ROMANCE VEINTICUATRO

Palabras que tuvo el Cid con el abad nuevo de Cardeña
   Fablando estaba en el claustro
de San Pedro de Cardeña
el buen rey Alfonso al Cid,
después de misa, una fiesta.
Trataban de la conquista
de las mal perdidas tierras
por yerros del rey Rodrigo,
que amor disculpa y condena.
Propuso el buen rey al Cid
el ir a ganar a Cuenca,
y Ruy Díaz mesurado
le dice desta manera:
—Nuevo sois, rey don Alfonso,
nuevo rey sois en la tierra;
antes que a guerra vayades,
sosegad las vuesas tierras;
muchos daños han venido
por los reyes que se ausentan
que apenas han calentado
la corona en la cabeza.
   Bermudo, en lugar del rey,
dice al Cid: —Si vos aquejan
el cansancio de las lides
o el deseo de Jimena,
idvos a Vivar, Rodrigo,
y dejadle al rey la empresa,
que homes tiene tan fidalgos
que non volverán sin ella.
—¿Quién vos mete —dijo el Cid—
en el consejo de guerra,
fraile honrado, a vos agora,
la vuesa cogulla puesta?
Subidvos a la tribuna
y rogad a Dios que venzan;
que non venciera Josué
si Moisés non lo ficiera.
Llevad vos la capa al coro,
yo el pendón a las fronteras,
y el rey sosiegue su casa
antes que busque la ajena;
que non me farán cobarde
el mi amor ni la mi queja,
que más traigo siempre al lado
a Tizona que a Jimena.
—Home soy —dijo Bermudo—
que antes que entrara en la regla,
si non vencí reyes moros,
engendré quien los venciera;
y agora en vez de cogulla,
cuando la ocasión se ofrezca,
me calaré la celada
y pondré al caballo espuela.
—¡Para fuir —dijo el Cid—
podrá ser, padre, que sea;
que más de aceite que sangre
manchado el hábito lleva!
—¡Calledes —le dijo el rey—
en mal hora que no en buena!
Cosas tenedes, el Cid,
que farán fablar las piedras,
pues por cualquier niñería
facéis campaña a la iglesia.
   Pasaba el conde de Oñate
que llevaba la su dueña,
y el rey, por facer mesura,
acompañólo a la puerta.

Los dos condes de Carrión, Femando y Diego, jóvenes cortesanos de muy noble linaje, codiciosos de las riquezas y del poder del Cid, quieren casarse con las hijas de éste, y piden al rey que les trate el casamiento.
   El Cid lo repugna; conoce el orgullo linajudo y el ningún valor de los condes de Carrión. Aunque él, a pesar de ser señor de Valencia, era tan sólo un simple hidalgo, no podía estimar en nada el lustre que habría de recibir emparentando con los ociosos condes de Carrión y de Saldaña. Pero Alfonso, aun siendo un gran rey político y conquistador, no sabía alzarse sobre la pequeñez de la vida palaciega; creía que la alcurnia de sus cortesanos era un premio para el héroe; por eso le ruega, le obliga a consentir.
 Las bodas de las hijas del Cid con los de Carrión se hicieron en Valencia, durando las fiestas ocho días. Muchos y muy apuestos fueron los regocijos que el Cid mandó hacer en aquellas bodas, así como bohordar, alanzar tablados, matar toros y otras fieras, muchos fueron los manjares que allí se sirvieron, innumerables los juglares que cantaban las hazañas de otros tiempos, y muchas las danzas y cantos en que se alababa a los novios.
En la torre del alcázar el Cid contemplaba tanta nobleza, y viendo a sus pies la gran ciudad y a lo lejos las huertas y el mar, medita, puesta la mano en su barba entrecana: "Antes fui pobre, ahora tengo cuanto oro, tierra y poder deseo; venzo las lides como a Dios place; mi fama llega al soldán de Persia, que me envía sus joyas, sus ricas telas de seda y oro, los más extraños animales del Asia, y me ofrece por vianda la cabeza de su caballo más querido; allá en Marruecos, la tierra de las mezquitas, los moros me temen cada día, y ellos me pagarán parias a mí o a mi rey, si le mando; a mi rey, que para que nada falte al corazón, me honra de nuevo, y me ha hecho tener por parientes a los ricoshombres de su corte".
Cuando el Cid se siente llegado a la más elevada cumbre del poder, la desgracia va a herirle cruelísimamente. Bastará una pequeña ocasión promovida por la ruindad de los condes sus yernos.

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