Meñique * |
del sabichoso Meñique, y se ve que el saber vale más que la fuerza I |
En un país muy extraño vivió hace
mucho tiempo un campesino que tenía tres hijos Pedro, Pablo y
Juancito. Pedro era gordo y grande, de cara colorada, y de pocas entendederas;
Pablo era canijo y paliducho, lleno de envidias y de celos; Juancito
era lindo como una mujer, y más ligero que un resorte, pero tan
chiquitín que se podía esconder en una bota de su padre.
Nadie le decía Juan, sino Meñique. Como a una legua de allí tenía el rey del país
un palacio magnífico, todo de madera, con veinte balcones de
roble tallado, y seis ventanitas. Y sucedió que de repente, en
una noche de mucho calor, salió de la tierra, delante de las
seis ventanas, un roble enorme con ramas tan gruesas y tanto follaje
que dejó a oscuras el palacio del rey. Era un árbol encantado,
y no había hacha que pudiera echarlo a tierra porque se le mellaba
el filo en lo duro del tronco, y por cada rama que le cortaban salían
dos. El rey ofreció dar tres sacos llenos de pesos a quien le
quitara de encima del palacio aquel arbolón; pero allí
se estaba el roble, echando ramas y raíces, y el rey tuvo que
conformarse con encender luces de día. Y eso no era todo. Por aquel país, hasta de las piedras del
camino salían los manantiales; pero en el palacio no había
agua. La gente del palacio se lavaba las manos con cerveza y se afeitaba
con miel. El rey había prometido hacer marqués y dar muchas
tierras y dinero al que abriese en el patio o del castillo un pozo donde
se pudiera guardar agua para todo el año. Pero nadie se llevó
el premio porque el palacio estaba en una roca, y en cuanto se escarbaba
la tierra de arriba, salía debajo la capa de granito. Como una
pulgada nada más había de tierra floja. Los reyes son caprichosos, y este reyecito quería salirse con su gusto. Mandó pregoneros que fueran clavando por todos los pueblos y caminos de su reino el cartel sellado con las armas reales, donde ofrecía casar a su hija con el que cortara el árbol y abriese el pozo, y darle además la mitad de sus tierras. Las tierras eran de lo mejor para sembrar, y la princesa tenía fama de inteligente y hermosa; así es que empezó a venir de todas partes un ejército de hombres forzudos, con el hacha al hombro y el pico al brazo. Pero todas las hachas se mellaban contra el roble, y todos los picos se rompían contra la roca. IILos tres hijos del campesino oyeron el pregón y tomaron el camino
del palacio, sin creer que iban a casarse con la princesa, sino que
encontrarían entre tanta gente algún trabajo. Los tres
iban anda que anda, Pedro siempre contento, Pablo hablándose
solo, y Meñique saltando de acá para allá, metiéndose
por todas las veredas y escondrijos, viéndolo todo con sus ojos
brillantes de ardilla. A cada paso tenía algo nuevo que preguntar a sus hermanos: que
por qué las abejas metían la cabecita en las flores, que
por qué las golondrinas volaban tan cerca del agua, que por qué
no volaban derecho las mariposas. Pedro se echaba a reír, y Pablo
se encogía de hombros y lo mandaba callar. Caminando, caminando, llegaron a un pinar muy espeso que cubría
todo un monte, y oyeron un ruido grande, como de un hacha, y de árboles
que caían allá en lo más alto. Yo quisiera saber por qué andan allá arriba cortando
leña dijo Meñique. Y de ramas en piedras, gateando y saltando, subió Meñique
por donde venía el sonido. Y ¿qué encontró
Meñique en lo alto del monte? Pues un hacha encantada, que cortaba
sola, y estaba echando abajo un pino muy recio. Y sin ponerse a temblar, ni preguntar más, metió el hacha en su gran saco de cuero, y bajó el monte, brincando y cantando. ¿Qué vio allá arriba el que todo lo quiere
saber? preguntó Pablo, sacando el labio de abajo y mirando
a Meñique como una torre a un alfiler. A poco, andar ya era de piedra todo el camino, y se oyó un ruido que venía de lejos, como de un hierro que golpease en una roca. Yo quisiera saber quién anda allá lejos picando
piedras dijo Meñique. Y sin pizca de miedo le echó mano al pico, lo sacó del mango, los metió aparte en su gran saco de cuero, y bajó por aquellas piedras, retozando y cantando. ¿Y qué milagro vio por allá su señoría?
preguntó Pablo, con los bigotes de punta. Más adelante encontraron un arroyo, y se detuvieron a beber, porque era mucho el calor. Yo quisiera saber dijo Meñique de dónde
sale tanta agua en un valle tan llano como éste. ¿Ya sabes de dónde viene el agua? le gritó
Pedro. IIIPor fin llegaron al palacio del rey. El roble crecía más
que nunca, el pozo no lo habían podido abrir, y en la puerta
estaba el cartel sellado con las armas reales, donde prometía
el rey casar a su hija y dar la mitad de su reino a quienquiera que
cortase el roble y abriese el pozo, fuera señor de la corte,
o vasallo acomodado, o pobre campesino. Pero el rey, cansado de tanta
prueba inútil había hecho clavar debajo del cartelón
otro cartel más pequeño, que decía con letras coloradas: "Sepan los hombres por este cartel, que el rey y señor,
como buen rey que es, se ha dignado mandar que le corten las orejas
debajo del mismo roble al que venga a cortar el árbol o abrir
el pozo, y no corte, ni abra: para enseñarle a conocerse a sí
mismo y a ser modesto, que es la primera lección de la sabiduría." Y alrededor de este cartel clavadas treinta orejas sanguinolentas,
cortadas por la raíz de la piel a quince hombres que se creyeron
más fuertes de lo que eran. Al leer este aviso, Pedro se echó a reír, se retorció
los bigotes, se miró los brazos, con aquellos músculos
que parecían cuerdas, le dio al hacha dos vuelos por encima de
su cabeza, y de un golpe echó abajo una de las ramas más
gruesas del árbol maldito. Pero en seguida salieron dos ramas
poderosas en el punto mismo del hachazo, y los soldados del rey le cortaron
las orejas sin más ceremonia. ¡Inutilón! dijo Pablo; y se fue al tronco,
hacha en mano, y le cortó de un golpe una gran raíz. Pero
salieron dos raíces enormes en vez de una. Y el rey furioso mandó
que le cortarán las orejas a aquel que no quiso aprender en la
cabeza de su hermano. Pero a Meñique no se le achicó el corazón, y se
le echó al roble encima. ¡Quítenme a ese enano de ahí! dijo
el rey¡y si no se quiere quitar, córtenle las orejas! Meñique sacó con mucha faena el hacha encantada de su
gran saco de cuero. El hacha era más grande que Meñique.
Y Meñique le dijo: "¡Corta, hacha, corta!" Y el hacha cortó, tajó, astilló, derribó
las ramas, cercenó el tronco arrancó las raíces,
limpió la tierra en redondo, a derecha y a izquierda, y tanta
leña apiló del árbol en trizas, que el palacio
se calentó con el roble todo aquel invierno. Cuando ya no quedaba del árbol una sola hoja, Meñique
fue donde estaba el rey sentado junto a la princesa, y los saludó
con mucha cortesía. ¿Dígame el rey ahora dónde quiere que le
abra el pozo su criado? Meñique, sereno como una rosa, abrió su gran saco de
cuero, metió el mango en el pico, lo puso en el lugar que marcó
el rey, y le dijo: "¡Cava, pico, cava!" Y el pico empezó a cavar, y el granito a saltar en pedazos,
y en menos de un cuarto de hora quedó abierto un pozo de cien
pies. ¿Le parece a mi rey que este pozo es bastante hondo? Y el agua empezó a brotar por entre las flores con un suave
murmullo, refrescó el aire del patio, y cayó en cascadas
tan abundantes que al cuarto de hora ya el pozo estaba lleno, y fue
preciso abrir un canal que llevase afuera el agua sobrante. Y ahora dijo Meñique, poniendo en tierra una rodilla,
¿cree mi rey que he hecho todo lo que me pedía? Pero Meñique, en cuanto se fue el rey, salió a buscar
a sus hermanos, que parecían dos perros ratoneros, con las orejas
cortadas. Díganme, hermanos, si no hice bien en querer saberlo todo,
y ver de dónde venía el agua. Y Meñique se llevó a dormir a camas buenas a sus dos hermanos, a Pedro y a Pablo. IVEl rey no pudo dormir aquella noche. No era el agradecimiento lo que
le tenía despierto, sino el disgusto de casar a su hija con aquel
picolín que cabía en una bota de su padre. Como buen rey
que era, ya no quería cumplir lo que prometió; y le estaban
zumbando en los oídos las palabras del marqués Meñique:
"Señor rey, tu palabra es sagrada. La palabra de un hombre
es ley, rey". Mandó el rey a buscar a Pedro y a Pablo, porque ellos no más
le podían decir quiénes eran los padres de Meñique,
y si era Meñique persona de buen carácter y de modales
finos, como quieren los suegros que sean sus yernos, porque la vida
sin cortesía es más amarga que la cuasia y que la retama.
Pedro dijo de Meñique muchas cosas buenas, que pusieron al rey
de mal humor; pero Pablo dejó al rey muy contento, porque le
dijo que el marqués era un pedante aventurero, un trasto con
bigotes, una uña venenosa, un garbanzo lleno de ambición,
indigno de casarse con señora tan principal como la hija del
gran rey que le había hecho la honra de cortarle las orejas:
"Es tan vano ese macacuelo dijo Pablo que se cree capaz
de pelear con un gigante. Por aquí cerca hay uno que tiene muerta
de miedo a la gente del campo, porque se les lleva para sus festines
sus ovejas y sus vacas. Y Meñique no se cansa de decir que él
puede echarse al gigante de criado". Eso es lo que vamos a ver dijo el rey satisfecho. Y durmió
muy tranquilo lo que faltaba de la noche. Y dicen que sonreía
en sueños, como si estuviera pensando en algo agradable. En cuanto salió el sol, el rey hizo llamar a Meñique
delante de toda su corte. Y vino Meñique fresco como la mañana,
risueño como el cielo, galán como una flor. Yerno querido dijo el rey: un hombre de tu honradez
no puede casarse con mujer tan rica como la princesa, sin ponerle casa
grande, con criados que la sirvan como se debe servir en el palacio
real. En este bosque hay un gigante de veinte pies de alto, que se almuerza
un buey entero, y cuando tiene sed al mediodía se bebe un melonar.
Figúrate qué hermoso criado no hará ese gigante
con un sombrero de tres picos, una casaca galoneada con charreteras
de oro, y una alabarda de quince pies. Ése es el regalo que te
pide mi hija antes de decidirse a casarse contigo. No es cosa fácil respondió Meñique
pero trataré de regalarle el gigante, para que le sirva
de criado, con su alabarda de quince pies, y su sombrero de tres picos,
y su casaca galoneada con charreteras de oro. Se fue a la cocina; metió en el gran saco de cuero el hacha
encantada, un pan fresco, un pedazo de queso y un cuchillo; se echó
el saco a la espalda y salió andando por el bosque, mientras
Pedro lloraba y Pablo reía, pensando en que no volvería
nunca su hermano del bosque del gigante. En el bosque era tan alta la yerba que Meñique no alcanzaba
a ver y se puso a gritar a voz en cuello: "¡Eh, gigante,
gigante! Aquí está Meñique, que viene a llevarse
al gigante muerto o vivo". Y aquí estoy yo dijo el gigante, con un vocerrón
que hizo encogerse a los árboles de miedo, aquí
estoy yo, que vengo a tragarte de un bocado. Y el gigante volvía a todos lados la cabeza, sin saber quién
le hablaba, hasta que se le ocurrió bajar los ojos, y allá
abajo, pequeñito como un pitirre, vio a Meñique sentado
en un tronco, con el gran saco de cuero entre las rodillas. ¿Eres tú, grandísimo pícaro, el que
me ha quitado el sueño? dijo el gigante, comiéndoselo
con los ojos que parecían llamas. Meñique sacó su hacha y le dijo: "Corta, hacha,
corta!" Y el hacha cortó, tajó, astilló, derribó
ramas, cercenó troncos, arrancó raíces, limpió
la tierra en redondo, a derecha y a izquierda, y los árboles
caían sobre el gigante como cae el granizo sobre los vidrios
en el temporal. Para, para dijo asustado el gigante; ¿quién
eres tú, que puedes echarme abajo mi bosque? Y el gigante se quedó quieto, con las manos a los lados, mientras
Meñique abría su gran saco de cuero, y se puso a comer
su queso y su pan. ¿Qué es eso blanco que comes? preguntó
el gigante, que nunca había visto queso. Y el gigante, manso como un perro, echó a andar por delante,
hasta que llegó a una casa enorme, con una puerta donde cabía
un barco de tres palos, y un balcón como un teatro vacío. Oye le dijo Meñique al gigante: uno de los
dos tiene que ser amo del otro. Vamos a hacer un trato. Si yo no puedo
hacer lo que tu hagas, yo seré criado tuyo; si tú no puedes
hacer lo que haga yo, tú serás mi criado. Meñique levantó la cabeza y vio los dos cubos, que eran
como dos tanques, de diez pies de alto, y seis pies de un borde a otro.
Más fácil le era a Meñique ahogarse en aquellos
cubos que cargarlos. ¡Hola! dijo el gigante, abriendo la boca terrible:
a la primera ya estás vencido. Haz lo que yo hago, amigo, y cárgame
el agua. Meñique encendió el fuego, y en el caldero que colgaba
del techo fue echando el gigante un buey entero, cortado en pedazos,
y una carga de nabos, y cuatro cestos de zanahorias, y cincuenta coles.
Y de tiempo en tiempo espumaba el guiso con una sartén, y lo
probaba, y le echaba sal y tomillo, hasta que lo encontró bueno. A la mesa, que ya está la comida dijo el gigante:
y a ver si haces lo que hago yo, que me voy a comer todo este buey,
y te voy a comer a ti de postres. Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba
atrás, sólo que no echaba en la boca las coles, y las
zanahorias, y los nabos, y los pedazos de buey, sino en el gran saco
de cuero. ¡Uf! ¡Ya no puedo comer más! dijo el
gigante; tengo que sacarme un botón del chaleco. Y se abrió con el cuchillo de arriba abajo la chaqueta y el gran saco de cuero. Ahora te toca a ti dijo al gigante; haz lo que yo
hago. Besó el gigante la mano de Meñique en señal de respeto, se lo sentó en el hombro derecho, se echó al izquierdo un saco lleno de monedas de oro, y salió andando por el camino del palacio. VEn el palacio estaban de gran fiesta, sin acordarse de Meñique,
ni de que le debían el agua y la luz; cuando de repente oyeron
un gran ruido, que hizo bailar las paredes, como si una mano portentosa
sacudiese el mundo. Era el gigante, que no cabía por el portón,
y lo había echado abajo de un puntapié. Todos salieron
a las ventanas a averiguar la causa de aquel ruido, y vieron a Meñique
sentado con mucha tranquilidad en el hombro del gigante, que tocaba
con la cabeza el balcón donde estaba el mismo rey. Saltó
al balcón Meñique, hincó una rodilla delante de
la princesa, y le habló así: "Princesa y dueña
mía, tu deseabas un criado, y aquí están dos a
tus pies". Este galante discurso, que fue publicado al otro día en el diario
de la corte, dejó pasmado al rey, que no halló excusa
que dar para que no se casara Meñique con su hija. Hija le dijo en voz baja, sacrifícate por
la palabra de tu padre el rey. Meñique la saludó con gran reverencia. La corte entera
fue a ver la prueba a la sala del trono, donde encontraron al gigante
sentado en el suelo con la alabarda por delante y el sombrero en las
rodillas, porque no cabía en la sala de lo alto que era. Meñique
le hizo una seña, y él echó a andar acurrucado,
tocando el techo con la espalda y con la alabarda a rastras, hasta que
llegó adonde estaba Meñique, y se echó a sus pies,
orgulloso de que vieran que tenía a un hombre de tanto ingenio
por amo. Empezaremos con una bufonada dijo la princesa. Cuentan
que las mujeres dicen muchas mentiras. Vamos a ver quién de los
dos dice una mentira más grande. El primero que diga: "¡Eso
es demasiado!", pierde. ¡Eso es demasiado! dijo la princesa. ¡A
mi padre, el rey, nadie le ha tirado nunca de las orejas! VITodavía no dijo la princesa, poniéndose colorada.
Tengo que ponerte tres enigmas, a que me los adivines, y si adivinas
bien en seguida nos casamos. Dime primero: ¿qué es lo
que siempre está cayendo y nunca se rompe?. Meñique bajó la cabeza como el que duda, y se le veía
en la cara el miedo de perder. Amo dijo el gigante; si no adivinas el enigma, no
te calientes las entendederas. Hazme una seña y cargo con la
princesa. VIIEn el casamiento de la princesa con Meñique no hubo mucho de
particular, porque de los casamientos no se puede decir al principio,
sino luego, cuando empiezan las penas de la vida, y se ve si los casados
se ayudan y quieren bien, o si son egoístas y cobardes. Pero
el que cuenta el cuento tiene que decir que el gigante estaba tan alegre
con el matrimonio de su amo que les iba poniendo su sombrero de tres
picos a todos los árboles que encontraba, y cuando salió
el carruaje de los novios, que era de nácar puro, con cuatro
caballos mansos como palomas, se echó el carruaje a la cabeza,
con caballos y todo y salió corriendo y dando vivas, hasta que
los dejó a la puerta del palacio, como deja una madre a su niño
en la cuna. Esto se debe decir, porque no es cosa que se ve todos los
días. Por la noche hubo discursos, y poetas que les dijeron versos de bodas
a los novios, y lucecitas de color en el jardín, y fuegos artificiales
para los criados del rey, y muchas guirnaldas y ramos de flores. Todos
cantaban y hablaban, comían dulces, bebían refrescos olorosos,
bailaban con mucha elegancia y honestidad al compás de una música
de violines, con los violinistas vestidos de seda azul, y su ramito
de violeta en el ojal de la casaca. Pero en un rincón había
uno que no hablaba ni cantaba, y era Pablo, el envidioso, el paliducho,
el desorejado, que no podía ver a su hermano feliz, y se fue
al bosque para no oír ni ver, y en el bosque murió porque
los osos se lo comieron en la noche oscura. Meñique era tan chiquitín que los cortesanos no supieron
al principio si debían tratarlo con respeto o verlo como cosa
de risa; pero con su bondad y cortesía se ganó el cariño
de su mujer y de la corte entera, y cuando murió el rey entró
a mandar, y estuvo de rey cincuenta y dos años. Y dicen que mandó
tan bien que sus vasallos nunca quisieron más rey que Meñique,
que no tenía gusto sino cuando veía a su pueblo contento,
y no les quitaba a los pobres el dinero de su trabajo para dárselo,
como otros reyes, a sus amigos holgazanes, o a los matachines que los
defienden de los reyes vecinos. Cuentan de veras que no hubo rey tan
bueno como Meñique. Pero no hay que decir que Meñique era bueno. Bueno tenía que ser un hombre de ingenio tan grande; porqué el que es estúpido no es bueno, y el que es bueno no es estúpido. Tener talento es tener buen corazón; el que tiene buen corazón, ése es el que tiene talento. Todos los pícaros son tontos. Los buenos son los que ganan a larga. Y el que saque de este cuento otra lección mejor, vaya a contarlo en Roma. *Con el título "Poucinet. Conte finlandais", este cuento del francés Edouard René Lefebvre de Laboulaye (1811-1883) apareció en su libro Contes bleus (París, 1864). Como el conocido cuento de Perrault "Le Petit Poucet" había sido traducido al español "Pulgarcito", Martí decidió cambiar de dedo en su versión. |