ROMANCE TREINTA Y UNO

 Los condes de Carrión, declarados traidores
en las cortes
  —Yo me estando en Valencia,
en Valencia la mayor,
buen rey, vi yo vuestra seña
y vuestro honrado pendón.
Saliera yo a recibirlo
como vasallo a señor;
enviásteme una carta
con un vuestro embajador:
que en la villa de Requena
con vos me avistara yo.
Allí os convidé a comer,
buen rey, tomástelo vos;
y al alzar de los manteles,
dijiste esta razón:
que diese yo las mis hijas
a los condes de Carrión
No quería Jimena Gómez,
la madre que las parió;
por cumplir vuestro mandado,
otorgáraselas yo.
Un día estando en las bodas
soltárase un león;
los condes fueron cobardes.
Luego piensan la traición:
pidiéranme las mis hijas
para volver a Carrión;
como eran sus mujeres,
entregáraselas yo;
¡ay, en medio del camino
cuán mal paradas que son!
   Allí dijeron los condes
una muy mala razón:
—Mentides, el Cid, mentides,
no somos traidores nós.
Nós somos fijos de reyes,
sobrinos de emperador:
¿merescimos ser casados
con fijas de un labrador?
  Levántose Per Bermúdez,
el que las damas crió,
y al conde que así había hablado
diérale un gran bofetón.
Alborotóse la corte,
y el rey los apaciguó:
—Afuera, Pero Bermúdez,
no me revolváis quistión,
—¡Otórganos campo, rey,
otórganoslo, selor,
que con muy gran dolor vive
la madre que las parió!
    Los condes, como lo oyeron,
no consienten campo, non.
Hablara el rey a los condes,
bien oiréis lo que allí habló:
—Si vos no otorgáis el campo,
yo he de hacer justicia hoy.
Entonces habló un criado
de los condes de Carrión:
—Ellos otorgan el campo
mañana en saliendo el Sol.
Otro día de mañana
todos en el campo son:
por el Cid va Nuño Gustos,
hombre de muy gran valor;
con él va Pero Bermúdez,
el ayo que las crió.
Los condes vienen de negro,
y los del Cid de color;
repentidos van los condes,
de vellos es gran dolor.
Ya los meten en el campo,
ya les partían el sol;
luego abajaban la lanzas,
¡cuán bien combatidos son!
A los primeros encuentros
los condes vencidos son;
quedaron ante la corte
culpados de traición;
a Gustos y Per Bermúdez
el rey cabe sí asentó.

En las mismas cortes de Toledo trató el rey nuevos casamientos para las hijas del Cid, mucho más altos que los primeros; casó una con el infante de Aragón, y otra con el conde de Barcelona. Y así triunfó el Cid de la malquerencia de los cortesanos, que tan duramente le había perseguido en su vida.
Pero el Campeador no debía gozar mucho de su poderío. Durmiendo una noche en su alcázar de Valencia, vino a él en visión el apóstol San Pedro a predecirle que en breve moriría. El apóstol anuncia la gloria eterna al héroe; pero le arranca amargamente su último y supremo afán terrenal, haciéndole saber que su mayor conquista, una vez que había servido para contener la invasión almorávide, no sería duradera: Búcar, el rey de Marruecos, recobrará a Valencia; en dirección de ésta vienen ya las naves africanas surcando el mar, y sus proas forzarán el puerto apenas haya expirado el conquistador. Dios, empero, que en vida había animado los ojos del héroe con el relámpago del terror, irresistible para los moros así en guerra como en paz, quiere otorgarle una última y extraordinaria gracia: que aun cerrados sus ojos por la muerte, la sola presencia de su cuerpo sin alma pusiera en fuga de nuevo al rey Búcar, cuando los cristianos abandonasen a Valencia. Los moros, quebrantados y deshechos una última vez por el Campeador, sólo ocuparon en Valencia cálidas ruinas humeantes.
El cadáver del Cid, repatriado entre lanzas victoriosas, se abre paso a través de los almorávides aterrados, y va a Castilla como sagrado símbolo de toda nobleza, de toda lealtad, siempre imponente, siempre vencedora...., siempre combatida.

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