendencia.
En viendo al hombre armado, movida de impaciencia,
ella corre a su encuentro con loco desaliño,
seguida por el ama que en brazos lleva al niño.
El escogido Hectórida parecía una estrella!
Escamandrio lo llama su padre, y en Ilión
Astianax lo apodaban, porque en su padre sellan
la última esperanza para su salvación.
Sonreía el Priámida al ver al hijo amado.
Andrómaca llorosa se detuvo a su lado,
y dijo sacudiendo la mano del varón: 

—¡Ciego! ¡Tu mismo arrojo te perderá sin duda!
¿No temes por tu huérfano ni te apiada tu viuda,
si en tumulto los dánaos se arrojan contra ti?
¡Trágueme antes la tierra si ése ha de ser tu sino!
Muerto tú, sólo habrá dolor en mi camino.
Mis venerados padres... ya ves que los perdí.
Fetión cayó al empuje de Aquiles el divino, 
que abrió las altas puertas de Tebas, mi ciudad,
y diezmó a los cilicios. Mas tuvo aún piedad:
no arrebató a mi padre las regias armaduras,
antes dio su cadáver y sus armas al fuego
y le alzó digno túmulo; y allí las ninfas luego,
hijas del Porta-Égida que pueblan la espesura,
rodearon de álamos el sitio funeral.
Crecí entre siete hermanos, murieron en un día;
que el alígero Aquiles, a los dioses igual,
los sepultó en el Hades cuando ellos apacían
tropas de tardos bueyes y cándidos carneros.
A mi madre, señora en el Placo selvoso
la trajo como parte de su botín cuantioso
y la dio libre a trueque de un patrimonio entero.
Mas la Arquera Ártemis le descargó la mano,
en la casa paterna, donde buscó reposo.
Héctor, tú eres ahora padre, madre y hermano,
y a un tiempo, de esta mísera el floreciente esposo.
Ten compasión, y guárdate aquí como te digo.
No hagas a tu hijo huérfano y a tu mujer viuda.
Junta a todas tus huestes allá en el cabrahigo,
donde el muro troyano requiere más ayuda.
Los Ayaces bravíos, el claro Idomeneo,
los Atridas, el fuerte retoño de Tideo,
los más fieros argivos y de valor más alto
han concentrado allí tres veces el asalto.
O ya por los oráculos alguien les dio noticia,
o los guían su arrojo y su propia pericia. 

Replica el grande Héctor del casco tremolante:
—Pienso en lo que tú piensas, como tú me acongojo. 
Mas fueran más punzantes mi duelo y mi sonrojo
si teucros y troyanos de peplos rozagantes
vieran que me sustraigo a la dura porfía.
Ni puede aconsejármelo tampoco el corazón:
siempre en las delanteras luché con valentía
como me lo imponían la propia estimación,
la gloria de mi padre y mi generación.
El corazón lo sabe, y ya en el alma mía
no hay sombra de esperanza ni asomo de ilusión.
Hora vendrá en que caigan la sacrosanta Ilión
y sus lanzas de fresno y Príamo y su grey.
Mas ni el mal que se cierne ya sobre los troyanos,
y ni el dolor de Hécuba o de Príamo el rey,
ni el destino que espera a mis nobles hermanos
cuando en el polvo rueden, del enemigo a manos,
me angustian cual la negra suerte que te amenaza,
si tal vez un aqueo de sólida coraza
cautiva te arrebata, sin oír tus amargos
lloros, para que tejas en un telar de Argos,
o el agua traigas desde la fuente Meseida
o la fuente Hiperea, el alma ensombrecida
y bajo el triste imperio de la necesidad.
Quizás al ver tus lágrimas exclamen sin piedad:
"¿Y era ésta la esposa de Héctor, campeón
sumo de los troyanos domadores de potros,
que desaparecieron luchando con nosotros,
allá cuando el asedio de la murada Ilión?
"Y hará muy más crueles aún tus aflicciones
la ausencia del que pudo recuperar tu honor.
¡Ay, que sobre mis huesos la tierra se amontone!
¡No te vea raptada ni oiga yo tu clamor! 

Y el claro Héctor tiende las manos a su hjjo,
que grita amedrentado, procurando el cobijo
de la galana esclava de la gentil cintura.
Le espanta ver al padre ceñido en la armadura,
lo asusta el bronce, el hopo de crines que ondeaba
terrible sobre el yelmo. Y ambos ríen a una,
el amoroso padre, la madre venerada.
Deja Héctor por el suelo su casco refulgente,
al tierno niño besa y en sus brazos lo cuna,
y a Zeus y a los dioses levanta la mirada: 

—¡Zeus y demás dioses! —dice—. Otorgad clementes
que el hijo mío sea como su padre ha sido,
campeón escogido y orgullo de su gente;
que poderoso reine sobre la vasta Ilión;
que cuando vencedor vuelva de la pelea,
digan todos al verlo: "¡Vale más que el varón
a quien debe la vida!", y al botín que acarrea
con los restos cruentos del que supo vencer,
el alma de su madre se encienda de placer!
Dice, y al hijo en brazos de la madre confía.
Fragante el seno, ella lloraba y sonreía. 

Compadecido Héctor, exclama:
—¡Dulce esposa!
—al par que la sosiega con mano cariñosa—.
No dejes que la pena rinda tu corazón.
No ha de llevarme Hades sin orden del destino,
que es de cuantos nacieron el natural camino,
y bravos ni cobardes alcanzan remisión. 
Vuelve a tu casa y rueca, tus esclavas y aperos,
y deja a los troyanos, y a Héctor el primero,
las cosas de la guerra y el resguardo de Ilión. 

Así dice y recobra el crinado morrión.
Y ella, mientras se aleja, la cabeza volvía,
bañado el rostro en lágrimas que copiosas vertía.
Devuelta ya al palacio de Héctor, matador
de hombres, las esclavas lloran en su rededor...
¡Llora su casa a Héctor, que vive todavía,
mas nadie espera verlo salir de la porfía,
que todos los aqueos lo acosan con furor!

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