Pavor de los condes de Carrión
Acabado de yantar,
la faz en somo la mano,
durmiendo está el señor Cid
en el su precioso escaño.
Guardándole están el sueño
sus yernos Diego y Fernando,
y el tartajoso Bermudo,
en lides determinado.
Fablando están juglerías,
cada cual por hablar paso,
y por soportar la risa
puesta la mano en los labios,
cuando unas voces oyeron
que atronaban el palacio,
diciendo: "¡Guarda el león!
¡Mal muera quien lo ha soltado!"
No se turbó don Bermudo;
empero los dos hermanos
con la cuita del pavor
de la risa se olvidaron,
y esforzándose las voces,
en puridad se hablaron
y aconsejáronse aprisa
que no fuyesen despacio.
El menor, Fernán González,
dio principio al fecho malo;
en zaga al Cid se escondió,
bajo su escaño agachado.
Diego, el mayor de los dos,
se escondió a trecho más largo,
en un lugar tan lijoso,
que no puede ser contado.
Entró gritando el gentío
y el león entró bramando,
a quien Bermudo atendió
con el estoque en la mano.
Aquí dio una voz el Cid,
a quien como por milagro
se humilló la bestia fiera,
humildosa y coleando.
Agradecióselo el Cid,
y al cuello le echó los brazos,
y llevólo a la leonera
faciéndole mil falagos.
Aturdido está el gentío
viendo lo tal; no catando
que entrambos eran leones,
mas el Cid era el más bravo.
Vuelto, pues, a la su sala,
alegre y no demudado,
preguntó por sus dos yernos
su maldad adivinando.
Del uno os daré recaudo,
que aquí se agachó por ver
si el león es fembra o macho.
Allí entró Martín Peláez
aquel temido asturiano,
diciendo a voces: ¡Señor,
albricias, ya lo han sacado!
El Cid replicóle: ¿A quién?
Él respondió: Al otro hermano,
que se sumió de pavor
do no se sumiera el diablo.
Miradle, señor, dó viene;
empero facéos a un lado,
que habéis, para estar par dél,
menester un incensario.
Agraviáronse los condes,
con el Cid quedan odiados;
quisieran tomar sobre él
la deshonra de ellos ambos.
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