Siendo Rodrigo Calder�n ayuda de c�mara del rey Felipe III, cas� con una dama principal de C�ceres: Do�a In�s de Vargas, se�ora de la Oliva. El duque de Lerma continuaba prest�ndole su valimento; el rey le iba otorgando mercedes y favores. Primero le dio el h�bito de Santiago y la encomienda de Oca�a; luego le hizo conde de la Oliva; m�s tarde fue nombrado capit�n de la Guarda Alemana; por �ltimo sucedi� al conde de Villalonga en la Secretar�a del Estado, y tuvo tambi�n el manejo de todos los papeles, as� de Gracia como de Justicia; estaban estos negocios diseminados antes en las manos de varios; don Rodrigo los reuni� todos en s�, y fue ministro universal.
Era don Rodrigo de condici�n bondadosa y afable; no gustaba, sin embargo, de que se tomasen familiaridades y confianzas con �l. Sab�a ser se�or. No franqueaba a todos sus puertas; dificultaba las audiencias. Pero cuando las conced�a hablaba con todos, estaba deferente y se enteraba con minuciosidad de lo que cada uno pretend�a. Su memoria era mucha; sab�a los nombres de todos los que le visitaban; no olvidaba los m�s ligeros detalles de sus personas. No era muy amigo de visitar; a los grandes y se�ores de la Corte les trataba con un alto y acre desd�n; dice un historiador que los ten�a "lastimados por el poco caso que de ellos hac�a". Con los humildes era, en cambio, generoso. Hac�a muchas limosnas; se enteraba secretamente de las desgracias y las socorr�a con la misma discreci�n.
Sab�a tambi�n tener estos rasgos que deben tener los pol�ticos y los hombres del mundo; rasgos que corren de boca en boca, agrandados, hechos leyenda, y que luego pasan a la historia.
Una noche hab�a salido de su casa para ir a la de una muchacha por quien estaba perdid�simo y a quien hac�a un a�o que cortejaba en vano. Se ech� sobre s� para ablandar a la mocita un bolsillo con trescientos doblones. Estando ya cerca de la casa, le sali� al paso un hombre anciano y le dijo: "Se�or, suplico a vuestra se�or�a que me oiga un momento". Par�se don Rodrigo y contest�: " Diga lo que manda". El anciano continu� diciendo: " Yo, se�or, soy hombre de bien, hijodalgo, y con tan grande necesidad, que una hija que tengo de diecinueve a�os y yo no nos hemos desayunando desde anoche por no tener, ni sabemos lo que de ha de ser de nosotros; de suerte, se�or, que por no morirnos de hambre estoy resuelto a dar permiso a mi hija, que es una doncella, para que sea mala y que con su cuerpo gane de comer. Y as� vuestra se�or�a, por las entra�as de Jes�s y por la sangre que derram�, no d� lugar a cosa semejante y me socorra con una limosna". Todo esto lo dijo el anciano medio llorando; don Rodrigo se enterneci�, le entreg� el bolsillo que llevaba, y le contest�: "Amigo m�o, no permita Nuestro Se�or que tal ofensa haga. Tome ese bolsillo en que van trescientos doblones, y pues me ha conocido y sabe bien mi casa, acuda a buscarme, que no le faltar� en nada mientras viviere. Qu�tesele esa mala imaginaci�n, y tenga cuidado de encomendarse a Dios".
Desisti� don Rodrigo del prop�sito con que hab�a salido a la calle: vio en esto un secreto aviso con que el cielo le preven�a de algun lance, atentado o desgracia, y se torn� a su casa.