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          El grande celo de la salvación de las almas, 
          que ardía en el pecho del apostólico misionero padre Pedro 
          Méndez, no le consentía emperezar un punto en labor de 
          viña que Dios le había encomendado. Era continuo en pláticas, 
          doctrina, catecismos y todos los demás ministerios con que la 
          podía cada día dilatar: y así en tiempo de cuatro 
          años, él solo, y sin otra ayuda que la de Dios, acabó 
          de bautizar a toda esta gente, y asentar en ella una tan lúcida 
          cristiandad, que el padre que le sucedió en ella, porque juzgaron 
          los superiores que siendo ya de cerca de ochenta años, y quebrantadas 
          las fuerzas con sus grandes trabajos, pedía la caridad el traerle 
          a descansar a México, como se ejecutó: y el padre Bartolomé 
          Castaño, que le sucedió, viendo tan aprovechados a estos 
          indios, y tan bien impuestos en las cosas de la Ley de Dios, y sus misterios, 
          lleno de admiración decía: "Muy bien se echa de ver 
          que por aquí anduvo el padre Pedro Méndez". Pero 
          porque se eche también de ver los peligros y riesgos que al padre 
          Méndez le costó esta cristiandad, y a los que se exponen 
          nuestros misioneros evangélicos, y los trabajos que les cuesta 
          la labor destas almas, aunque sean de las naciones más morigeradas, 
          y de mejores naturales, como lo era la de los sisibotaris, de que vamos 
          hablando, y que tan bien recibió la doctrina del Evangelio; y 
          se vea finalmente que no se cogen estos preciosos frutos a manos enjutas; 
          ni los sagrados apóstoles, ni su divino Maestro los cogió 
          sin derramar su preciosa sangre por ellas. Contaré aquí 
          un caso bien raro que le pasó al padre Pedro Méndez, al 
          cabo de los cuatro años que había doctrinado esta gente, 
          e introducido en ella una grande cristiandad, porque en medio della 
          no faltase un Judas traidor. El caso fue que el buen padre había 
          criado, y traído en su compañía, para que le ayudara 
          en los ministerios de iglesia, un mozo que le pareció de buen 
          natural y capacidad. Éste, dando lugar a astucias y tentaciones 
          del demonio, se comenzó a pervertir, malear y hacerse escandaloso 
          en pecados y vicios. Echóle el padre de su compañía; 
          él, indignado desta acción, trató luego de dar 
          la muerte al que le había criado como a hijo. Entendieron algo 
          del dañado intento los de otro pueblo llamado Aribechi, que distaba 
          de allí tres leguas, y temiendo alguna traición y alevosía, 
          se partieron luego aquella noche, para hacer escolta a su ministro, 
          y dieron orden para haber a las manos al impío y emperrado indio: 
          cogiéronlo y, amarrado, lo pusieron en la casa del padre. El 
          día siguiente, estando diciendo misa el santo sacerdote, y oyéndola 
          el pueblo, se desató el indio y, furioso, con dos cuchillos carniceros 
          en las manos, entró en la iglesia, arremetió al santo 
          padre Méndez en el mismo altar, y asiéndole con grande 
          furia de las vestiduras sagradas, dio con él en tierra, para 
          acabarlo a puñaladas. Al tiempo que iba a clavarle los cuchillos, 
          el muchacho que estaba ayudando a misa, se arrojó con animoso 
          ímpetu a detenerlo, y valió para dar lugar a que un indio 
          principal y cristiano, que se halló más cerca, llamado 
          Juan de la Cruz Nesue, acudiese a quitar de las uñas a aquella 
          fiera la oveja de Cristo, que había agarrado: y aunque lo consiguió, 
          y libertó al padre de la muerte este buen indio, no fue tan a 
          su salvo que no recibiese algunas heridas del furioso agresor, al quitarle 
          la presa de las manos. Heridas de que se preciaba el fiel cristiano 
          de haberlas recibido por defender al ministro y predicador del santo 
          Evangelio, y con gusto las mostraba. El padre se levantó y consumió 
          con brevedad la hostia, que tenía consagrada, y el cáliz: 
          porque en aquella turbación no sucediera alguna indecencia. Concurrieron 
          luego los otros fieles cristianos, cercaron, y guardaron a su padre, 
          amarraron al que le fue tan infiel, y a la doctrina santa que de él 
          había recibido. Partieron sin remedio con él a la villa, 
          para entregarlo al capitán, conforme al orden que les tenía 
          dado, de que le llevasen presos a los facinerosos que inquietasen a 
          los cristianos. El capitán examinó la causa, y entendida 
          la enorme gravedad del delito, y escándalo que había dado 
          este indio a tantas naciones que supieron el caso, lo sentenció 
          a ahorcar. Y para poner mayor terror a semejantes atrevimientos, mandó 
          a un cabo que entrase a tierras de sisibotaris, con algunos soldados, 
          llevando consigo al delincuente, y allí ejecutase la sentencia, 
          como se ejecutó; y el indio murió confesado, y con grande 
          arrepentimiento y conocimiento de su pecado. Pero eso no obstante, fue 
          tal el sentimiento que los fieles indios tuvieron de tan grande sacrilegio 
          contra su sacerdote, misa, y altar, que después de muerto no 
          paraban los flechazos que le tiraban en la horca. No se disminuyó 
          un punto con este caso el ánimo y fervor con que los batucas 
          habían recibido la doctrina de nuestra santa fe; antes parece 
          que se afervorizó más, porque el padre Bartolomé 
          Castaño, que sucedió al padre Pedro Méndez, y que 
          imitó con grandes veras su fervor y celo, prosiguió en 
          dar pleno asiento a esta cristiandad, costumbres y ejercicios cristianos, 
          de suerte que en breve tiempo llegaron a trescientos cristianos los 
          que se hallaban dignos y capaces para ser admitidos a la sagrada comunión, 
          que en gente tan nueva, y siendo grande el cuidado que los padres ponen 
          en el examen, y disposición para recibir tan soberano sacramento, 
          fue mucho llegar a ese número los que ya comulgaban; y algunos 
          dellos entre año, por pedirlo con mucha fe y devoción. 
          Al tiempo de la comunión, y mientras se decía la misa, 
          estaban enseñados los niños a cantar en su lengua algunos 
          villancicos al santísimo sacramento. Entablóse la devoción 
          del rosario de la santísima Virgen primero en los niños, 
          hijos tiernos de esa soberana Madre de Misericordia. Rézanlo 
          de comunidad en la iglesia a dos coros, diciendo un avemaría 
          los niños, y las niñas otra: devoción que les fue 
          tan agradable, y se les pegó a sus padres, de manera que por 
          gozar della, y acompañar a sus hijos, la rezan con ellos, y esto 
          todos los días. Pero el sábado se celebra esta tal devoción 
          con más solemnidad, porque todo el pueblo concurre a ella, poniéndose 
          en altar aparte una devota Imagen de la Virgen, con todo el adorno, 
          que en tan pobre y apartada tierra es posible; y lo aumentan los niños, 
          recogiendo en sus montes y campos cuanto de hermosas flores en ellos 
          hallan. Entre cada decenario de avemarías, tocan los cantores 
          instrumentos músicos, y los niños entremeten algunos villancicos 
          en su lengua. ¿Quién duda que la sagrada Virgen recibe 
          con particular agrado estas primicias que le tocan, de los frutos que 
          hace el Evangelio de su Hijo entre estas nuevas gentes cristianas? Y 
          en prueba deste agrado escribiré el caso que por este tiempo 
          sucedió: éste fue que estando para celebrarse fiesta del 
          santísimo sacramento, a que había concurrido mucha gente, 
          y el superior de las misiones, que había ido a visitar ésta, 
          se hallaba allí, habiéndose colgado la capilla mayor, 
          y adornado la Iglesia, la tarde antes de vísperas comenzó 
          a entoldarse el cielo y a llover por todos los montes alrededor. Acercábase 
          ya la lluvia a la iglesia, que por no ser de las de dura, que se suelen 
          hacer cuando ya está asentada la cristiandad, ni estar bien cubierta 
          la que tenían aderezada, antes a riesgo de mojarse y maltratarse 
          todo el adorno, y aun aguar la fiesta, con el grande aguacero que las 
          nubes amenazaban. En esta ocasión hizo el padre, tocando la campana, 
          que se juntasen todos los niños del pueblo en la iglesia. El 
          mismo padre comenzó con ellos a rezar el rosario, pidiendo a 
          la Virgen no se les impidiese la fiesta que querían celebrar 
          muy alborozados. Cosa maravillosa, y que algunos la tuvieron por milagrosa: 
          al punto se apartaron las nubes que amenazaban, y habían comenzado 
          a enviar agua, y no quiso la santísima Virgen que enviaran más 
          de la que fue menester para regar la tierra y refrescar el tiempo, que 
          era de riguroso calor, y duró la frescura la mañana siguiente, 
          que se celebró la fiesta con muy grande alegría: y la 
          Reina del cielo, con sus favores, dio a entender cuánto le había 
          agradado la oración de sus devotos niños.
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