Tres héroes |
Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba a donde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo. El viajero hizo bien, porque todos los americanos deben querer a Bolívar como a un padre. A Bolívar, y a todos los que pelearon como él porque la América fuese del hombre americano. A todos: al héroe famoso, y al último soldado, que es un héroe desconocido. Hasta hermosos de cuerpo se vuelven los hombres que pelean por ver libre a su patria. Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar
y a hablar sin hipocresía. En América no se podía
ser honrado, ni pensar, ni hablar. Un hombre que oculta lo que piensa,
o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado. Un hombre
que obedece a un mal gobierno, sin trabajar para que el gobierno sea
bueno, no es un hombre honrado. Un hombre que se conforma con obedecer
a leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació
los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado. El niño,
desde que puede pensar, debe pensar en todo lo que ve, debe padecer
por todos los que no pueden vivir con honradez, debe trabajar porque
puedan ser honrados todos los hombres, y debe ser un hombre honrado.
El niño que no piensa en lo que sucede a su alrededor, y se contenta
con vivir, sin saber si vive honradamente, es como un hombre que vive
del trabajo de un bribón, y está en camino de ser bribón.
Hay hombres que son peores que las bestias, porque las bestias necesitan
ser libres para vivir dichosas: el elefante no quiere tener hijos cuando
vive preso: la llama del Perú se echa en la tierra y se muere
cuando el indio le habla con rudeza, o le pone más carga de la
que puede soportar. El hombre debe ser, por lo menos, tan decoroso como
el elefante y como la llama. En América se vivía antes
de la libertad como la llama que tiene mucha carga encima.Era necesario
quitarse la carga, o morir. Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros
que padecen como en agonía cuando ven que los hombres viven sin
decoro a su alrededor: En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro,
como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin
decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos
hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los
que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres
su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero,
va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados. Estos tres hombres
son sagrados: Bolívar, de Venezuela; San Martín, del Río
de la Plata; Hidalgo, de México. Se les deben perdonar sus errores,
porque el bien que hicieron fue más que sus faltas. Los hombres
no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma
luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan
más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz. Bolívar era pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban,
y las palabras se le salían de los labios. Parecía como
si estuviera esperando siempre la hora de montar a caballo. Era su país,
su país oprimido, que le pesaba en el corazón, y no le
dejaba vivir en paz. La América entera estaba como despertando.
Un hombre solo no vale nunca más que un pueblo entero; pero hay
hombres que no se cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden
a la guerra antes que los pueblos, porque no tienen que consultar a
nadie más que a sí mismos, y los pueblos tienen muchos
hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ése fue el mérito
de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad
de Venezuela, cuando parecía que Venezuela se cansaba. Lo habían
derrotado los españoles: lo habían echado del país.
Él se fue a una isla, a ver su tierra de cerca, a pensar en su
tierra. Un negro generoso lo ayudó cuando ya no lo quería ayudar
nadie. Volvió un día a pelear, con trescientos héroes,
con los trescientos libertadores. Libertó a Venezuela. Libertó
a la Nueva Granada. Libertó al Ecuador. Libertó al Perú.
Fundó una nación nueva, la nación de Bolivia. Ganó
batallas sublimes con soldados descalzos y medio desnudos. Todo se estremecía
y se llenaba de luz a su alrededor. Los generales peleaban a su lado
con valor sobrenatural. Era un ejército de jóvenes. Jamás
se peleó tanto ni se peleó mejor en el mundo por la libertad.
Bolívar no defendió con tanto fuego el derecho de los
hombres a gobernarse por sí mismos, como el derecho de América
a ser libre. Los envidiosos exageraron sus defectos. Bolívar
murió de pesar del corazón, más quede mal del cuerpo,
en la casa de un español en Santa Marta. Murió pobre y
dejó una familia de pueblos. México tenía mujeres y hombres valerosos, que no eran
muchos, pero valían por muchos: media docena de hombres y una
mujer preparaban el modo de hacer libre a su país. Eran unos
cuantos jóvenes valientes, el esposo de una mujer liberal, y
un cura de pueblo que quería mucho a los indios, un cura de sesenta
años. Desde niño fue el cura Hidalgo de la raza buena,
de los que quieren saber. Los que no quieren saber son de la raza mala.
Hidalgo sabía francés, que entonces era cosa de mérito,
porque lo sabían pocos. Leyó los libros de los filósofos
del siglo XVIII, que explicaron el derecho del hombre a ser honrado,
y a pensar y a hablar sin hipocresía. Vio a los negros esclavos,
y se llenó de horror. Vio maltratar a los indios, que son tan
mansos y generosos, y se sentó entre ellos como un hermano viejo,
a enseñarles las artes finas que el indio aprende bien: la música,
que consuela; la cría del gusano, que da la seda; la cría
de la abeja, que da miel. Tenía fuego en sí, y le gustaba
fabricar: creó hornos para cocer los ladrillos. Le veían
lucir mucho de cuando en cuando los ojos verdes. Todos decían
que hablaba muy bien, que sabía mucho nuevo, que daba muchas
limosnas el señor cura del pueblo de Dolores. Decían que
iba a la ciudad de Querétaro una que otra vez, a hablar con unos
cuantos valientes y con el marido de una buena señora. Un traidor
le dijo a un comandante español que los amigos de Querétaro
trataban de hacer a México libre. El cura montó a caballo,
con todo su pueblo, que lo quería como a su corazón; se
le fueron juntando los caporales y los sirvientes de las haciendas,
que eran la caballería; los indios iban a pie, con palos y flechas,
o con hondas y lanzas. Se le unió un regimiento y tomó
un convoy de pólvora que iba para los españoles. Entró
triunfante en Celaya, con músicas y vivas. Al otro día
juntó el Ayuntamiento, lo hicieron general, y empezó un
pueblo a nacer. Él fabricó lanzas y granadas de mano.
Él dijo discursos que dan calor y echan chispas, como decía
un caporal de las haciendas. Él declaró libres a los negros.
Él les devolvió sus tierras a los indios. Él publicó
un periódico que llamó El Despertador Americano.
Ganó y perdió batallas. Un día se le juntaban siete
mil indios con flechas, y al otro día lo dejaban solo. La mala
gente quería ir con él para robar en los pueblos y para
vengarse de los españoles. El les avisaba a los jefes españoles
que si los vencía en la batalla que iba a darles los recibiría
en su casa como amigos. ¡Eso es ser grande! Se atrevió
a ser magnánimo, sin miedo a que lo abandonase la soldadesca,
que quería que fuese cruel. Su compañero Allende tuvo
celos de él, y él le cedió el mando a Allende.
Iban juntos buscando amparo en su derrota cuando los españoles
les cayeron encima. A Hidalgo le quitaron uno a uno, como para ofenderlo,
los vestidos de sacerdote. Lo sacaron detrás de una tapia y le
dispararon los tiros de muerte a la cabeza. Cayó vivo, revuelto
en la sangre, y en el suelo lo acabaron de matar. Le cortaron la cabeza
y la colgaron en una jaula, en la Alhóndiga misma de Granaditas,
donde tuvo su gobierno. Enterraron los cadáveres descabezados.
Pero México es libre. San Martín fue el libertador del Sur, el padre de la República
Argentina, el padre de Chile. Sus padres eran españoles, y a
él lo mandaron a España para que fuese militar del rey.
Cuando Napoleón entró en España con su ejército,
para quitarles a los españoles la libertad, los españoles
todos pelearon contra Napoleón: pelearon los viejos, las mujeres,
los niños; un niño valiente, un catalancito, hizo huir
una noche a una compañía, disparándole tiros y
más tiros desde un rincón del monte; al niño lo
encontraron muerto, muerto de hambre y de frío; pero tenía
en la cara como una luz, y sonreía, como si estuviese contento.
San Martín peleó muy bien en la batalla de Bailén,
y lo hicieron teniente coronel. Hablaba poco: parecía de acero:
miraba como un águila: nadie lo desobedecía: su caballo
iba y venía por el campo de pelea, como el rayo por el aire.
En cuanto supo que América peleaba para hacerse libre, vino a
América: ¿qué le importaba perder su carrera, si
iba a cumplir con su deber?: llegó a Buenos Aires: no dijo discursos:
levantó un escuadrón de caballería: en San Lorenzo
fue su primera batalla: sable en mano se fue San Martín detrás
de los españoles, que venían muy seguros, tocando el tambor,
y se quedaron sin tambor, sin cañones y sin bandera. En los otros
pueblos de América los españoles iban venciendo: a Bolívar
lo había echado Morillo el cruel de Venezuela: Hidalgo estaba
muerto: O'Higgins salió huyendo de Chile: pero donde estaba San
Martín siguió siendo libre la América. Hay hombres
así, que no pueden ver esclavitud. San Martín no podía;
y se fue a libertar a Chile y al Perú. En dieciocho días
cruzó con su ejército los Andes altísimos y fríos:
iban los hombres como por el cielo, hambrientos, sedientos: abajo, muy
abajo, los árboles parecían yerba, los torrentes rugían
como leones. San Martín se encuentra al ejército español
y lo deshace en la batalla de Maipú, lo derrota para siempre
en la batalla de Chacabuco. Liberta a Chile. Se embarca con su tropa
y va a libertar al Perú. Pero en el Perú estaba Bolívar,
y San Martín le cede la gloria. Se fue a Europa triste, y murió
en brazos de su hija Mercedes. Escribió su testamento en una
cuartilla de papel, como si fuera el parte de una batalla. Le habían
regalado el estandarte que el conquistador Pizarro trajo hace cuatro
siglos, y él le regaló el estandarte en el testamento
al Perú. Un escultor es admirable porque saca una figura de la
piedra bruta: pero esos hombres que hacen pueblos son como más
que hombres. Quisieron algunas veces lo que no debían querer;
pero ¿qué no le perdonara un hijo a su padre? El corazón
se llena de ternura al pensar en esos gigantescos fundadores. Esos son
héroes: los que pelean para hacer a los pueblos libres, o los
que padecen en pobreza y desgracia por defender una gran verdad. Los
que pelean por la ambición por hacer eslavos a otros pueblos,
por tener más mando, por quitarle a otro pueblo sus tierras no
son héroes, sino criminales. |