A Manuel Díaz Mimiaga |
En la margen oriental del estanque azul, y viéndose en él
todo el día como una coqueta en su espejo, se levantaba un
pabellón de porcelana con sus celosías de varillas de
nácar y sus cornisas bordadas de encaje de metal y terminadas
en ángulos puntiagudos y doblados hacia arriba y de los que
pendían campanillas sonoras que a cada beso del viento dejaban
oír su tenue y risueño repique; al que contestaban los
bengalíes en sus jaulillas doradas. Sí, el pabellón
era bellísimo y poético como un ensueño de muchacha
de quince años; pero sus nácares y sus flores abiertas
en tibores incomparables de porcelana esmaltada de oro rojo, azul
y verde, y sus biombos de bambú y de seda en que cruzaban aves
de pedrería, frente al disco de ópalo de la luna, sobre
lagunas de turquesa líquida, y sus mesillas de laca incrustada
de plata y sus juguetes de marfil calado como aérea filigrana,
y todo eso junto, era un pálido marco en el que se asomaba
y reía de juventud y de vida una virgen, que era como una camelia
divina en su florero de cristal. Se llamaba Rosa. Rosa es un nombre de amor. Sus ojos parecían
dos almendras ligeramente oblicuas en aquel rostro color de cera rosada
y olorosa, y eran esos ojos negros y luminosos como el cielo de la
noche en torno de una estrella; sobre los arcos tendidos de sus pestañas
descansaba una frente pálida y pura como un gran pétalo
de azucena, matizada en las sienes por una red perceptible apenas
de deliciosos hilos de savia y de sangre. Sobre la frente descansaba
la diadema de terciopelo negro de los cabellos de Rosa, como un ala
de cuervo tendida sobre el plumón inmaculado de un cisne. Sus
orejitas, de pulpa de rosa-té, soportaban unos arillos sin
peso, de oro antiguo, y bajo la fina nariz palpitante sonreía
voluptuosamente un perfumero de perlas y rubíes. Dos joyas
imperiales eran los ojos de Rosa, era su boca un bombón del
Paraíso. Bajo la túnica de seda recamada de rnaravillosos bordados,
se adivinaba la curva mórbida de sus formas púberas;
sus mejillas, su cuello eran redondos y elásticos; eran sus
brazos como los de las bayaderas, gruesos y suaves, y una especie
de cambiante de luz azulosa indicaba en ellos el vello finísimo
de la adolescencia femenil. Rosa tenía en la barba un hoyuelo. ¿Qué descubrían tus ojos, ribereña del
Hoang-Ho, cuando te sentabas en el alféizar de tu ventana,
refrescándote con el abanico hecho con el plumón inmaculado
de las aves boreales y jugando grandes cuentas de ámbar con
tus desnudos piececillos de uñas pintadas? ¿En dónde
convergían, en qué estrella, en qué celaje, en
qué ensueño, las irradiaciones de tus largos ojos que
rasaban el cristal diáfano del estanque, que se plegaba bajo
el efluvio magnético, como al tocarlo el ala de las alondras
matinales? En la margen occidental del estanque, frente a frente del pabellón
de porcelana, allí donde se bañaban los grandes cisnes
de cuello arqueado en la sombra verde de las ninfas, y se enredaban
las algas como cintas doradas a los juncos, y las mimosas tendían
sus ramas nerviosas y sensibles, allí, en el lindero de una
aromática plantación de té, se levantaba una
casita de bambú con su techo de paja donde hacían provisión
para sus nidos las oropéndolas de oro y terciopelo. Vivía en ella una dulce y pálida criatura; la humedad de su cabaña, las emanaciones de los próximos arrozales habían borrado de sus mejillas la fresca florescencia de la sangre, y la orfandad había adelgazado su cuerpo que, cuando se movía con maravillosa flexibilidad entre los hilos de agua y la espuma del estanque, parecía el de una ninfa pronta a convertirse en ola, en nube, en lágrimas de aurora. Su belleza diáfana tenía el marco áureo de su cabellera blonda, que la pobrecilla trenzaba muy de mañana levantando contenta hacia el cielo sus ojos teñidos con el azul triste de las hojillas del "no me olvides". Se llamaba Blanca. Los cisnes blancos y los cisnes negros de rojo pico habían
venido a habitar en los juncales que bordaban su cabaña, seguros
de hallar protección y alimento, y las golondrinas que volvían
de los mares del sur la saludaban con sus trinos alegres a la entrada
de la primavera y ella seguía en el lago las fugaces pinceladas
negras que trazaba su vuelo en la inmensa placa de cristal, pensando
con ternura en que los pajarillos viajeros no la habían olvidado
en los distantes climas a donde emigraban con el sol. Estaba segura
de que uno de aquellos trinos quería decir "Blanca",
en el arpado idioma de aquellas avecillas, y cuando pensaba esto se
sentía feliz y daba gracias a su Dios. Aunque su verdadero
culto eran las flores; las cultivaba, las cuidaba como si fueran seres
con alma como ella; no las separaba nunca de su tallo; le parecía
que era esto lo mismo que matar. Rosa era la hija de un sublime mandarín que no la veía,
pero que la tenía rodeada de esclavos fieles y cercada de oro.
Rosa era, pues, riquísima. ¡Cuántas veces había
desgranado un collar de perlas sobre el estanque, para ver las burbujas
que formaban al sumergirse en el agua! ¡Cuántas había
enviado a sus amigas gruesos ramilletes de rosas recogidas con arillos
de oro! De todos los ámbitos del imperio llegaban al retrete
de Rosa cajas llenas de esos prodigios de marfil y ébano, que
labran los artistas con primor incomparable, en virtud de recetas
transmitidas de generación en generación durante seis
u ocho siglos en oscuras familias de industriales y que son el encanto
y la desesperación de los europeos. Rosa y Blanca no se conocían. La primera divisaba vagamente
en la otra orilla del estanque una cabaña escondida entre las
plantas de agua, y Blanca alguna vez soñaba con el pabellón
de porcelana, delicado y elegante como la jaula de plata de una calandria
puesta sobre una plancha de jade oriental. Cuando nacieron las dos
niñas, un enjambre de hadas se posó sobre los nenúfares
del lago. Después de un momento, todas se dirigieron en tropel
hacia el pabellón de Rosa. Sólo una, apenas advertida
por las otras, se dirigió hacia la cabaña de Blanca,
mojando en el lago la punta de su traje de lino inmaculado y bebiendo
las perlas del rocío, por los labios lácteos de las
azucenas de su corona. Esta hada era la Inocencia. Una ocasión sintieron las dos al mismo tiempo un estremecimiento
exquisito y extraño en los primeros días de una primavera.
La primera bocanada de aroma que enviaba la naturaleza al sacudir
su manto de nieve que flotaba en jirones de cristal sobre el lago
las embriagó esa vez y produjo en sus almas una suave e indefinible
somnolencia. En esa primavera ambas cumplían quince años. Desde entonces Blanca miraba, con una emoción que la hacía
sufrir y gozar a un tiempo desatarse el botón de las rosas
de su huerto y acurrucarse las golondrinas en nidos mientras que Rosa
pasaba horas enteras deshojando rosas con deliciosa crueldad o coronando
con las más rojas sus trenzas negras para asomarse a las ventanas
altas de su pabellón y dejar perder sus larguísimas
miradas en las calzadas de álamos plateados que indicaban al
pie de las azules montañas el camino de la capital del imperio.
Blanca soñaba; Rosa esperaba. No esperó mucho tiempo. Era uno de esos días cálidos
y transparentes de mayo; la aurora enrojecía con sus besos
la colina y en pos de ella, el sol, como una redonda espiga de fuego
sacudía su simiente de oro sobre los campos y las aguas. Corrían las carpas por la superficie del estanque rayando
de pedrería las olas que respiraban mansamente, bajo el enorme
chal de blonda blanca que tejía y destejía al pasar
sobre ellas el soplo tibio de la mañana. Una flota de cisnes
blancos dejaba en el agua largos surcos de espuma diamantina que se
quebraban en las gradas de malaquita del pabellón de Rosa,
cuando viraban sus esbeltas proas hacia la cabaña de la vendedora
de té, que parecía salir del agua como la flor del loto,
en busca de los besos calientes del día. Parecía que la naturaleza era un ser femenino y consciente
que gozaba de sí misma en medio de un silencio, interrumpido
a veces por el aleteo de las alondras que vislumbraban las garras
de un gavilán emboscado en el espacio, o por el canto impreciso
de las dos niñas cuyas notas, ardientes o dulces, se rozaban
en el cielo como las alas de dos ángeles. Aquel estruendo pasó como una ráfaga de vendaval y
las dos niñas, cuyo corazón palpitara violentamente
al escucharlo, fueron recobrando la serenidad y la calma. De improviso, una corza se detiene a orillas del estanque; una mancha
roja en el cuello, de donde caen grandes gotas de sangre, y las lágrimas
que brotan lentamente de sus ojos, indican que va herida y perseguida.
El esbelto animal aspiró largamente el viento que soplaba del
bosque próximo y, lanzando un débil balido de terror,
se precipitó en el laguillo; un rastro de sangre marcaba su
huella, y cuando había llegado casi al centro del estanque,
ya exangüe y sin movimiento, comenzó a sorber el agua
a grandes tragos involuntarios. Blanca, que la observaba ansiosa,
se arrojó al agua rápidamente. Con admirable destreza
llegó hacia el animal moribundo que, comprendiendo que aquel
auxilio inesperado la salvaba, volvió a nadar ayudado por la
joven, con la cabeza erguida y los ojos atónitos. En ese instante un caballero apareció en la orilla en el punto
en que la corza se había arrojado al estanque; alto y bello,
montaba un alazán cuajado de oro, de seda y de espuma; se detuvo
un momento y metiendo las espuelas en los ijares de su caballo, se
lanzó al estanque de un salto. Pero el corcel comenzó
a hundirse también; el jinete se vio perdido y comenzó
a hacer esfuerzos desesperados por cortar los estribos con su cuchillo
de monte, porque sus pies entumecidos no podían moverse. Blanca,
que había podido esconder a la corza herida entre los carrizales
de la orilla, volvió a nadar, se acercó al joven, que
miraba con terror supremo en derredor suyo, y sacando apenas la blonda
cabeza del agua, logró libertar de los estribos los pies paralizados
del mancebo y huyó hacia su cabaña, por debajo de las
olas, en tanto que el junco de Rosa con sus velas de púrpura
recogía al maltrecho cazador. La divinidad protectora de su
familia, en forma de ondina, lo había misteriosamente libertado;
esto pensaba y creía devotamente el joven. Pocos momentos después el héroe de la aventura, que
era un príncipe, y todo su espléndido séquito,
reposaban en el pabellón de Rosa, que al verse a solas con
el joven le dijo ingenuamente: Te esperaba. Blanca oía lacrimosa desde su escondida cabaña el rumor
de los festejos en el castillo de porcelana. Un sentimiento inmenso
se apoderó de ella: ¡Ah! sí decía, éste
es el amor. Y pasaba el día espiando el nido de Rosa y la noche viendo
el reflejo de los farolillos de seda en el agua y traduciendo el canto
de los ruiseñores y el aroma de las flores nocturnas. Tanto
hizo que ni los ruiseñores cantaban si ella no aparecía,
ni se abrían las flores si ella no las besaba. Rosa y su amante apuraban el deleite de amar y las horas de su vida
se escapaban hacia lo pasado, veloces, sí, pero temblando de
placer. Entretanto, el emperador expiraba y el príncipe debía
partir violentamente, con objeto de arrancar su herencia de manos
de sus rivales, que habían sublevado ya las provincias del
este. Rosa se dispuso a partir y el día mismo en que debía
abandonar el nido encantador de su niñez y de sus amores, los
dos jóvenes daban una vuelta por el lago para realizar un deseo
de ella. El príncipe se sentía feliz; iba de pie en la popa
del junco de marfil, y sentados sobre almohadones de plumón
de cisne cubiertos de seda recamada de perlas, iban Rosa, inclinada
sobre la borda, y el gran bonzo mirando la fuga de las nubes por el
azul de los cielos inundados de luz. La sombra del príncipe se proyectaba sobre las olas que parecían
apenas pliegues de raso joyante. Rosa miraba amorosa y melancólicamente
aquella sombra; de repente creyó notar que se alargaba y se
torcía como el cuerpo de una serpiente escamada de oro y esmeralda,
por el oleaje, y luego vio claramente que aquella serpiente desplegaba
dos enormes alas, y unas garras brillantes y una rojiza melena de
león se mostraron ante sus ojos sorprendidos, como si un genio
los hubiese esmaltado en el espejo del agua. ¡Oh dioses! exclamó la niña:
mirad, ved todos esa sombra, tu sombra, es el dragón imperial. ¡Fatalidad! Cuando uno de los que pretenden el cetro del imperio
forma con su sombra la figura simbólica del dragón imperial,
la victoria es suya; pero cuantos ven esa sombra deben morir. Estaba
escrito. El gran bonzo había cerrado los ojos al oír la descripción de la niña y mientras ella se inclinaba ansiosa y el príncipe permanecía estupefacto, con un rápido movimiento la levantó en sus brazos y la arrojó al estanque; el príncipe cayó sin sentido al fondo del esquife y la sombra desapareció. El dragón imperial se había hundido con la enamorada Rosa en el fondo de las olas. La victoria del príncipe estaba asegurada. El pabellón de porcelana quedó pocas horas después solo para siempre. Esa misma noche Blanca quiso seguir en dirección del cielo
el canto de los ruiseñores, y al día siguiente, los
huérfanos y las aves y las flores lloraban la muerte de la
joven, que fue enterrada con su túnica de lino blanco y su
corona de azucenas, regalo del hada única que había
mecido su cuna. Rosa y Blanca se fueron al cielo. Habita una en el cáliz de
un loto color de fuego y desde allí puede ver a su amado, que,
ya emperador, la ha olvidado por impuras bayaderas; por eso llora
sin cesar, y su llanto mantiene viva y húmeda a la flor que
le dio asilo. Blanca habita dentro del cáliz de una azucena, blanca como
ella. En su derredor los ángeles cantan como ruiseñores
y una suave y perenne luz irradia de sus ojos del color azul triste
que tienen las hojillas del "no me olvides". ¡Oh! niñas apasionadas, dulces y ardientes hijas del
amor, vosotras no olvidaréis a Rosa. Niñas buenas, cuando
suba de vuestro corazón a vuestro oído una melodía
dulcísima como el roce de las alas de los ángeles, regocijaos,
ésa es la voz de la inocencia, la voz de Blanca. |