Probablemente la cultura medieval se mantuvo más cerca del mundo antiguo en su actitud hacia el lenguaje que su actitud hacia el espacio, tiempo o historia. En filosofía, la vieja disputa sobre la relación de las cosas con los nombres se convirtió en la bien conocida controversia realista-nominalista todavía relacionada con las autoridades de la Antigüedad. En general, la cultura siguió viendo al lenguaje como una colección de nombres, en tanto que la resonancia y los poderes sobrenaturales de los nombres impresionaron a la mente medieval tal como había impresionado a la mente antigua. La misa, una letenía de palabras tales como pan y cuerpo, vino y sangre, fue un recordatorio diario de la magia del lenguaje hablado, magia tan real para los teólogos medievales como lo había sido para Esquilo. Después de todo, según los teólogos, la palabra apropiada podía poner a los hombres en comunicación física con dios; otra palabra podía significar la salvación eterna.
Una razón de que la Edad Media no se haya emancipado de las añejas nociones del lenguaje fue fundamentalmente igual a la antigua. Con su tecnología mecánica ruedas hidráulicas, molinos de viento y relojes la Edad Media había sobrepasado o cuando menos se había separado del mundo antiguo, aún cuando los libros todavía se copiaban a mano. Los escribas medievales habían adoptado la innovación de la última parte de la antigüedad que consistía en escribir en códices (libros con páginas numeradas) en vez de hacerlo en rollos interminables. No había cambiado la esencia del arte. Los manuscritos eran una creación costosísima, dónde abundaban errores propios del copista, alteraciones en el texto y notas del dueño o dueños del material. Cada manuscrito era una obra única, y debido a las letras escritas a mano su lectura seguía siendo un arte tan lento y dificultoso como antes. Los estudiosos medievales, al igual que sus colegas de la antigüedad leían en voz alta, con lo cual daban vida a su manuscrito. Los libros fueron raros y preciosos en la Edad Media, como lo indica el hecho de que una lectura en la universidad era casi siempre lo que sugiere el origen latino de la palabra, es decir, una lectura completa y en voz alta del texto. De ordinario, el profesor tenía el único ejemplar, el cual leería cuidadosamente a sus estudiantes, a la vez que agregaría sus propios comentarios.
Luego, en el Renacimiento, se produjo un cambio en el pensar sobre el lenguaje; 
  una fuerza obvia que indujo ese cambio fue tecnológica la invención de 
  la imprenta. Escritores tan antiguos como Francis Bacon, captaron el efecto 
  de la tecnología sobre el lenguaje. La prensa de imprimir no sólo cambió el 
  modo de producir libros; alteró la percepción de la comunidad letrada del lenguaje 
  y de la inquisición del saber. Los libros ya no eran tan escasos, y ya no había 
  libros únicos. La prensa de imprimir producía miles de ejemplares más o menos 
  exactos de una página parada por la cajista. Resultaba mucho más fácil encontrar 
  un error en una página impresa que en una copiada a mano, y también sucedía 
  que los errores aparecían en todos los ejemplares. Ya no era necesario pedir 
  a un amigo su manuscrito para comparar notas marginales y descubrir errores. 
  La impresión fue la primera industria que organizó la producción en masa. Ya 
  desde el siglo XV se volvió anticuada la escritura cuidadosa a 
  mano de un libro (esto se aplica únicamente a la impresión del texto, no a la 
  encuadernación, que siguió siendo por mucho tiempo un bello arte). Cientos o 
  miles de productos literarios idénticos salieron de la línea de montaje de Venecia, 
  Nuremberg, Mainz, Basilea siglos antes de que Ford soñara con hacer lo 
  mismo con los automóviles. McLuhan resume todo esto muy bien cuando dice 
  que "la invención de la tipografía confirmó y ensanchó el acento visual del 
  saber aplicado, pues proporcionó la primera mercancía uniformemente repetible, 
  la primera línea de montaje y la primera producción en masa" (The Gutenberg 
  Galaxiy, 124). 
La mecanización de la fabricación de libros alteró también el arte de la lectura. Al principio, los impresores imitaron el formato de los manuscritos: el tipo, las ligaduras y las abreviaciones hicieron que los primeros libros impresos fueran tan estéticamente agradables y de lectura tan difícil como los manuscritos. Pero no tardaron en presentarse formas uniformes de modo que leer un texto bien impreso fue un proceso más rápido y menos agotador que leer el código medieval más pulcro. Y evidentemente, la lectura rápida se volvió necesidad porque la imprenta aumentó de manera enorme el número de libros. En tanto que la gente del medioevo y de la Antigüedad había leído en voz alta, abriéndose paso vocalmente por entre cada palabra del texto, los lectores del pos Renacimiento trabajaban en silencio, desentendiéndose de su oído y telegrafiando el mensaje a su cerebro. Éste es el método que se nos sigue enseñando en nuestro días; silente, menos evocador, más eficiente... nos permite "procesar" seiscientas palabras por minuto, mientras tanto los estudiosos del medioevo con dificultad llegaban a doscientas.
La vista se convirtió en incentivo primario para hacerse de saber comunicable 
  por medio del lenguaje, y por una gran variedad de razones este cambio indujo 
  un modo más abstracto y más teórico de ver el lenguaje. La palabra hablada produce 
  en nosotros un efecto inmediato; pero a menos que siga resonando en nuestra 
  memoria, muere en cuanto la columna vibrante de aire deja atrás a nuestro oído. 
  Sin embargo, durante un instante, la palabra hablada vive de un modo que no 
  conoce la palabra impresa. Los poetas de cualquier edad nos recuerdan que sus 
  palabras fueron hechas para ser oídas y también para ser vistas. Aún hoy en 
  día adoptan una actitud antigua o medieval hacia nombres y lenguaje, y exigen 
  de su auditorio alguna concesión a esa actitud. Es una concesión que hacemos 
  pocas veces. Desde la invención de la imprenta, hombres y mujeres entregados 
  al pensamiento han dedicado más de su tiempo a la lectura silenciosa, a la lectura 
  en busca de contenido que a escuchar material leído. El lector silencioso se 
  inclina más a ver las palabras como símbolos sin vida cuya misión es comunicar 
  un mensaje. Sin duda, las palabras habladas son también simbólicas, son pautas 
  de ondas sonoras a las que quienes hablan un lenguaje convienen en darles ciertos 
  significados. Este modo de ver la comunicación auditiva es, sin embargo, muy 
  reciente. Apenas en muy pocos siglos los físicos entendieron a las ondas sonoras 
  lo bastante bien para considerarlas medio de comunicación, en tanto que el análisis 
  cuidadoso de fonemas pertenece por completo a la ligüística del siglo XX. 
  Sólo cuando la palabra impresa se liberó totalmente del sonido, se consideró 
  natural ver a las palabras como signos arbitrarios de las ideas que las evocaban 
  en la mente. En los siglos que siguieron a la invención de la prensa de imprimir, 
  creció considerablemente el interés en el poder de los símbolos de cualquier 
  clase. 
Esta abstracción del arte de la lectura hizo que la gente percibiera más la 
  estructura del lenguaje. Es difícil analizar y comunicar a los demás la gramática 
  de una frase hablada, porque las palabras se desvanecen no bien son pronunciadas 
  y sólo dejan recuerdos. Las frases escritas son permanentes; el lector ve sus 
  diversas partes al mismo tiempo, o puede establecer referencias entre el predicado 
  y de vuelta al sujeto. El lector silencioso tiene más probabilidades de atrapar 
  grupos de palabras aisladas. Nada tiene, pues, de sorprendente que en el Renacimiento 
  y después, los lectores silenciosos hallaran estructuras en el lenguaje que 
  rara vez se habían observado antes. Si la idea de una gramática universal válida 
  para todos los lenguajes empezó en la Edad Media, floreció en el siglo XVII 
  con los jansenistas de Port Royal. Pero mucho tiempo antes, los humanistas que 
  siguieron la tradición de Ramus y Erasmo aplicaban un nuevo criterio de construcción 
  gramatical a su estudio de los autores de la Antigüedad. 
No estoy sugiriendo que el nuevo sentimiento que privó en Occidente en favor 
  de símbolos abstractos y el nuevo acento que se dio a la estructura del lenguaje, 
  se hayan debido exclusivamente a la mecanización del libro. En realidad, la 
  imprenta no hizo más que preparar el camino de otro acontecimiento de igual 
  importancia: la revolución matemática del siglo XVII. Desde los 
  tiempos griegos las matemáticas habían sido el paradigma del pensar puro y abstracto. 
  Los matemáticos siempre habían usado el lenguaje en un modo precisamente opuesto 
  al lenguaje evocativo del poeta. Platón admiró a las matemáticas simplemente 
  por esta razón: alejaban a la mente de lo concreto, de los intereses terrenales 
  y los conducían al reino más elevado de las ideas. Tanto en la Antigüedad como 
  en Europa occidental se había atribuido a las matemáticas una belleza abstracta. 
Así las cosas, los físicos del siglo XVII obligaron a sus contemporáneos 
  a atribuir una cualidad igualmente pasmosa a la ciencia abstracta, al demostrar, 
  como dijo Galileo, que el libro de la naturaleza estaba escrito en el lenguaje 
  de las matemáticas. Anteriormente la belleza de esta ciencia se había considerado 
  como perteneciente a otro mundo. Cuando Aristóteles hizo su descripción del 
  mundo físico, deliberadamente evitó todo lo que fuera más complicado que la 
  aritmética simple y la geometría intuitiva, por cuya razón la física 
  que prevaleció en el mundo antiguo y medieval tuvo que ser lógica y filosófica, 
  pero no metemática. Aristóteles reaccionaba contra los excesos de Platón y de 
  los pitagóricos, que habían hecho de la cosmología una teoría de los números 
  y que se empeñaban en hacer que el mundo embonara en sus conceptos míticos de 
  geometría, en vez de hacer que sus ideas embonaran en el mundo, Galileo y quienes 
  lo siguieron consideraron sin duda a los pitagóricos y a Platón como 
  precursores espirituales, pero su enfoque mucho más pragmático desembocó en 
  un éxito que los filósofos matemáticos griegos nunca soñaron. El siglo XVII 
  presenció el crecimiento y desarrollo de la geometría analítica y del cálculo, 
  herramientas matemáticas nuevas que servían para describir el movimiento de 
  la materia en el espacio; todo esto rebasó la tendencia estática de la geometría 
  euclidiana. 
Estas nuevas matemáticas se propusieron analizar la naturaleza en un nivel 
  más profundo que la geometría antigua. Para ello, Galileo y quienes lo siguieron 
  consideraron que era necesario abstraer y simplificar, quitarle a la experiencia 
  todo color, olor, gusto y demás "cualidades secundarias" para llegar al corazón 
  lógico al cual se prestaban sus ecuaciones. La ironía estribaba en que las matemáticas 
  habían logrado más eficacia en este mundo precisamente por haberse vuelto más 
  abstractas que nunca. Antes del siglo XVII, las matemáticas no 
  eran un lenguaje con personalidad propia, a lo más un dialecto, una jerga docta. 
  Tenían su vocabulario, como las demás artes liberales, pero los matemáticos 
  escribían sus pruebas en palabras que cualquier otro estudioso podía leer y 
  tal vez entender. Aunque Galileo fue más bien un matemático verbal, su siglo 
  fue el que finalmente percibió el poder del simbolismo. Descartes y Leibniz 
  encabezaron la marcha que llevó a hacer del álgebra y del cálculo una cuestión 
  de x, y, y de símbolos de un orden más elevado como d/dx y dd/dy. 
  Sus matemáticas llegaron a ser indudablemente, un lenguaje, un lenguaje en verdad 
  artificial, que estaba al alcance únicamente de unos cuantos privilegiados. 
Este nuevo lenguaje tenía una gama de expresiones limitadas al desnudo mundo de las cualidades primarias, tales como una masa y distancia. De hecho, fue el primer intento y con mucho el más venturoso del "nuevo hablar", debido a que por definición sólo se podrían describir con los nuevos símbolos aquellos aspectos de la experiencia que se presentaban a expresarse en ecuaciones matemáticas. Con las matemáticas verbales, había entre otros el peligro de que fuerzas ocultas o bien cualidades tales como color y textura, pudieran penetrar subrepticiamente en el argumento. Liberado de estas distracciones, el físico-matemático explicó como nunca antes las fuerzas mecánicas de la naturaleza. A propósito, el telescopio de Galileo fue un símbolo perfecto de este nuevo espíritu de los físicos matemáticos, que deliberadamente estrecharon su campo de visión para ver con más agudeza y a mayor distancia que nunca antes.
Muy aparte de las limitaciones que pudiera tener esta visión, no se podía negar 
  que el lenguaje de las matemáticas se apuntaba éxitos espectaculares en aquellos 
  campos de la experiencia que se prestaban a la manipulación cuantificadora y 
  simbólica. Entonces como ahora, el problema fue establecer qué áreas sí se prestaban. 
  Algunos pensadores fueron cautivados por las cualidades de las matemáticas y 
  de la lógica como vehículos de ideas y trataron de reducir gran parte o la totalidad 
  de la experiencia humana o de un cálculo puramente lógico, basado en las tradiciones 
  de la lógica formal e inspirado en el gran éxito de las nuevas matemáticas. 
  El siglo XVII vio el florecimiento del movimiento que quiso crear 
  un "carácter universal", es decir, el lenguaje que los hombres pudieran usar 
  para comunicarse con más facilidad y, sin duda, para pensar con más claridad. 
  Muchos de los que participaron en el movimiento se fijaron la meta práctica 
  de reemplazar el latín, la lengua de los doctos, con otra lingua franca más 
  racional. Más o menos por esos años, un mayor contacto con China dio la impresión 
  equivocada de que los chinos contaban con un sistema de escritura que expresaba 
  ideas puras y simples, que cada uno de sus bellos símbolos representaba una 
  noción fundamental. Se compusieron diccionarios y gramáticas completos para 
  expresar nuevos sistemas ideográficos cuyo fin sería que el aprendizaje fuera 
  racional y fácil. 
Leibniz concibió un plan más grandioso que el de un latín ersatz (artificial): 
  quiso crear un lenguaje lógico que tuviera la certidumbre de las matemáticas, 
  un lenguaje que pudiera extender su influjo sobre la gama total de los problemas 
  de los humanos, y en particular sobre metafísica, teología y ética. Su idea 
  fue empezar conforme al espíritu cartesiano al inventar símbolos para unas cuantas 
  nociones relativamente primitivas y un conjunto de reglas para combinar esos 
  símbolos. En este lenguaje, las frases se seguirían unas a otras apegándose 
  a las reglas de la lógica, y el resultado sería un discurso similar al de la 
  lógica simbólica del siglo XX. Sin embargo, con un lenguaje 
  lógico y universal así, las pruebas irían mucho más allá de lo que hoy día producen 
  nuestros lógicos. Los filósofos podrían probar de una vez por todas la existencia 
  y naturaleza de Dios, del mundo y de la virtud; ciertamente, todas las disputas 
  religiosas y filosóficas se arreglarían, según Leibniz, con la proposición "permítasenos 
  calcular". 
A pesar de lo atractivo de esta idea, ni siquiera Leibniz, con sus grandes dones, pudo ir más allá de sugerir el proyecto. Todos los espíritus universales han fracasado hasta la fecha, a pesar de lo cual los especialistas en computación y en inteligencia artificial siguen esforzándose. Sin embargo, la popularidad que en sus días tuvo el carácter universal (y el hecho de que pensadores del calibre de Descartes y Leibniz hayan sido encantados por él) indica la exuberancia, la emoción que generó este nuevo concepto matemático del lenguaje. Por sí mismo, el plan de Leibniz para calcular una prueba de la experiencia de Dios habría tenido poca influencia. Pero el supuesto en que se fundaba el plan tenía un gran futuro el supuesto de que todo pensamiento puede reducirse a final de cuentas a lenguaje. Después de todo, el nuevo lenguaje simbólico de las matemáticas permitía a los hombres contemplar el universo físico con una precisión que nunca había sido posible y Leibniz abrigó la esperanza de llevar esa misma claridad a cuestiones filosóficas, a enseñar a los filósofos un lenguaje en el cual pudieran pensar con claridad sobre cuestiones que siempre habían sido confusas.
Esto no significa que el modo como Leibniz vio al lenguaje no haya sido puesto en tela de juicio. La tendencia hacia un punto de vista cada vez más lógico del lenguaje es algo que muchos han buscado, a veces magníficamente, pero sin éxito duradero. Inclusive lingüistas con una buena percepción de la poesía y de los empleos humanistas del lenguaje, empezando por los alemanes Johann Gottfried von Herder y Wilhelm von Humboldt, aceptaron de buen grado la tesis de que el lenguaje podía inducir el pensamiento correcto o a lo menos hacerlo posible (se trata de una forma suavizada del supuesto de Leibniz). El propio Herder sostuvo que cualquier razonamiento y abstracción más elevado exigían el simbolismo, las facultades de denotación y connotación que el lenguaje proporciona. También distinguió el lenguaje artificial del natural y afirmó categóricamente que el lenguaje humano es artificial, que es obra del hombre y que le permite razonar, en contraste con los animales, los cuales se comunican en un lenguaje que les dio la naturaleza.
En el siglo XX, el lingüista norteamericano Benjamin Whorf defendió 
  la tesis de que lenguaje y pensamiento son la misma cosa. Aunque muchos lingüistas 
  hablan hoy día despectivamente del whorfismo (Whorf no fue, según ellos, un 
  científico del lenguaje), muy pocos estarían dispuestos a negar la conexión 
  íntima entre lenguaje y pensamiento. 
Entre tanto, la filosofía del siglo XX adoptó la postura radical 
  de que el lenguaje puede y debe ser un cálculo totalmente lógico. La verdad 
  es que la filosofía de la primera mitad de nuestro siglo puede caracterizarse 
  diciendo que es una relación amorosa amplia con el lenguaje. Ya hice mención 
  del trabajo de Russel y Whitehead. Su idea, expuesta en los Principia, 
  de hacer la lógica simbólica el fundamento de las matemáticas fue parte de un 
  esfuerzo general para dar realidad a la meta de Liebniz de reconformar el lenguaje 
  haciéndolo un instrumento lógico apropiado de la indagación filosófica. "La 
  lógica ya no es simplemente una disciplina filosófica más entre otras", escribió 
  el positivista Rodolf Carnap influido por los Principia, "pese a lo cual 
  podemos decir abiertamente: "La lógica es el método de la filosofía" ("The Elimination 
  of Metaphysics through Logical Analysis of Language", en Logical Positivism, 
  comp. A. J. Ayer, 133). Los positivistas lógicos creyeron que el análisis 
  del lenguaje era la única tarea legítima de los filósofos; para ellos, la filosofía 
  y la metafísica de la Antigüedad fueron desatinos literales, por la sencilla 
  razón de que los enunciados metafísicos usan palabras en un sentido ilegítimo 
  y por ello carecen de sentido. Creyeron también que lo que no podía decirse 
  no podía pensarse y al criticar ensayos sobre metafísica nunca atacaron los 
  razonamientos en que se fundaron sino que se limitaron a analizar frases individuales 
  y mostrar que eran vacías; este enfoque tuvo por fin sacar de sus casillas a 
  sus oponentes. Entonces los positivistas invirtieron el proceso de los antiguos 
  partidarios de un carácter universal; en vez de extender las matemáticas y hacer 
  que cubrieran un campo más amplio de la experiencia descrita por medio del lenguaje 
  ordinario, propusieron reducir el lenguaje ordinario a la condición de un comentario 
  en prosa sobre las ecuaciones de los físicos. 
Hoy día de los positivistas han nacido una docena de sectas filosóficas; aunque ya se ha abandonado su mesianismo científico, se ha conservado y refinado su acento en el análisis lógico del lenguaje. El credo positivista goza todavía de muy buena salud: "es la ocupación peculiar de la filosofía determinar y poner en claro el significado de enunciados y preguntas" (Moritz Schlick, "Positivism and Realism", en Logical Positivism, comp. A. J. Ayer, 86).
 
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