Después de todo, yo salí bastante bien librado
de aquella huelga. A Bassols lo consideraron los estudiantes su mayor
enemigo, estado que apenas cambió cuatro años más
tarde, cuando, como secretario de Educación, se empeñó
en dotar a la Universidad de un patrimonio propio que la liberara de
los subsidios anuales del gobierno y se diera así una verdadera
autonomía. Con los años y su muerte, sin embargo, se convirtió
en poco menos que un héroe universitario, en parte por creérsele
iniciador de los estudios económicos, pero sobre todo por su
radicalismo y su rectitud personal y literaria. Castro Leal tuvo menos
suerte. Aparte de que sus antecedentes universitarios habían
sido leves, ya que pronto cambió su carrera de abogado por la
diplomática, tuvieron que pasar cinco años para reincorporarse,
no propiamente a la vida universitaria, sino a la cultural general del
país. Debe recordarse que Alberto J. Pani, siguiendo su inclinación
aristocratizante, se encaprichó en que se concluyera lo que llamó
Palacio de Bellas Artes, un edificio cuyas obras se encontraban suspendidas
desde 1910, pues los arquitectos italianos contratados para hacerlo
no lo dejaron listo, y no pudo, en consecuencia, inaugurarse durante
las fiestas del Centenario de la Independencia. Bassols, ministro de
Educación entonces, vio con malos ojos aquel derroche de dinero,
por añadidura aplicado a revivir un recuerdo porfiriano, pero
sin poder bastante para oponerse a los designios de Pani, se conformó
con el nombramiento de director de lo que iba a ser el Instituto Nacional
de Bellas Artes, si bien escogiendo un candidato que aprobara Pani.
Entonces, Bassols, en un gesto que lo honra, se acordó de aquel
rector que no lo había apoyado muy bizarramente durante la huelga.
Tuvieron que pasar bastantes años más para que ese ex
rector ingresara a la vida universitaria, y eso en la modesta posición
de director de los cursos de verano, convertidos ya en estrafalario
redondel lingüístico-folklórico. Yo no interrumpí
más de una semana mis nexos con la Escuela de Derecho, no sólo
atendiendo mis clases, sino continuando mis gestiones para crear en
ella la enseñanza de la Economía, buen lugar porque entonces
esa escuela se llamaba de Derecho y Ciencias Sociales.
Aquella prédica de que en México hacían falta economistas,
a la que ya hice mención, tuvo efectos en mí, pues determinó
pasarme cuatro años en el extranjero preparándome para
esta nueva profesión. Pero ninguno tuvo en Antonio Espinosa de
los Monteros. Hijo, según creo, de un boticario de Sinaloa, fue
despachado por su padre a hacer su bachillerato en un colegio norteamericano,
donde logró buenos estudios, pues fue agraciado con la famosa
insignia Phi Beta Kappa. Y de su propia iniciativa se fue a Harvard
a hacer una maestría en Economía. Allí lo conocí
e hice amistad con él, tanto, que en el segundo semestre compartimos
una habitación en la casa de estudiantes del 14 Garden Street,
a dos cuadras escasas del Yard de Harvard. Miguel Palacios Macedo sí
se había asomado a los problemas económicos nacionales
en la Secretaría de Hacienda, donde trabajó al lado de
Manuel Gómez Morín. Metido en la sublevación delahuertista,
Miguel se exilió en París, y allí ocupó
unos buenos cinco años en estudiar economía. Manuel Gómez
Morín, según he dicho ya, fue en rigor el primer mexicano
que despertó a esa necesidad, tanto así, que al redactar
la ley que creó en 1925 el Banco de México, previó
en ella la creación de una escuela de economía, cuya dirección
se reservó Manuel como presidente del Consejo de Administración
del Banco. Y también Eduardo Villaseñor, por gusto propio,
aprovechó su estancia en Londres, como nuestro agregado comercial
allí, para llevar varios cursos en la famosa London School of
Economics and Political Science. No deja de ser curioso, entonces, que
estos esfuerzos aislados, emprendidos sin entendimiento alguno, condujeran
en 1929 a la gestión concertada para formalizar la enseñanza
de la economía. La explicación es bien sencilla, sin embargo.
Primero, el hecho enteramente casual de que todos, salvo Manuel, que
permaneció en México, regresáramos al país
casi al mismo tiempo después de concluir en el extranjero nuestros
estudios de economía; pero más que nada, el hecho decisivo
de que nos habíamos hecho de una nueva profesión y carecíamos
de lugar o sitio donde ejercerla, donde darnos a conocer. Por eso, usando
de mi amistad y de mi posición superior de secretario general
de la Universidad, le sugerí a Bassols, director de la Escuela
de Derecho, la necesidad de crear en ella una pequeña sección
de estudios económicos.
Sus amigos, o, más bien, sus adoradores, han difundido la idea
de que de Bassols partió esa iniciativa. Tanto a Manuel Meza
como a Víctor Manuel Villaseñor les he replicado que Bassols
era un jurista, y que por esa razón su tiempo y su preocupación
estaban dirigidos a renovar de un modo completo la enseñanza
del derecho aprovechando su posición de director; que por eso,
Bassols, lejos de ser el autor de la idea, la recibió con reservas,
pues no sin razón creyó que con ella se le complicaba
semejante renovación; que nosotros, a la inversa, sentíamos
en carne propia la urgente necesidad de tener un lugar donde desplegar
esta nueva actividad profesional, para la cual nos habíamos preparado
durante los cuatro o cinco años anteriores; que Bassols no dio
muestra alguna de interesarse en estos estudios durante los treinta
años de su vida que siguieron a esta gestión. En fin,
les he dicho que para el buen nombre y fama de Bassols no le hace falta
este cuento que le cuelgan sus amigos, cuento creído, desde luego,
por muchas personas, como que se ha dado su nombre al aula mayor de
la Escuela de Economía de la Universidad Nacional.
Por lo demás, no fue muy gloriosa que digamos esta empresa, lo
mismo en sus comienzos que después. Desde luego, no se contaba
con suficientes profesores, pues del grupo mencionado antes, se descartó
en seguida a Manuel Gómez Morín, que no se avino a dar
clases, y a Eduardo Villaseñor, que regresó a México
un poco después. Esto quería decir que quedábamos
tres: Miguel Palacios Macedo, Antonio Espinosa de los Monteros y yo.
Después, temimos que de ofrecer una enseñanza exclusivamente
de economía, sobre todo de teoría económica, no
acudieran estudiantes, de modo que ideamos un plan de estudios bastante
impuro, si bien buscando en cada caso razones con las que queríamos,
en realidad, engañarnos, pero que podían atraer al estudiante.
Plantamos en el primer año, por ejemplo, un curso de introducción
al derecho con la esperanza de desviar a algunos de los estudiantes
que sin mayor reflexión cruzaban la calle de San Ildefonso para
ir de la Preparatoria a la Escuela de Derecho. Y la justificación
que nos dimos es que en todo caso no le dañaría a un economista
saber algo de derecho, disciplina ésta que por tradición
había estado ligada a la nueva. Ofrecimos dos cursos de contabilidad
consolándonos con la reflexión de que el economista podía
ser llamado a diagnosticar el estado de una empresa, y que para ello
necesitaba utilizar sus libros de contabilidad como el médico
usa los rayos equis o el estetoscopio; pero en realidad para tentar
al estudiante de la escuela de comercio a que se asomara a nuestra sección
económica. Con más justificación ofrecimos un curso
de historia económica de la Europa occidental, pues, en efecto,
de ella podía derivar el teórico de la economía
muchas enseñanzas útiles; pero, de nuevo, con el designio
de tentar al estudiante de humanidades. Esto sin contar con la consecuencia
inevitable de que si creábamos un curso de historia económica
"occidental", llamémosla así, resultaba indispensable
crear otro de historia económica de México, hecho que,
a su vez, traía la consecuencia de tener que acudir a los economistas
"locales", ninguno de los cuales tenía estudiada la
materia. En nuestro fuero interno, por supuesto, estábamos convencidos
de que con una buena preparación teórica, un economista
podía habérselas el día de mañana con los
problemas de la agricultura, de los transportes o de la industria; pero
con nuestro deseo de tentar a todo el mundo, se ofrecieron en el plan
primitivo cursos de economía agrícola, economía
de los transportes, etcétera. Y de nuevo tenía que llamarse
a los economistas "locales", que manejaban estos cursos, ahora
sí, según su "leal entender": el encargado de
la economía agrícola, por ejemplo, se iba derecho a exponer
la cuestión agraria en México, y no, por supuesto, examinándola
económicamente, sino en sus aspectos políticos.
Pero todas esas "impurezas" nos parecían poca cosa,
de modo que resolvimos abrir las puertas, no sólo, desde luego,
a los bachilleres graduados en la Universidad, sino al normalista y
aun a aquellas personas cuya experiencia en el mundo de los negocios
o de la administración las acreditara como posibles buenos estudiantes.
Y guiados por ese mismo temor hicimos una gestión que por fortuna
tuvo un éxito inmediato, pero... innecesario, según lo
demostraría el tiempo. Fuimos a ver al presidente Portes Gil
para pedirle que se reservaran las plazas (que señalamos con
una cruz roja) del presupuesto de egresos de la Federación a
los estudiantes y graduados de nuestra sección de estudios económicos,
cosa que ordenó en seguida. Dije innecesario porque el tiempo
demostró que el apetito del país por los economistas llevó
poco tiempo después a instituciones como el Banco de México
a establecer una escala de sueldos ascendentes para estudiantes de economía,
que comenzaba con los del primer año, es decir, con aquellos
que, por definición, aún no sabían economía.
Tuvimos una afluencia de estudiantes inesperada, de modo que, desde
ese punto de vista, nos sentimos no tanto satisfechos como seguros de
que de verdad había en México una auténtica, comprobada
demanda de economistas. Esta seguridad nos condujo a dar un vuelco de
ciento ochenta grados por lo menos, cuando dos años más
tarde los cursos se trasladaron al edificio de la Escuela de Altos Estudios.
El plan de estudios se transformó radicalmente, dándosele
a la teoría económica un predominio abrumador. Miguel
Palacios Macedo fue el principal promotor del cambio, y yo tuve la debilidad
de aceptarlo con unos cuantos retoques, a pesar de presentir que aquello
no lo resistirían ni los profesores ni los estudiantes. Yo mismo
estaba en ese caso, pues en el reparto de los nuevos cursos me tocó,
"por no haber otro", uno de dos años sobre teoría
de los precios. El tema estaba entonces muy de moda por las contribuciones
de economistas alemanes y austriacos como Werner Sombart, Ludwig von
Mises, Frederich A. Hayek, etc. Pero no sólo ellos, sino muchos
otros, ingleses y norteamericanos, que armaron una controversia difícil
o imposible de desenredar y que se extendió a los temas de la
inversión, la banca central, el comercio exterior y la nueva
teoría de los ciclos económicos. Y Miguel Palacios Macedo
se encargó de otro, también de dos años, de historia
de las doctrinas económicas, que partía de los clásicos
griegos para llegar a nuestros días. Miguel no se conformó
con eso, sino que se presentaba a sus clases acarreando una docena de
libros que ponía en su mesa para leer pasajes que quería
presentar literalmente a sus estudiantes, y para contestar las preguntas
de éstos, ya que hizo una costumbre provocar al final de su exposición
una disputa con los estudiantes que en más de una vez subió
a comentarios encendidos y a puñetazos sobre los pupitres. Quizás
a la larga el nuevo plan hubiera dado buenos resultados, entre otras
cosas porque habría eliminado a los estudiantes simplemente curiosos
o incapaces de someterse a una disciplina de lecturas y de reflexión;
pero por lo pronto produjo un desconcierto general, que desembocó
en un éxodo de estudiantes de los mejores profesores a aquellos
otros que por lo menos eran inmediatamente comprensibles. Lo cierto
es que cuando Manuel Gómez Morín llegó a la rectoría
de la Universidad y me pidió que asumiera la dirección
formal de aquellos estudios acabé por redactarle un memorándum
donde expresaba cierto pesimismo sobre el porvenir de tanto afán
y tanta esperanza.
Dos obstáculos adicionales, y graves, encontramos en nuestras
enseñanzas. El primero, que un buen número de estudiantes
trabajaba y, por lo tanto, no podía consagrar a sus estudios
sino un tiempo y un esfuerzo marginales. El segundo, que no conocían
ningún idioma extranjero, sobre todo el inglés, idioma
éste en que estaba escrito no menos del ochenta por ciento
de la literatura económica. Desde el primer día de clase
tuve yo el cuidado de pasarle a mis estudiantes una tarjeta en que
debían escribir su nombre, los estudios que tenían hechos
hasta entonces; si trabajaban, en qué y de qué horas
a qué horas; en fin, los idiomas extranjeros que podían
leer. En el primer año fue sorprendente el número limitado
de los que trabajaban; pero de un año al otro aumentó
la proporción al grado de que en el tercer año el estudiante
de "tiempo completo" era una marcada excepción. Al
contrario, en todo tiempo el número de estudiantes capaces
de leer libros extranjeros era prácticamente nulo, y cuando
había uno, señalaba el italiano, es decir, una lengua
inútil para estudiar economía. Poco o nada podíamos
hacer para que los estudiantes dedicaran las horas del día
a estudiar, como que en buena medida, si bien no en toda, se debía
a necesidades económicas que no podíamos satisfacer,
digamos con becas, pues no se ofrecía una sola. En cambio,
a largo plazo, podíamos remediar siquiera parcialmente la ignorancia
de las lenguas extranjeras. Esto, claro, traduciendo al español
los libros de economía más importantes. Hablamos del
asunto Miguel Palacios Macedo, Eduardo Víllaseñor y
yo con Manuel Gómez Morín, quien acogió la idea
con verdadero interés. Llamamos entonces al conciliábulo
a Emigdio Martínez Adame, tanto porque tenía ya su grado
de licenciado en derecho como porque lo habían elegido los
estudiantes de economía presidente de la Sociedad de Alumnos.
A él le pareció tan bien, que anticipó que sus
condiscípulos estarían dispuestos a dar cuotas que formaran
el capital inicial de una sociedad cooperativa. A mí me alarmó
un tanto esa idea por considerar insuficiente el capital que de verdad
se reuniera, y porque los estudiantes, que por definición no
sabían ni economía ni lenguas extranjeras, fueran a
gobernar una empresa dedicada a seleccionar y traducir libros extranjeros.
Entonces se me ocurrió que quizás pudiera interesarse
a una de las varias editoriales españolas, únicas que
entonces existían, e interesarla, claro, mercantilmente. Nosotros
nos limitaríamos a proporcionar un plan de publicaciones, digamos
para los primeros cinco años. Nos ofreceríamos de traductores
si para ello éramos requeridos. Pero nada más, o sea
que a ellas quedarían la impresión, la distribución,
la venta y las utilidades. De esas casas españolas la más
importante y activa era Espasa-Calpe, y por eso me decidí a
hablar del asunto con el gerente de la sucursal en México.
Era Paco Rubio, un andaluz pequeñín, simpático
y locuaz y un comerciante descarnado. Me dijo, por supuesto, que él
no tenía facultad alguna que le permitiera siquiera anticipar
una opinión; pero se acomidió a enviar a sus jefes en
Madrid el plan de publicaciones que habíamos redactado. Pasó
un mes, dos y tres, y Paco no recibía respuesta. Resolví
entonces escribirle a Genaro Estrada, a quien Calles había
separado de la Secretaría de Relaciones por haberse negado
durante algún tiempo a recibir al embajador norteamericano,
y que por eso fue a dar a Madrid de embajador.
La República se había instalado ya en España,
como que ésa fue la razón por la cual Genaro aceptó
de buen grado su descenso, pues parecía que por la primera
vez en su historia España iba a ser gobernada por intelectuales,
y no por zafios como el monarca recientemente depuesto. En México
había circulado desde hacía tiempo la historia de que
el duque de Alba, empeñado en acercar a Alfonso XIII a los
intelectuales, organizó una gran recepción para presentarle
a Ortega y Gasset, y que cuando lo hizo, anunciándolo como
un brillante filósofo, el rey le hizo a Ortega este simple
comentario: "¿Con que usted se dedica también,
como yo, al camelo?" A México vino de primer embajador
republicano Julio Álvarez del Vayo, un simple periodista, pero
inteligente, culto y activo. Y uno de sus primeros esfuerzos lo encaminó
a fomentar el intercambio intelectual, sobre todo de mexicanos que
fueran a España, pues de tiempo atrás los gachupines
ricos habían costeado apariciones periódicas en México
de profesores e intelectuales españoles. Bien pronto me invitó
Álvarez del Vayo a dar un curso sobre nuestra cuestión
agraria en la Universidad Central de Madrid. La verdad era que el
promotor real de estos planes era don Fernando de los Ríos,
quien como ministro de Educación se propuso desviar la atención
de los estudiantes españoles hacia otras enseñanzas
que no fueran el derecho. Él mismo decía en apoyo de
su tesis que para considerarlo ciudadano español, la vieja
constitución monárquica exigía haber nacido en
España, profesar la religión católica y ser abogado.
Por eso don Fernando había invitado ya a dar un curso de economía
a Werner Sombart, entonces en el apogeo de su fama. Acepté
sin vacilar, y en poquísimo tiempo abordé en Veracruz
el viejo barco Alfonso XII, en el que hice uno de los viajes
más pintorescos de toda mi vida. Descubrí lo que todo
el mundo parecía saber: que en esos barcos la clientela habitual
la componía algún intelectual (en este caso don Enrique
Díez-Canedo), numerosos toreros, pelotarios y monjas.
Mi curso resultó un fracaso por dos razones. La primera, que
los republicanos españoles eran mucho más académicos
que revolucionarios, pues a despecho de predicar la necesidad de repartir
entre los campesinos los latifundios, pospusieron toda acción
hasta no poder fundar con documentos la legitimidad y los límites
de esos latifundios, y para ello pusieron a trabajar a tres o cuatro
especialistas en los archivos, sobre todo los de Alcalá. Pronto
me puse en contacto con Marcelino Domingo, secretario de Agricultura,
y encargado de poner en marcha la reforma agraria. Cordial, amabilísimo,
me invitó a visitarlo en su ministerio y hablar largamente
de sus planes; pero el día señalado para la audiencia
me presenté a las once y media de la mañana, don Marcelino
no había llegado aún, y no sólo él, sino
ninguno de los empleados, salvo los mozos que estaban concluyendo
el aseo. Entonces, resultó inevitable que no concurrieran a
mi curso políticos, agrónomos o jóvenes estudiantes
deseosos de enterarse cómo había lidiado México
con ese problema durante quince años. Fueron estudiantes de
derecho interesados en los aspectos jurídicos de la tenencia
de la tierra, o historiadores deseosos de ver en qué medida
nuestra Revolución había resucitado los conceptos y
las instituciones prehispánicas destruidos por el Conquistador.
La otra razón fue que el buen señor encargado de los
horarios puso mi curso en los mismos días y a iguales horas
que el de Ortega y Gasset. Aparte de su bien ganada fama como catedrático
y como escritor, Ortega avaló inicialmente a la República,
de modo que presentó su candidatura a miembro de las Cortes,
ganando una curul sin oposición alguna. No había entonces
una sola de las millares y millares de chicas que concurrían
a la Facultad de Filosofía y Letras que no estuviera literalmente
enamorada de Ortega, que no soñara con él, que no lo
siguiera por la Universidad, las Cortes o la Revista de Occidente.
Ortega y Gasset, por su parte, a más de ser sin duda un expositor
brillantísimo, era un gran actor, y un actor que no dejaba
al azar el desempeño de sus papeles. Corría por la Universidad
Central el cuento, que todo el mundo daba por cierto, de que Ortega
se pasaba las dos horas que precedían a sus conferencias repasando
sus notas, memorizando los pasajes con que debía conmover al
auditorio, y todos estos preparativos delante de un enorme espejo,
en que estudiaba todos y cada uno de sus gestos y ademanes. Era, así,
natural que en esta involuntaria rivalidad el pobre y oscuro profesor
mexicano, llovido, como quien dice, del cielo, tuviera una acogida
muy limitada.
Esto no me impidió, por supuesto, conocer y tratar a muchos
intelectuales españoles, tarea que inició don Enrique
Díez-Canedo, con quien había hecho yo el viaje de Veracruz
a Santander. Pero mi preocupación principal era ver a Genaro
Estrada y averiguar qué había pasado con nuestro plan
de publicaciones económicas. Me dijo que al recibo de mi carta,
se puso en movimiento acudiendo a don Fernando de los Ríos,
por ser amigo suyo, por constarle que don Fernando estaba haciendo
un esfuerzo serio por propagar en las universidades todas el estudio
de las ciencias sociales, y muy particularmente porque a don Fernando
le había encomendado la sección de esas disciplinas
el Consejo de Administración de Espasa-Calpe. Don Fernando
acogió con verdadero calor la idea, al grado de provocar una
reunión extraordinaria de ese Consejo. Hizo delante de él
una exposición larga, que apoyó, además, en la
opinión de algunos economistas españoles a quienes don
Fernando había consultado, y cuando creía haber convencido
al Consejo, Ortega y Gasset pidió la palabra para oponerse,
alegando como única razón que el día en que los
latinoamericanos tuvieran que ver algo en la actividad editorial de
España, la cultura de España y la de todos los países
de habla española "se volvería una cena de negros".
La idea fue desechada, pues Ortega era el consejero mayor de Espasa.
Cuando Genaro acabó su relato, conservé el bastante
buen humor para comentar que hasta en eso se había equivocado
Ortega, pues debía haber dicho cena de indios y no de negros.
El buen humor aquel debió haber sido muy liviano, pues dos
días después volqué toda mi amargura con Alberto
Jiménez Fraud, con quien hablé no sólo porque
con alguien necesitaba yo desahogarme, sino porque, como director
de la Residencia de Estudiantes, conocía como pocos el medio
intelectual madrileño, y porque él mismo había
comenzado a editar una serie preciosa de libritos bajo el rubro de
Colección Granada. Alberto consideró inútil replantear
el asunto en Espasa-Calpe, porque la opinión de Ortega prevalecería
por largo tiempo. Entonces se me ocurrió sugerir a Aguilar,
apoyándome en que poco tiempo antes había editado El
Capital de Marx, cuyo primer tiro se agotó pronto, a pesar
de que se dudaba de que Manuel Pedroso lo hubiera traducido de verdad,
y a pesar también de haberse publicado en un solo tomo, que
resultó descomunal y pesado. Alberto organizó entonces
un almuerzo en su casa, al que fuimos invitados de honor Aguilar y
yo. Incidentalmente debo decir que aun en esto se distinguía
Jiménez, pues era entonces el único español civilizado
que invitaba a su casa, pues los otros, sin excepción, lo llevaban
a uno al restaurante, y sin señoras. Hablé largamente
con Aguilar, y con una copia del plan de publicaciones al frente,
le expliqué sección por sección y título
por título. Me dijo que el plan era de gran envergadura y que
por eso no podía anticipar una opinión. Se llevaría
el plan, lo estudiaría y tan pronto como le fuera posible me
daría a conocer su respuesta. No pasó mucho tiempo sin
que lo hiciera a través de Alberto Jiménez, y fue rotundamente
negativa. Pero conservó la copia del plan, y a los pocos años
comenzó a publicar más de uno de sus títulos.
Regresé bien alicaído a México, en parte porque
no pude quedarme en España más tiempo, pues el país
y su gente fueron una gratísima revelación, y en otra
parte por el poco éxito de mi curso y de mis gestiones editoriales.
Pero mi alivio fue instantáneo, pues al relatar a mis amigos
mi fracaso, de todos ellos brotó la resolución de que
si los españoles se negaban a embarcarse en la empresa, nosotros
lo haríamos. ¿En qué forma? ¿Con qué
recursos? ¡Ya veríamos!, dijimos sin vacilar. Lo primero
que definimos fue que la empresa no podía ser lucrativa, puesto
que nuestro empeño era educativo. Los libros, por supuesto,
tenían que producirse comercialmente, es decir, al más
bajo costo posible, y debían venderse también comercialmente,
o sea a un precio que permitiera recuperar los costos de producción
y distribución, más una utilidad razonable. Pero ésta
no iría a parar al bolsillo de nadie, sino que se invertiría
íntegramente en aumentar constantemente el capital. Entonces,
¿qué forma jurídica podía tener? Leí
desde luego la Ley de Beneficencia Pública y me di cuenta de
que el hecho de vender, independientemente de a dónde fuera
el producto de las ventas, era incompatible con ella, así como
la noción "sociedad civil", que contemplaba el código
respectivo. En ésas andábamos cuando nos enteramos de
que en la Secretaría de Hacienda se venía estudiando
la conveniencia de importar a nuestra legislación una institución
puramente sajona, la del trust; o fideicomiso, como acabó
por llamarse en México. Yo sabía que en los Estados
Unidos era corriente organizar así empresas educativas, digamos
las grandes "fundaciones", pues permitía el empleo
de métodos comerciales para administrar los fondos puestos
al servicio de fines desinteresados. Nos movimos cuanto pudimos, y
Hacienda le dio pronto un estado legal al fideicomiso, si bien limitando
su concesión a dos únicos bancos, el de Londres y México
y el Nacional Hipotecario y de Obras Públicas, recientemente
creado y al frente del cual estaba nuestro viejo amigo Gonzalo Robles.
Entonces, yo mismo cometí una serie de disparates traduciendo
mal del inglés el nombre mismo de nuestra empresa, que se llamó
Fondo de Cultura Económica, porque en inglés se hubiera
llamado correctamente Trust Fund for Economic Learning, y traduje
governing board como "Junta de Gobierno", expresión
ésta que ha sido copiada después por muchas instituciones,
entre ellas nada menos que la Universidad Nacional. El Fondo de Cultura
Económica, pues, quedó organizado como un fideicomiso:
los fideicomitentes serían las personas físicas o morales
que aportaran recursos económicos al Fondo; el fideicomisario
era el Banco Nacional Hipotecario y de Obras Públicas, que
manejaría los dineros; y una Junta de Gobierno se encargaría
del aspecto técnico, es decir, de la producción, distribución
y venta de los libros. Esa Junta quedó constituida por Gonzalo
Robles, Manuel Gómez Morín, Eduardo Villaseñor,
Emigdio Martínez Adame, Adolfo Prieto y yo. Todos éramos
economistas, excepto don Adolfo, que, aparte de no ser inculto, tenía
fama de caritativo. En consecuencia, podía conseguir dinero
de los empresarios privados, que lo conocían y respetaban.
Pero, como después me ha ocurrido en otras empresas culturales,
digamos El Colegio de México, don Adolfo, o no hizo ningún
esfuerzo para conseguirnos dinero, o lo hizo y fracasó. Sintiendo
que no nos prestaba ningún servicio, renunció. Lo sustituimos,
para reforzar la representación estudiantil, con Enrique Sarro,
quien, junto con Martínez Adame, destacaba entre los estudiantes.
El segundo en desertar fue Manuel Gómez Morín, cosa
que sentimos mucho, porque era amigo admirado nuestro, y porque le
reconocíamos el papel de precursor de los estudios económicos.
Pero Manuel siempre tuvo esas altas y bajas de entusiasmo, como que
antes de ésta tuve una experiencia semejante. Un año
antes de crearse el Fondo, Eduardo Villaseñor y yo convencimos
al librero y editor Alberto Misrachi de sufragar los gastos iniciales
de una revista económica que, copiando a la Economic Quarterly,
bautizamos El Trimestre Económico. Al primero que le
pedí una colaboración fue a Manuel, quien me la prometió
muy formalmente, y a pesar de los dos meses de plazo que le di, no
me la entregó. Para castigarlo, en el primer número
de El Trimestre, que salió en enero de 1934, apareció
con su nombre el artículo "La organización económica
de la Sociedad de Naciones", que yo escribí. Le llevé
un ejemplar de la revista y le dije que una de dos, o se aguantaba,
o yo hacía en el próximo número una historia
de su incumplimiento. En todo caso, sustituimos a Manuel en la Junta
de Gobierno con Jesús Silva Herzog, quien desde hacía
algún tiempo venía predicando con muy buena voluntad
las excelencias de la reforma agraria mexicana. Cuando Eduardo Suárez
fue nombrado secretario de Hacienda, lo hicimos miembro de la Junta
de Gobierno. Suárez había comenzado su actividad como
profesor de derecho del trabajo, cargo al que lo llevó Manuel
Gómez Morín cuando fue director de la Escuela; al ser
nombrado abogado en la Comisión Mixta de Reclamaciones México-Estados
Unidos, se dedicó al derecho internacional; pero al entrar
en Hacienda, lector voraz e inteligente, se puso al tanto de las cuestiones
económicas y se interesó realmente por el Fondo. Pero
tuvimos otro interés más interesado en atraer a Suárez:
que nos diera dinero del Tesoro público, o que, valiéndose
de su posición oficial, se lo sacara a los empresarios privados.
La Junta así constituida duró dieciséis años,
sin más retoque que la salida en 1947 de Enrique Sarro, y el
ingreso de Ramón Beteta, a quien llamamos por razones semejantes
a la entrada de Suárez.
La verdad de las cosas es que nos sentíamos satisfechísimos
de esta primera etapa de nuestra hazaña: habíamos dado
con la forma jurídica justa; no tendríamos nada que
ver con el manejo de los dineros, confiados a toda una institución
bancaria; nosotros quedábamos encargados sin restricción
ninguna de los aspectos técnicos de la empresa; en fin, le
aseguramos una completa independencia, pues claramente establecimos
que los fideicomisos se harían incondicional e irrevocablemente,
es decir, que ni el gobierno ni los particulares podían decirnos
doy dinero si ustedes hacen tal o cual cosa, ni tampoco que pudieran
retirar sus aportaciones si desaprobaban lo que estábamos haciendo.
Todo esto nos parecía no sólo bien, sino excelente;
pero ¿dónde se encontraba el dinero con que podíamos
iniciar siquiera la actividad editorial? Emigdio Martínez Adame,
en ese momento director de Egresos, consiguió del ministro
de Hacienda, Marte R. Gómez, cinco mil pesos, y Eduardo Villaseñor,
que ya tenía algunos contactos con lo que hoy se llama el "sector
privado", obtuvo mil del Banco Nacional de México, una
brillante victoria, pues ese banco y sus directores, como los otros
bancos y sus respectivos dirigentes, han sido siempre tacaños,
y más, por supuesto, tratándose de una empresa intelectual
y no propiamente caritativa. Esta suma de dinero no era entonces despreciable,
pero sí del todo limitada. De allí que, a más
de proseguir arrancando nuevos dineros a todo aquel que se descuidara,
discurrimos dedicarnos a la venta de libros extranjeros de economía.
En aquella época, los dos libreros establecidos, la American
Book Store y la Central de Publicaciones, traían poquísimos
libros ingleses o norteamericanos de economía; pero en todo
caso acostumbraban recargar el precio marcado por el editor, con un
veinte o veinticinco por ciento. Nosotros los vendimos traduciendo
el precio en libras o dólares al peso mexicano según
el tipo de cambio del día, y nos las averiguamos para reducir
nuestros gastos generales al mínimo, de modo que del descuento
del treinta por ciento que nos daba el editor extranjero, nos quedara
libre, como utilidad, el veinte. La idea tuvo tal éxito, que
comenzaron a desaparecer de nuestros estantes un libro y otro, sin
que jamás lográramos pescar a ese economista tan bueno,
que economizaba el costo de los libros con que cultivaba esta nueva
especialidad. El hecho es que en enero de 1935 apareció nuestro
primer libro, El dólar plata (¡traducido por un
poeta!), y que de allí seguimos hasta hacer del Fondo una editorial
de enorme prestigio, que prestó un servicio señalado
a la educación y la cultura de México y de todos los
países de habla hispana. Valdría la pena hacer su historia,
pues el libro que la recogiese resultaría sumamente aleccionador.
Y creo que nadie podría escribirla mejor que yo, pues aparte
de los trabajos preparatorios a su nacimiento, fui su director durante
los primeros dieciséis años de su vida, es decir, durante
su largo periodo de formación, al que siguió el de la
deformación. Pero aquí se trata de hacer mi propia historia
y no las historias ajenas.
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