A Enrique MacGregor |
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El cielo de un azul claro, luminoso, inmóvil durante horas enteras,
o puesto de súbito en movimiento por nubes regiamente caprichosas;
el fresco y oloroso verdor de las colinas, los caseríos de la
falda mostrando apenas entre el follaje sus techos de palma; la vieja,
descarnada y soberbia cintura mural que rodea a la ciudad, y el mar
rayado de oro, por donde van lentas y graciosas las canoas como palmípedos
blancos que desaparecen al alba en derredor de sus nidos formados en
los pérfidos bancos que las olas dejan más bien adivinar
que ver, imprimen a aquel cuadro algo de perpetuamente risueño
y puro que encanta y serena las almas. Mas cuando la rada de la muy noble y leal ciudad, como dicen los blasones
coloniales de Campeche, toma un aspecto mágico en verdad, rico
de colorido y de vida, es en el nebuloso día de san Juan, en
la época del solsticio de estío, la gran fiesta de las
aguas. En tal día los habitantes de la ciudad corren a la playa,
corónanse de gente murallas y miradores, y la muchedumbre desborda
por el muelle; todos tratan de mirar y deleitarse con el voltejeo, la
alegre fiesta del mar. Al misterioso murmurio de las olas se mezcla el sonido ronco y triste
del caracol, el clarín del océano, que resuena por doquiera
que una barquilla se desliza. El mar, bajo los nublos del cielo y las
caricias del viento de lluvia, tiene aires de rey y encrespamientos
de león; bajo cada ola hinchada parece respirar y bullir algún
pez gigantesco. Todo ello importa muy poco a aquellos marinos y pescadores
acostumbrados a los caprichos del mar como a los de una querida y, sin
cuidarse de los elementos, se embarcan en esquifes, diminutos a veces,
y hombres, mujeres y niños surcan la rada, cantando, tremolando
grímpolas y banderas, gritando e improvisando acá y allá
regatas vertiginosas aplaudidas por cuatro o cinco mil espectadores. Y, sin embargo, ni la alegría ni el voltejeo son lo más
notable de la fiesta de san Juan; hay algo mayor y mejor, misterioso
e inefable, enteramente real aunque parezca imposible: al rayar el alba
canta la sirena. La sirena campechana es (o era, ¡ay!, ignoro si haya muerto),
es, digo, conforme de toda conformidad con el tipo clásico inventado
quizá por Horacio, que dice de ella:**
Y es cierto en Campeche hay testigos oculares: la sirena
es mitad mujer y mitad pez. Todas estas creencias populares tienen en
su raíz una leyenda, de la que es necesario desentrañar
la lejana y abscóndita realidad de un hecho. Si me seguís, lectores, he aquí la leyenda, tal como,
en sustancia, me la refirió uno de esos viejos marinos "que
han oído a la sirena". Los "sanromaneros", aunque no sentían la menor simpatía
por aquella mujer doblada hasta el suelo, sin pelo, cejas, ni pestañas,
cuyos ojos brillaban con el fuego sombrío de los carbunclos,
cuya boca parecía un rasguño sangriento trazado de oreja
a oreja por la punta de un alfiler y sobre la cual se buscaban, para
darse perdurable beso, las puntas de la corva nariz y de la corvísima
barba, le tenían respeto, acaso terror. ¿De dónde
había venido a San Román aquel insigne trasgo? Nadie lo
sabía, mas no faltaban suposiciones. Unos decían que había
llegado a la península en calidad de esclava del nefasto conde
de Peñalva y aseguraban, muy serios, que, después del
asesinato del conde por la heroica esposa del judío, los regidores
que formaban la Santa Hermandad, ordenadora del terrible castigo del
mandarín inicuo, habían hecho quemar a la esclava por
bruja y hechicera, en Campeche, donde se había refugiado, y arrojar
al mar sus cenizas. Mas, añadían con profunda convicción,
en virtud del pacto que la tía Ventura (así la llamaban)
tenía concertado con el diablo, sus cenizas habíanse convertido
de nuevo en carne y hueso y en cierta ocasión, un día
de san Juan, la tía Ventura había venido sobre las olas
montada en un mango de escoba y se había establecido en el barrio
de San Román. Otros insinuaban que muy bien podía ser el alma del terrible
filibustero Diego el Mulato, condenado desde hacía mucho
más de cien años a esperar en los arrabales de Campeche
el perdón que su celestial amante Conchita Montilla imploraba
para él. Un sacerdote de la Compañía de Jesús,
que hacía años había por Campeche rumbo al colegio
de Jesús de Mérida, había hablado con la bruja,
y de lo que le había dicho y de su acento italiano, había
colegido que debía de ser una adepta de la secta italiana de
los inmortalistas, fundada por el conde de Bolsena, que creía
haber encontrado el elixir de la vida de que, sin duda, la tía
Ventura había gustado. El caso es que, o por miedo a las diabólicas artimañas
de la bruja o por respeto a la edad, nadie, ni los irreverentes chicuelos
ni la Inquisición, se metía con la anciana. Una cosa
llamaba mucho la atención: por la noche, ya soplara tibio y
perfumado el terral, ya el águila de la tempestad se meciera
en las turbulentas ráfagas del "Chiquinic", el mal
viento de aquellas costas, la tía Ventura, sentada en el umbral
de su barraca en la playa, se ponía a cantar, y quienes habían
logrado percibir las tenues notas de su canto aseguraban que era aquello
como un acompañamiento angélico de los sollozos de la
brisa y que la tempestad parecía callar como para oír
mejor. ¡Ah! sí, la música lo suaviza todo; es el esfumino
de ese dibujo eterno que se llama la naturaleza. El mito de Orfeo, el
cantor que conmovía a todos los seres, lo animado y lo inanimado,
sigue siendo y será eternamente cierto. Las cosas grandes y las
pequeñas en la naturaleza, el hombre y la sensitiva, el océano
y el cocuyo, todo cuanto se mueve, cuanto ilumina, cuanto siente, tiene
un momento dulce, una sonrisa o una lágrima y ese momento es
esencialmente musical. ¿Podemos imaginar siquiera todos los misterios
de infinita melodía que encierran las imperceptibles trovas eólicas
de la brisa que agita los pistilos de un lirio? Yo recuerdo cuán
tremenda impresión resentí la primera vez que vi un cadáver;
mas también recuerdo que cuando en presencia de aquel hombre
muerto, escuché una sonora estrofa musical, el cadáver
me pareció irradiar no sé qué dulcísima
serenidad. Lo que me había hecho estremecer, me hizo llorar;
el muerto sonreía a través de la música y era inefable
sonrisa la suya. Volvamos a la tía Ventura. Las mujeres, envidiosas tal vez, explicaban el fenómeno afirmando
que la bruja tenía en una jaula un pájaro hechizado,
un shkok, el ruiseñor de las selvas yucatecas. Los jóvenes
espiaron y aun registraron la barraca de la tía y sólo
encontraron, sobre la tosca pared, mal encalada, un perfil trazado
con carbón: ese perfil era el de una mujer y esa mujer era
divina: pero ni pájaro ni jaula había allí. Se lo habrá comido decían las abuelas del barrio
y le canta desde dentro. Y quedó demostrado que la tía Ventura tenía
una voz de ángel. El joven pensaba en su país natal, un terruño entre la
montaña y el Cantábrico, con la melancólica nostalgia;
pero narcotizado por los besos tibios de aquella perfumada noche del
trópico, se durmió al arrullo de la lánguida y
monótona canción del mar. Soñó que un genio marino le ofrecía su vara mágica
para penetrar en el seno de las olas; soñó que aceptaba
que entraba en el líquido elemento y bajaba de ola en ola, como
por una escalinata de esmeraldas en fusión hasta llegar a una
roca soberbia que parecía el crestón de cristal de una
nívea montaña. En la falda de aquel prisma enorme, hundían
sus raíces transparentes extraños árboles que a
compás de las olas se baleanceaban sin cesar, y entre cuyas hojas,
que llegaban como inmensas cintas a la superficie del agua, desplegaban
algunos habitantes de aquel invisible mundo sus redes de gasa irisada
o cruzaban rápidos y esplendorosos algunos peces, aves de pedrería
de aquella selva submarina. La roca de cristal era una gruta misteriosa y azul por dentro. Frente
a su entrada extendía la púrpura pálida de sus
maravillosas flores un jardín de rosales de coral. Y más
allá se bajaba por los peldaños de esmeralda que el joven
conocía ya; llegó así a un salón, que dividían
en naves circulares vastas columnatas de diamante formadas por las estalactitas
y en medio del cual, bajo una bóveda diáfana por donde
se filtraba divinamente amorosa y triste la luz de la luna, había
un estanque de agua en que morían las corrientes del Mississippi,
del Bravo, del Pánuco y del Grijalva, que rompían por
entre los cristales de los muros y caían en silenciosas cascadas
en aquella copa inmensa del Golfo. En sus bordes crecían flores
pálidas y transparentes, con los tallos cuajados de estrellas
de sal y cuyos pétalos estaban salpicados de perlas, el rocío
del océano. En el centro de aquel estanque se erguía una flor extraña
y solitaria; de ella brotaba un canto inoído, ideal. Parecía
que en su corola anidaba un coro de invisibles ángeles, los ángeles
del mar; el eco de sus cantares es el que llevan las olas a la playa
en las noches serenas. ¿Quién canta así? murmuró el
joven soñador. Y el alférez vio que la sombra de la flor estaba encerrada en
el perfil de una mujer inefablemente bella. Si los que osaron registrar
la cabaña de la tía Ventura hubieran podido ver aquella
sombra, habrían recordado el trazo de carbón estampado
en la pared de la barraca. El alférez se incorporó; puesto de codos sobre la cortina
del fuerte, miró hacia abajo. Una sombra negra se movía
al pie de una palmera. Bajó el joven; la sombra había
entrado en una barquilla y parecía esperar: estaba sola. Acercóse
el oficial y a la luz de la luna, ya en su ocaso, distinguió
a la tía Ventura. El joven retrocedió espantado; mas el
canto lo fascinó, y subió a la lancha que se columpiaba
rítmicamente sobre las olas. La sombra satánica cantaba: El joven apartó la vista de su compañera de viaje, porque
la lancha bogaba, bogaba mar afuera, y la fijó en el mar. La
luna rompía en la barquilla algunas varillas de su abanico de
plata y sus rayos oblicuos proyectaban la sombra de los viajeros sobre
el terso y sereno oleaje. Y, ¡oh prodigio!, la sombra de su compañera
era la sombra de la flor del estanque de sus sueños; la sombra
de una mujer bella como la primer vigilia de amor. El joven oficial
acercó su sombra a la sombra que lo enloquecía, para confundirse
con ella. Ambas se buscaban; las dos se acercaban, se acercaban, iban a tocarse.
De repente un beso preñado de juventud y de deleite resonó
en la barca y el mar lo recogió con voluptuosa avidez... El
mancebo tenía en sus brazos a una mujer de los cielos; la anciana
había desaparecido: quedaba en su lugar una virgen, como no
la había concebido artista, ni soñado poeta de veinte
años... La lancha bogaba, bogaba... La luna había huido; el viento solsticial soplaba con furia;
la barquilla bogaba, bogaba... Rugió la tormenta en el cielo;
el huracán estremeció la tierra, la rada entera se convirtió
en una oleada sola, lenta, inconmensurable, negra. Mas ella no podía morir; reapareció en la superficie;
era una divina mujer, pero bajo su vientre se traslucían las
escamas de oro de su inmensa cauda de pescado. Aquella monstruosa forma
canta un canto preñado de sollozos de amor; sus ojos buscan llorando
en torno suyo y toma a hundirse luego. Y cada año, en la mañana de san Juan, se escucha en
la entrada de la rada un canto celestial que dice: "El amor es el alma del mundo; ven si quieres consumirte de placer
en mi seno, como la mirra en el perfumero. ¡Ven! Toda belleza
emana del amor." La sirena dicen los pescadores, y haciendo la señal
de la cruz, huyen a toda vela. ** En
su Ars poetica. |