A Esteban González |
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Mas os he engañado, lectoras mías, lo que vais a leer
no es un cuento, ni es una leyenda siquiera; es un poemilla muy lírico,
muy "subjetivo", es decir, muy del alma para adentro, si
se me permite decirlo así (y aunque no se me permita), que
en lugar de estar escrito en verso está compuesto en prosa
lo más verso posible (si puede decirse así, que sí
se puede). Apasionado de los contrastes, desde niño he buscado instintivamente,
no los sitios siempre verdes y floridos en que parece que la luz se
enferma de fastidio, sino el prado cargado de tintas vigorosas que
se apoya en la abrupta montaña y que desborda sobre escalinatas
de rocas ásperas y negruzcas en donde el mar se estrella y
labra su nido la gaviota. Por eso en las playas dulces y sin cantiles
de mi país, era para mí deleitoso cierto sitio en que
la amplísima curva de la playa se interrumpe súbitamente
por una aglomeración de peñascos cuajados de cácteas
y desde cuya cima, que me parecía la de una montaña,
y que en realidad no era más alta que la de los vecinos cocoteros,
tomaba el mar a mis ojos de niño un relieve soberano. ¿Me creeríais, lectoras, si os dijese que en este lugar
me entregaba a grandes y fantásticos ensueños mirando
las nubes, una tarde del estío templado que en nuestras costas
acostumbran llamar invierno? ¿Y por qué no me habíais
de creer? Tenía yo diez años. ¡Mirad las nubes!
¿Qué otra ocupación más seria puede tenerse
en esa edad? Esa tarde tenían un resplandor cobrizo, pero como
si fuera el reflejo de un gran horno de cobre en fusión, oculto
como el sol bajo el horizonte. Más arriba grandes masas de
vapor, de un impuro color violáceo, desleían sus contornos
en la enorme placa de zinc del cielo. El mar imprimía a aquellos
horizontes su tono prodigioso. Mis meditaciones (¿eran meditaciones?),
tomando un giro triste del paisaje, me sumergían lentamente
en una catarata de abismos. Unas muchachas con sus flotantes faldas de muselina blanca, con el
pecho cubierto por una cruzada pañoleta de seda, y con flores
y cocuyos en las trenzas, subieron a donde yo estaba, reidoras y traviesas.
Una de ellas tocaba una guitarra, cantaban todas; poco a poco los
cantos cesaron; la tristeza indefinible que emanaba de las cosas ganó
sus almas y, sin hacer caso de mí comenzaron a hacerse confidencias,
y una la tocadora, hizo su confesión. De esa confesión,
que la joven ponía en tercera persona, he extraído unas
gotas de perfume para las páginas que vais a leer. Se llamaba Concha; en los labios de la que se confesaba, tomó
el nombre de flor de Lila. Lila era más linda que ese celaje que veíamos flotar
como un encaje de oro sobre el disco del sol poniente. Era blanca
y el hálito del mar sólo aterciopeló un tanto
sus facciones. Era alta y parecía haber estudiado en los datileros
cierto delicioso vaivén que daba a su modo de andar la cadencia
de una de esas canciones tristes que cantan los pescadores al salir
para el mar. Sus cabellos eran de un castaño denso; eran casi
negros con visos dorados, suaves como el primer vellón de la
mazorca del maíz, y sus ojos eran grandes y brillantes, de
un color indefinible, y divinos y turbadores cuando los entrecerraba
(porque era un tanto miope), y podía percibirse el fluido cristalino
que los bañaba, al través de la rizada seda de sus pestañas.
Bajo la nariz rosada y un tanto aguileña, se abría,
como el botón purpureo de un clavel, una boca que espiaban
para besarla y chuparle la miel los colibríes y las abejas,
que habían olvidado por ellas las flores perfumadas del "shtaventún".
Completaban aquella maravilla las líneas del óvalo de
su rostro, sedosas y puras, como las de la escultura de La Purísima
que se venera en la iglesia de San Francisco y que es fama que fue
esculpida por los ángeles. Lila era una niña rica; mas cuando vivía con su familia
en el lindo poblacho en que Campeche toma fresco, las marineritas
de los contornos la contaban como una de ellas, la colmaban de regalos
y parecían mariposas revoloteando en torno de uña rosa
de Alejandría. Lila nunca había sufrido, ni tampoco había llorado,
y esto la ponía triste y pensativa; muchas veces se pasaba
las horas sentada a la orilla del mar, preguntando a este perenne
oráculo de las costeñas el secreto, no de su falta de
sentimiento, sino de su falta de lágrimas. No, no lloraba,
y cuando resentía alguna grave aflicción, sus ojos se
ponían un tanto opacos... y no más. Las nubes, como apretadas bandas de cisnes, tomaban en el oriente
baños de púrpura; se abrieron dejando entre ellas un
gran trecho azul limpísimo y bruñido. En ese espacio
apareció súbitamente un segmento del disco del sol en
ascensión. De él se escapó el primer rayo, y
la luna, que se columpiaba sobre el mar, palideció de amor.
El rayo de sol bajó la colina cubriendo de besos las copas
de las palmas, trocando en perlas de oro las gotas de rocío
en las florecillas y los musgos, y llegó a la cabellera de
Lila; allí quedó prendido, se había enamorado
de ella. La sombra se proyectaba delante de la niña y era que
el primer beso del día se había dormido en el regazo
de la playera. Lila sentía extraños padecimientos; palpitaba violentamente
su corazón y cerraba los ojos como si quisiera cegarla el reflejo
del sol que ya abría sobre las olas su inmenso abanico de fuego: ¿Voy a llorar, Dios mío? se preguntaba. Una sensación inexpresable la hizo volver en sí; al
tornar el rostro al oriente había recibido un beso en los labios;
quiso huir, pero no pudo. Puso al niño sobre la arena, suave
como un almohadón de pluma; y se apoyó en la roca; parecíale
que una voz cuchicheaba en su oído frases divinas. Y tornaron
sus ojos a cerrarse, una corriente volcánica circuló
por sus venas y al sentir el segundo beso sus labios sonrieron de
deleite; estaba dormida. Y allá, en la región de los sueños, la joven escuchó
la música voluptuosa y lánguida de esta canción
de amor:
Delante de ella se irguió un mancebo; tenía en la mano
el arpa, vibrante aún, y temblaba en sus rojos labios la última
nota. Su belleza era ideal, brotaban de sus ojos en ondas luminosas
el amor y la juventud. Hasta su sombra parecía iluminada por
un fulgor cuya fuente era invisible. El mancebo parecía embarcado
en un esquife cubierto con mantos de armiño y cendales de oro;
las olas del mar se teñían de luego al acercarse a él;
cuando batía sus alas inmaculadas dejaba entrever detrás
de él, en los cielos, un gigantesco pórtico de cristal
y de zafiro desde donde bajaba una gradería de oro transparente. En medio de su éxtasis, una penumbra negra invadió
el alma de la muchacha; tuvo un recuerdo. En la última fiesta
del patrón de los marineros que se venera en san Román,
había visto a aquel ángel: vestía de terciopelo
como un magnate de la corte virreinal (de los que todos hablaban y
nadie había visto), o como un jefe de corsarios franceses,
y recordó que todos creían que aquel hombre debía
de ser un filibustero, porque nadie lo conocía y derramaba
el oro a manos llenas. (Estamos, queridas lectoras, en los tiempos
coloniales; no se me había presentado oportunidad de decíroslo.)
Lo singular, lo malo, es que durante todas las fiestas aquel hombre
la siguió con sus miradas, amorosas y audaces a la vez; ¡qué
horror! Y ella, ella lo veía como distraídamente y el
corazón le palpitaba con infinita fuerza... Todas estas reminiscencias pasaron como una bandada de aves negras
por el cielo de su alma. ¿Quién ha pretendido analizar
el primer momento de amor en el corazón de una mujer? Ellas
jamás lo explicarán, ni los ruiseñores cómo
brota de su garganta el primer arpegio, ni el botón de nardo
cómo exhala, al abrirse, su primer perfume. El primero amor
es la revelación del alma en nuestro ser: sabemos que existe:
mas no la sentimos, sino cuando amamos. La paloma que anida el misterio
que cada uno lleva en lo más íntimo de sí abre
las alas y canta, con sólo el fulgor de una mirada que penetra
en nuestra sombra. Y esta palabra mil veces deletreada con indiferencia:
amor, adquiere para nosotros una significación inmensa, nos
lo explica todo, es la clave del jeroglífico de la eternidad. Lila no se explicaba así lo que sentía, ni de ningún
otro modo. Porque el mancebo que la playera tenía delante,
lo estaba en realidad, pero delante de su alma; y el parecido de éste
con el filibustero indicaba que ya lo había visto. Pues no,
no había visto a nadie; y, sin embargo, todo era real, todo
era supremamente real, pues qué ¿hay algo más
real que la luz en un rayo de sol y el amor en una mujer de quince
años, en la costa del Golfo? Lila, magnetizada por las palabras del mancebo alado, se dejó
cubrir la frente de besos; de cada beso nacía un azahar, y
juntos formaban una corona de desposada. Luego, el ángel (¿no
os he dicho que era un ángel?) tendió sobre su cabeza
y dejó caer en rectos pliegues sobre el cuerpo de la virgen
una nube sin mancha; era el velo de boda. Y el altar era sorprendente;
parecía el altar de la iglesia de San Román, pero cuajado
de piedras preciosas: los cortinajes de tisú recamados de oro
parecían nubes bordadas de estrellas y el pavimento era un
ópalo verde como el mar. ¿Me amas? preguntó el mancebo. Y la barquilla de cristal se aproximó... Pero otra sombra
negra se interpuso entre el alma de la niña y su visión
de amor: ¡Dios mío! exclamó la niña
con desesperación profunda ¿dónde está
mi hermanito? Lo dejé dormido en la arena y lo olvidé.
¡Ay!, se lo han llevado las olas. Sobre la luna en menguante, apenas visible en occidente y que parecía
una cuna de plata colgada en el firmamento, Lila pudo ver a su hermanito
dormido. Y ya la barquilla bogaba, bogaba en el mar risueño. La cabeza
de Lila, reclinada sobre el pecho de su amado, parecía rodeada
de una aureola; sus cabellos destrenzados mojaban sus extremidades
en las olas, y éstas pasaban a través de sus hilos sutiles
temblando armoniosamente, como la brisa por entre las cuerdas de las
arpas eólicas. Lila se sentía dormida y no tenía
fuerzas para querer despertar. En sueños tuvo un recuerdo y
fue la última sombra negra. Aquella mañana, al salir
del baño, había visto un bergantín con bandera
negra cruzando a toda vela el horizonte... La bandera negra es la
bandera de los filibusteros: Allí está decía palmoteando alborozada
la criada africana de Lila, allí está: viene por
nosotros. Después, Lila, pensativa, tomó un poco de leche que
le trajo la esclava; estaba un poco amarga; y luego siguió
jugando con su hermanito... Lila sintió un beso entre los labios y la barca continuaba
bogando, bogando... Yo quisiera llorar decía la niña.
¡Oh! Dios mío, creo que voy a llorar. |