MarinaA Emilio Gutiérrez Estrada |
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En la costa sudoccidental del estado de Campeche, a corta distancia
de la capital, existe un pueblecillo todo lleno de aromas, de pájaros
y de flores. En él recogí esta leyenda; me la contaron
en la hora del flujo vespertino, al misterioso rumor de la marea y
en el intervalo que hay entre la puesta del sol, uniendo en un solo
incendio el espacio y la bahía, y la aparición tranquila
de la estrella del mar. Los días estivales son, en mi país natal, ardientes
y luminosos por extremo. No bien aparece el sol tras las cercanas
colinas, cuando ya es grata la sombra del roble marino y el vaivén
refrescador de las hamacas. Excuso deciros cuán dulce es la
respiración de las olas, qué perfumado y tibio el viento,
qué risueñas las flores; modelos puestos allí
por la mano divina que el hombre no acertará a copiar jamás. Entre aquella armonía, inmergidas en ese ambiente, rodeadas
de una vegetación tan brillante, tan verde, que parece tallada
en esmeraldas, se miran algunas casitas semejantes a grandes nidos
de gaviotas. Algunas de ellas alargan coquetas un pequeño muelle
en la ensenada, como queriendo mojar en ella la punta del ala. En
derredor de estas graciosas habitaciones, sombreadas por grupos de
cocoteros, desborda por las albarradas en elegantes espirales el San
Diego, entre cuyas volutas caprichosas cuelgan los racimos de flores
de coral pálido. Al abrigo del muelle crecen las rosas a veces,
y los grandes lirios morados y los jazmines, todo con una exuberancia
lasciva, con una fuerza de vida que embriaga. Aquí y allá,
sobre rocas, en las raquetas del nopal endereza su estuche de espinas
la tuna roja. Pasan por encima de ese albergue de delicias las brisas
marinas; las algas dibujan con su negruzca y movible curva la ondulación
de la playa, y las olas charlan sin cesar plegando y desplegando su
sábana líquida ribeteada de encaje. Allí la vida es dichosa. Figuraos todo ese color, toda esa
luz, todo ese aroma encarnados en una muchacha de dieciséis
años... Marina, hija de aquella playa, había visto a
su padre enriquecerse con su trabajo. ¡Cuántas veces
las lanchas del viejo pescador la habían columpiado, y como
si sintieran alegres el peso del cuerpo de la niña, como el
corcel que siente una caricia, habían partido por la bahía
tendiendo sus alas de lino, llevando ella el timón y los bogas
inmóviles sobre las cañas de sus remos! ¿Por qué era melancólica aquella hija de la
costa? Así son todas, así es el mar. Y luego sorprende
siempre y siempre hace soñar. Verlo es casi ver el cielo; pero
un cielo tangible que se puede acariciar. Marina era la más
melancólica, la más soñadora muchacha de aquellas
playas: era triste. Aquí empieza el poema, un poema de amor: nada. Unas cuantas
estrofas; nada, las mismas de siempre; el eterno tema de la retórica,
la eterna verdad de la juventud; nada. Dejadme bordarlo, ya que no
con rimas, con dulces y lánguidos circunloquios, con frases
cargadas con el viejo e inmortal polvo de oro de la poesía. Largo rato hace que contempla el horizonte del mar. Surge de improviso,
viniendo del rumbo del puerto una mancha blanca; blanca como una garza,
así vuela; en su vela, en su ala blanca se refleja el sol naciente.
Era una barquilla; venía presurosa empujada por el aliento
de la mañana; crecía como una fantasmagoría óptica.
Saltó a tierra un mancebo, el gentil, el rubio que había
visto Marina en las fiestas de San Román donde se venera
el Cristo Negro que cuida de los marineros, el hijo del antiguo
capitán de su padre; iba a casarse con ella: él lo decía.
Entró en la casa de su amada; se sentaron en el borde de un
arriate que era como búcaro de jazmines blancos... Esos jazmines,
y las rosas, y los lirios, todos esos cómplices eternos de
los pecados del trópico, supieron lo demás. Una hora
después el rumor apasionado de un beso se confundía
con el rumor de las olas. Marina volvió sola a su casa, sola. Pasó el tiempo; Marina esperaba; nadie venía, nada
más que sus lágrimas. La triste está enamorada,
decían sus vecinas; unas lo sabían todo; las más
lo adivinaban: las mujeres no se equivocan nunca cuando de esta enfermedad
se trata. Por eso Ramón, el piloto de la Rafaela, buen
marino y mejor muchacho, prescindió de pedir la mano de la
playerita. Mucho la amaba; todo es grande en torno del océano. Marina cantaba estos versos compuestos por un poeta de aquellos rumbos
de la costa:
"Ven, ven", repetía balbuceando la ola, como el pájaro
a quien se enseña un canto. Marina, a su vez, repetía
sorprendida el ritomelo y se alejaba cantando:
"Ven", sollozaba el mar a lo lejos... Marina estaba en el muelle, como de costumbre. Dio un grito de repente,
se incorporó; una vela blanca venía del puerto: la barca
atracó al muelle... Las flores, las cómplices encantadoras
de todo amor, saben lo demás... Las olas vieron la despedida,
oyeron el beso en el pie desnudo de la joven, y un adiós desesperado...
Ellas lo repitieron en su perpetuo sollozo... Adiós... Marina
las vio con ojos enloquecidos, pero sin llorar. La barca se perdió
en el horizonte y ella se acostó en la arena como si hubiera
muerto. Jugaba la ola con su saya, avanzaba, a veces, hasta las puntas
de sus trenzas salpicándolas de cuentas de cristal... Así la encontró su padre. Pocas horas después
la fiebre, con una lujuria infernal, quemaba entre sus brazos de fuego
a la pobre Marina... Deliró; el viejo lo supo todo. Habló
con el padre del seductor, su capitán antiguo. Todo está remediado le contestó:
he enviado a mi hijo a Barcelona, para que no siguiera inquietando
a tu hija. En muchos años no volverá. Éste no era un remedio, bien lo sabía el padre de Marina;
porque novelas así suelen ser frecuentes en la costa: esa muchacha
de su tiempo, y aquélla, y la hija de... Pero ninguna era como
Marina; Marina era otra cosa, Marina sentía de un modo extraño;
cantaba, lloraba, soñaba, hubiera dicho, si hubiera sabido
decirlo el viejo. Si, Marina era otra cosa; claro, era su hija. El pobre hizo sus confidencias a Ramón, al piloto, al enamorado
de Marina... Lloraron juntos, de ira el uno, de desesperación
el otro; de dolor los dos... Marina se salvó: ya estaba buena el día que Ramón,
enjugadas las lágrimas, entró al cuarto de la muchacha
que, en el vetusto sillón de cuero de su padre, estaba sentada
junto a la ventana, por primera vez abierta. Y le dijo: Marina, lo sé todo. Ella lo miró, no con
sorpresa, sino con infinita dulzura. Y se acercó al oído de la niña y murmuró
en secreto quién sabe qué frases. Ambos lloraron; de
admiración, de gratitud ella; el pobre Ramón de dolor. Poco tiempo después, la brisa salubre de la costa había
completado la curación. El día de la boda, Ramón
suplicó de rodillas a su novia que colocase en su cabeza el
velo virginal de las desposadas. Marina se arrodilló largo
tiempo delante de la imagen de la Virgen, que había heredado
de su madre, y después, pálida pero serena, aceptó.
Concluida la ceremonia, hubo comida y baile y grande algazara en la
casa de Marina. Caía la tarde; Marina bajó del muellecito a la playa. El mar parecía un zafiro inmenso engastado en un relicario
de oro. Fulgorosos encajes de fuego flotaban en el cielo sobre jirones
de amaranto. Bandadas de nubecillas se esparcían por doquiera: pétalos
de flores arrancados de aquel gigantesco ramillete por la brisa. A
veces parecían discos de oro girando sobre un tapiz de púrpura;
otras parecían vapor de sangre; allá a lo lejos vagaban
algunas, pálidas e intangibles como los fantasmas de las baladas
alemanas. Campeche, por su situación en la costa, ve ponerse
el sol en el mar; ve la hora en que el sol, al recostarse en su lecho
tropical, cambia con la tierra una mirada sublime que estremece a
la creación. Marina, distraída, se acercó a la playa, mientras adentro
cantaban las muchachas, con un aire de danza cubana, una canción
de un poeta de aquellas costas:
Marina descalzó sus pies de las zapatillas de raso blanco,
como lo hacía frecuentemente; los desnudó de la calada
media y empezó a jugar con la ola que salpicaba su falda de
linón un tanto recogida. Estaba bellísima; un sentimiento impregnado de místicas
aspiraciones al cielo comunicaba a su fisonomía encantadora
no sé qué fulgor ideal. Parecía arropada en uno
de los últimos destellos del día. Sus formas conservaban
su voluptuosa morbidez; pero era esa morbidez mística que nos
arrodilla ante las vírgenes de Murillo. Su mirada erró
un momento por el horizonte; luego se fijó magnética,
poderosa, por el rumbo del puerto. Y vio la niña a lo lejos, muy a lo lejos, una garza blanca que
se tomó luego en una barquilla, que se dirigió a ella
a toda vela. Saltó a tierra un mancebo; el gentil, el rubio que
por primera vez vio Marina en las fiestas del Cristo Negro de San Román,
y Marina le tendió los brazos cantando:
"Ven", repetían las olas, como el pájaro a
quien se enseña un canto...
Entonces Marina sintió sobre sus pies desnudos un ardiente
y húmedo beso... Y la barca se iba, se alejaba, huía...
Y el viento y las olas balbuceaban un adiós lúgubre,
como el último adiós. Marina siguió a la barca;
entró en el mar, se acercó, se acercó a su amante...
Llegó a él, sintió en derredor de su cintura
unos brazos suavísimos, aspiró un aliento caliente y
aromado, entreabrió los labios y sintió en la boca el
beso amargo de la ola, que cubriéndola con un movimiento apasionado,
tendió sobre ella su inmenso sudario de cristal y fue a besar
la playa murmurando el eco del canto de Marina. Corrió Ramón
a la orilla, corrieron las muchachas; sólo hallaron el velo
de la desposada flotando sobre las olas. Todos los años hace el mar en el mismo sitio un ligero
remolino y parece entonces que flota sobre él un instante el
velo de Marina con su encaje de espuma. "Ven, ven", repite
la ola. Esto dicen, por lo menos, las playeras enamoradas que en ese
día cuidan de no acercarse mucho a la playa, sobre todo en
el momento que transcurre entre la puesta del sol incendiando el firmamento
y la aparición divina de la estrella de los mares. |