De la cuna a la Bastilla

El ni�o que con el tiempo llegar�a a llamarse Voltarie, naci� en Par�s el 21 de noviembre de 1694. La criatura era apenas viable y la bautizaron en casa. El hombre que neg� todos los milagros, fue en s� mismo un milagro perpetuo. Oscilando de continuo entre la vida y la muerte, a Voltarie le pareci� esta situaci�n tan incitante, que en esto, como en todo, desafi� a la opini�n p�blica sobrevivi�ndose hasta los ochenta y cuatro a�os, sin que disminuyese en un �pice su gusto por la vida. Durante su larga existencia prob� y conoci� todo menos el aburrimiento. Siempre enfermizo y con frecuencia al borde del sepulcro, se las arregl� para trabajar con una actividad sostenida, que s�lo muy pocos, aun entre los esp�ritus grises y adocenados, han podido igualar. Resultar�a curioso conocer el mecanismo f�sico de este temperamento tan fuera de lo com�n, pero salvo los datos externos, casi nada puede deducirse de lo que nos cuentan. Gracias a los retratos y a las estatuas, a todos nos es familiar el escu�lido cuerpecillo que tal vez fue elegante en su juventud, macilento en la madurez y esquel�tico durante los �ltimos treinta a�os de su vida. La naturaleza no le concedi� un s�lo m�sculo superfluo. Envejecido prematuramente como un anciano. A pesar de ello, esta momia conserv� hasta el �ltimo momento su incre�ble actividad mental. De aquellas mand�bulas desdentadas brotaron incansablemente versos, epigramas y obras maestras llenas de jovialidad en las que chisporrotea la alegr�a de la juventud. Este eterno inv�lido no descansaba nunca y la �nica alteraci�n reveladora de su estado consist�a en que se dedicaba a escribir versos en vez de prosa al sentirse seriamente enfermo.

�Cu�l era el secreto de esta perenne juventud? Quiz�s residiera precisamente en su inestabilidad f�sica. La m�s peque�a provocaci�n desataba en �l un mundo de contrarias emociones,. Era por turnos, suave e irascible; perdonaba ciertas ofensas con despreciativa magnanimidad, mientras otras le excitaban a una maldad incontrolable: siempre alegre y conservador, ten�a periodos de enfurru�ado silencio; siempre cort�s, amable, se produc�a a veces con brutal rudeza; sensible al sufrimiento ajeno, supo alardear de crueldad en m�s de una ocasi�n; pr�digamente generoso, a veces se mostr� m�s taca�o que cualquier campesino franc�s; prudente y precavido ante el peligro material, estremec�a de s�bito con una agresividad temeraria; d�ctil para inclinarse bajo cualquier tormenta, siempre dispuesto a retractarse y dar excusas, se recobraba siempre aprest�ndose para combatir al otro d�a con nuevos arrestos. Pero este hombre tan excitable, veleidoso y bastallador, fue un enamorado devoto y constante, y conserv� todo su vida a los amigos de su �poca juvenil. Sus opiniones se iban afirmando sin cambiar de direcci�n, mientras trabajaba con la eficacia y la disciplina de un puritano intelectual. Un m�dico moderno, hilvanando los pocos y mal estudiados s�ntomas que acerca de �l pueden recogerse, lo clasificar�a con toda probabilidad entre los hipersensibles. Pero ning�n diagn�stico puede anular este milagro; la inteligencia actuando sobre el volc�n de su temperamento model� los firmes sillares de su vida mental.

El ni�o Francois-Marie Arouet, vivo, voluntarioso y precoz, creci� en un hogar t�pico de la clase media cuando la familia empezaba a hacer fortuna. Poco se sabe de ella, pues s�lo uno de sus miembros le dio relieve. Los Aroute, proced�an del Poitou; casi todos fueron curtidores y uno de ellos, negociante en pa�os, se instal� y medr� en Par�s. El padre de Voltarie era un jurista que ten�a por clientes a algunas familias ilustres, entre ellas las Sully y Richelieu. Ambas abrieron sus puertas al aventajado muchacho, y el duque de Richelieu fue su amigo de toda la vida. La familia era sociable y se trataba con lo que se hab�a dado en llamar "gente distinguida". El padre conoci� a Corneille, encontr�ndolo muy aburrido. La madre, procedente de una familia de igual rango, tuvo por amiga de juventud a la famosa y brillante Ninon de Lenclos, que dej� al chico un peque�o legado para comprar libros. Era �ntimo de la casa el abate de Ch�teauneuf, esp�ritu brillante y librepensador de aquella �poca: escrib�a versos pulidos y se interesaba por la educaci�n de su ahijado, el peque�o Francis. Sin embargo, se trataba de un hogar austero, pues el padre de Voltaire, aunque moderado en sus opiniones, era jansenista, y su hermano mayor, Armando, profesaba con fanatismo la fe familiar. El padre debi� de ser un hombre listo, no exento de cultura; pero, como m�s tarde se ver�, su tabla de valores era la de su credo.

El jansenismo, seg�n sus enemigos, los ortodoxos, ten�a un acervo com�n con el calvinismo. Era un creencia aut�nticamente cat�lica; se basaba en San Agust�n y no quer�a abandonar la Ciudad de Dios, la iglesia Universal. No obstante, era una religi�n subjetiva, que pon�a la "gracia" por encima de las obras. Preconizaba la necesidad de una conversi�n repentina. En el momento cr�tico, la gracia descend�a, como un torbellino, sobre los pocos predestinados. Pero a este llamamiento de la gracia deb�a seguir luego una penitencia disciplinada, bajo la direcci�n de un confesor experimentado, y �sta era tan r�gida y absorbente que todo lo dem�s —arte, literatura, lazos familiares, e incluso los deberes cívicos— se reduc�a a un c�mulo de vanidades. Semejante doctrina de "otro mundo", conduc�a derecho al monasterio, y realmente, como dice el piadoso biógrafo de M. de Saint-Cyran, el principal organizador y evangelista de la secta de Francia, al hablar de su h�roe, �ste se esforzaba "alegremente en despoblar la tierra y dotar de nuevos ciudadanos al cielo". Como los no conformistas y protestantes, los jansenistas eran muy dados al estudio de las escrituras, y tambi�n, como ellos, tend�an a convertirse en partido de oposici�n, vagamente organizado, en pugna con la Iglesia y el Estado, y dispuesto a reivindicar sus libertades a medida que la persecuci�n pesaba sobre ellos. Eran nacionalistas galicanos siempre en guerra con Roma. Reforzaban sus estrictas normas morales con r�gido reglamento que prescrib�a la comuni�n frecuente y severas penitencias, mientras los jesuitas, sus archienemigos, se contentaban llevando a un hombre c�modamente hasta el confesionario, satisfechos con que la magia de la absoluci�n le salvase el alma. No hay duda de que exist�an Tartufos entre esos puritanos, pero perdurar�n en la literatura, tanto en la exaltada y torturadora sinceridad de Pascal de sus Pens�es como en las caricaturas de Moli�re. En tiempos de Votaire �sta era la manifestaci�n m�s caracter�stica de la clase media francesa. En toda Europa, la clase media, a medida que alcanzaba riquezas y poder, se cre� esta grave atm�sfera religiosa, en la cual se disciplinaba la conducta para que s�lo tuviera en cuenta la parte seria y trascendental de la vida, reprimiendo a la par todas las vanidades y pasiones. Pese a las diferencias doctrinales que divid�an a jansenistas y jesuitas, su temperamento y sus miras se parec�an extra�amente. Hasta llevaban el mismo sombr�o uniforme. Una salvaje persecuci�n hizo abortar el desarrollo de la iglesia hugonota en Francia, a�os antes de nacer Voltaire; pero nada pudo coercer la tendencia de la clase media a adoptar alguna forma de puritanismo. Desde el principio, los janesenistas hicieron milagros y estimularon las curaciones por la fe; en sus fases posteriores degeneraron en una especie de exaltaci�n m�stica. El car�cter de Voltaire era de los que se enriquecen reaccionado. Gan� su independencia e hizo su carrera rebel�ndose contra el jansenista de su padre, y no hay nada tan vivamente sentido en sus escritos como las pol�micas contra el "m�s all�". Sin embargo, algo gan� Voltaire del partido no conformista. Su ni�ez transcurri� en los a�os m�s oscuros del reinado de Luis XIV. A medida que una derrota tras otras lo aflig�a, el monarca crey� que pod�a atraerse los favores del cielo y evitarse otro Blenheim exterminando a los enemigos de la Iglesia. Asesin� ferozmente a los protestantes, y los herejes cat�licos no se salvaron de una persecuci�n un poco m�s suave. Voltaire era un chico de quince a�os cuando el colegio de Port-Royal fue destruido y un arado surc� el cementerio donde yac�an sus muertos venerados. Al muchacho no le gustaban los santos, pero odiaba las persecuciones con una pasi�n que tiene origen en sus primeros recuerdos.

La madre de Voltaire muri� cuando �ste cumpl�a los siete a�os. Su padre era un hombre duro, tosco de modales y aficionado a rega�ar. El hermano mayor era antip�tico, y todo el afecto del chico se concentr� en su hermana Margarita, la que fue m�s tarde la se�ora Mignot. El padre acababa de comprar un buen puesto en el f�sico, y la familia habitaba una residencia oficial en el centro de la ciudad. A los diez a�os el chico fue enviado al colegio Louis le Grand, que dirig�an los jesuitas. No sabemos por qu� un jansenista escogi� este colegio, aunque es posible que s�lo se fijara en el hecho de que los jesuitas eran entonces los mejores profesores de Europa. �ste era el m�s distinguido de sus centros docentes y, en cierto modo, la sede social de la orden. Gozaban entonces del m�ximo poder, y puede decirse que gobernaban el pa�s, a trav�s de Le Tellier, confesor del rey Luis. Los hijos de los poderosos asistían al elegante colegio, que permit�a a los muchachos entablar amistades con la clase dirigente, que les eran muy �tiles despu�s. Los alumnos de la nobleza ten�an dormitorios independientes con preceptores y ayudas de c�mara para atenderlos. Los del mont�n viv�an en cuartos de "a cinco", con un prefecto sacerdote que los vigilaba. La disciplina era r�gida, los azotes menudeaban y a veces brotaba alg�n foco de sediciosa rebeld�a. Los padres daban una buena educaci�n cl�sica a sus alumnos, pero el lugar que ten�an en su instrucci�n la historia y la literatura francesa los situaba para aquel tiempo en un plano muy avanzado. M�s tarde, Voltaire, ya en franca lucha con la Orden, escrib�a, no obstante, sobre sus maestros con cari�o y gratitud. Llevaban, seg�n dijo, "una vida austera y laboriosa" y le infundieron el amor " a la virtud y las letras". Ganaba todos los premios, jugaba poco y hac�a mejores migas con sus profesores que con sus compa�eros. Rimaba con extraordinaria facilidad, y ya en esa �poca, algunos de sus versos recorrieron los salones de Par�s. Trab� buena amistad con algunos chicos que luego ocuparon altos cargos y lo protegieron en sus innumerables disputas con la autoridad.

Sali� del colegio a los diecis�is a�os dispuesto a seguir una carrera literaria. Pero su padre, convencido de que la literatura es in�til y s�lo conduce a pasar hambre, lo mand� a estudiar leyes. El chico no se interes� lo m�s mínimo por sus clases, y rechaz� la oferta del padre que quer�a establecerlo definitivamente compr�ndole un puesto en el Consejo de Estado. Como llevase lo que una familia jansenista calificaba de vida disipada, lo mandaron fuera de Par�s a que vegetase en Caen y entonces (1713), su padre le procur� un puesto diplom�tico en el s�quito del marqu�s de Ch�teauneuf, hermano de abate, que hab�a sido nombrado ministro de Francia en La Haya. El concepto "disipaci�n " es en este caso muy relativo. El adolescente era sin duda vanidoso, vest�a a la moda, se acostaba tarde, disfrutaba de alegres compa��as, y escrib�a versos intencionados: pero era demasiado inteligente para gozar de otros placeres m�s bajos, y su salud demasiado precaria para que lanzase a beber con exceso. Aun durante aquel periodo trabajaba met�dicamente y ya estaba escribiendo, corrigiendo y puliendo sin cesar su primera tragedia en verso. Su permanencia en La Haya fue corta, pero suficiente para que diera lugar a una inocente aventura que acab� con su carrera diplom�tica. A los diecinueve a�os, se enamor� por primera vez, de una joven, Olimpia Dunoyer, algo mayor y con m�s experiencia que su pretendiente y a la que pens� pedir en matrimonio. Por desgracia era hija de un ilustre y h�bil refugiado protestante, autor de un venenoso panfleto titulado Quintaesencia que recog�a cualquier fragmento de noticia y esc�ndalos susceptibles de da�ar la causa de la iglesia cat�lica. "Pimpette" hab�a estado ya comprometida con el coronel Juan Cavalier, el bravo soldado que capitaneó la rebeli�n de los protestantes en Cevennes, y dirigi� una tropa de �stos al servicio de la reina Ana en las guerras de Flandes. Por un lado, no pod�a encontrarse pareja menos id�nea para un joven diplom�tico franc�s y por otro, la se�ora Dunoyer picaba m�s alto. El ministro, a quien una indiscreci�n puso en antecedentes, arrest� al muchacho y lo mand� a Par�s en la primera ocasi�n. Pero en el intervalo transcurrieron algunos d�as en los que la pareja pudo saborear los placeres del amor novelesco. Se cruzaban cartas de contrabando, y Pimpette, que escrib�a con sincera pasi�n y un matiz de maternal ternura, se disfraz� de hombre para visitar a su enamorado prisionero. Voltaire, sin duda el menos apasionado, se mostr� el m�s constante. Mucho despu�s de su regreso a Par�s, sigui� conspirando para organizar la fuga. Pero la dama se consol� pronto cas�ndose con un noble.

Esta aventurilla sac� de quicio al padre, que amenaz� a su inquieto reto�o con enviarlo a Am�rica, y de momento, lo coloc� en el despacho de un notario. All� Voltaire descuidaba sus obligaciones para escribir versos, pero su viva inteligencia le permiti� acumular sin gran esfuerzo una buena dosis de sabidur�a legal y adquirir tambi�n la t�cnica de los negocios. Pocos poetas poseyeron como �l el secreto de ganar dinero con prudencia y facilidad. En el despacho trabajaba otro joven, Thi�riot, que compart�a sus aficiones y cuya amistad conserv� siempre. Pero esta etapa de la vida del poeta fue breve. Un veterano estadista el se�or de Caumartin, entonces marqu�s de Saint-Ange, compadecido, persuadi� al padre para que le permitiese dejar el despacho y acompa�arlo a su castillo, cerca de Fontainbleau. El mayor orgullo de Caumartin era que sab�a todo lo que ocurr�a en la Corte y la administraci�n de Luis XVI, por muy oculto que estuviera, mientras charlaba, Voltaire tomaba notas. Siempre tuvo la costumbre de trabajar en varios libros a la vez, y ya entonces, aunque su primordial preocupaci�n era la poes�a, estaba recogiendo datos para una historia del siglo pasado. A la saz�n, su padrino el abate Ch�teauneuf, lo introdujo en la sociedad del Temple. Era un club donde se cenaba y que presid�a el abate Chaulieu. All� s� reun�a un grupo de gente de ingenio que hab�an inventado entre todos una especie de c�digo del gusto literario imponi�ndolo con su prestigio a todo Par�s. Entre ellos hab�a algunos pr�ncipes de la sangre, pero la mayor�a eran abates y todos de costumbres disolutas. El aventajado muchacho tuvo siempre la habilidad de rozarse con sus mayores y socialmente superiores sin que le estorbara la modestia. Asimil� en seguida el ambiente del c�rculo, como lo demuestran sus primeras poes�as. Estos versos de sociedad son los mejores que se conocen en su estilo y de esa �poca. Fluyen espontáneamente como una conversaci�n, aunque cada l�nea est� cuidadosamente pulida y elaborada. Cartas a los amigos, retratos, ep�stolas morales, galanter�as a las m�s bellas damas, halagos a los pr�ncipes, frases de agradecimiento a las actrices que representaban sus obras, todo flu�a sin cesar de su pluma, y lo que escribi� en la vejez tiene la misma gracia, el mismo encanto que las producciones de su juventud. Refleja la sociedad en que vivi�, una sociedad complaciente, ilimitada, satisfecha con gozar de su lujo y de su elegancia, orgullosa de su teatro y de los cuadros de Poussin, de sus sedas y sus vinos chispeantes, superficial en sus amores, inquietudes, segura de s� misma porque sin inquietudes, segura de s� misma porque conoc�a bien todos los pasos de esa ceremoniosa danza que era su vida. Fue un periodo de expansi�n y de diversiones sin freno. Luis XIV, convertido en sus �ltimos a�os a una piedad sombr�a y supersticiosa, acaba de morir (1715). El regente Felipe de Orle�ns era un modelo de indulgencia, e hizo salir de las c�rceles y volver del destierro a los sacerdotes m�s disolutos y los nobles m�s turbulentos condenados por el anciano rey. El Estado empez� en seguida a imprimir el papel moneda que habr�a de enriquecer a todo el mundo. Por una reacci�n absurda, los socios del Tenple, que volvieron a ocupar sus sitios al abrirse las puertas de sus c�rceles, se ensa�aron con el Regente y "la Mesalina de su hija", inund�ndolos con una nube de epigramas y libelos, que recorr�an todos los salones de Par�s, mientras la polic�a secreta andaba loca buscando a los an�nimos autores. La composici�n de s�tiras ingeniosas fue en ese siglo el deporte nacional de los franceses, una forma de sadismo m�s refinado que las corridas de toros espa�olas, pero inventando para satisfacer los mismos ocultos instintos. El toro acuciado por los caballeros era en ese momento el Regente, y Voltaire tuvo que hacerle, como los dem�s, v�ctima de sus rejones. A manera de aviso y por sospechas, lo desterraron de Par�s. March� como hu�sped al magn�fico castillo ducal de los Sully, donde altern� la diversi�n con el trabajo y donde encontr� una bella querida. El castigo no era duro, si se observan los procedimientos de la �poca; pero Voltaire regres� a la capital decidido a vengarse. Los informes de la polic�a secreta dicen que andaba por ah� asumiendo la paternidad de varios libelos contra el Regente. Lo cierto es que el m�s inquietaba a las autoridades (una s�tira que empezaba J'ai vu) no era suyo, pero, en cambio, escribi� unos versos en lat�n especialmente venenosos que empezaban Puerto regnante y que se encontraron al registrar sus habitaciones (mayo 1717). Despotricando contra el Regente, la polic�a lo arrastr� a la Bastilla y all� estuvo, sin proceso, como era costumbre, y a merced de la Corona, durante once meses. No lo trataron mal. Ten�a su habitaci�n y sus libros, com�a en la mesa del gobernador, donde los comensales eran de calidad, pues la oposici�n se compon�a de la parte menos est�pida de la sociedad francesa. Las cr�nicas cuentan que se mand� traer lo m�s imprescindible: un gorro de dormir, un frasco de esencia y dos vol�menes de Homero. Nunca estuvo ocioso ni deprimido y escribi� en su celda la mayor parte de la Henriade, obra que puede calificarse de poema �pico del liberalismo realista. Un destierro de otros once meses fuera de Par�s complet� su castigo. �ste puede parecernos muy severo para un muchacho que en realidad no hab�a escrito aquellos versos amargos pero justos; sin embargo, resulta suave conforme a los c�nones de la �poca. Un poeta que escribi� contra Luis XV una merecida s�tira por su crueldad con el joven pretendiente, estuvo seis a�os sobre el Monte Saint-Michel, en una jaula de hierro.

Mientras Voltaire se hallaba a�n nominalmente en el destierro, se represent� su primera tragedia, Edipo, en la Comedia Francesa. Ya era bien conocida en el mundo elegante por las lecturas privadas y todo el mundo, menos los actores la encontr� buena. Tuvo un gran �xito y se represent�, cosa sin precedentes entonces, durante cuarenta y cinco noches. La oposici�n la recibi� con especial entusiasmo, celebrando, sobre todo, algunos sentimientos anticlericales no exentos de la trivialidad, expresados por boca de Yocasta. El tema de incesto dio tambi�n en el clavo, ya que era el rej�n que todos los caballistas lanzaban a una sobre el Regente. La audacia del muchacho conquist� Par�s por sorpresa. Hab�a desafiado no s�lo a S�focles sino tambi�n a Corneille, cuya obra sobre ese tema resultaba inferior; por unanimidad hab�a ganado. Como Voltaire produc�a una tragedia tras otra, la fama le dio el tercer lugar entre los maestros de la escena cl�sica francesa.

Actualmente sus obras se hallan olvidadas, salvo en el repertorio de los colegios a la antigua; pero en su tiempo cimentaron la base de su influencia y su prestigio. Entonces, el teatro constitu�a el m�ximo orgullo de los franceses. Inglaterra pod�a brillar en las ciencias e Italia en las artes, pero Francia, tras la larga noche del periodo g�tico, hab�a resucitado y sobrepasado las glorias de la escena �tica. Se trataba de una civilizaci�n muy joven, molesta por la sensaci�n de su propia inferioridad, hasta el d�a en que se convenci� de que Corneille y Racine hab�an vencido a los griegos en su mismo terreno. Bajo la monarqu�a absoluta, el teatro disfrutaba de una situaci�n privilegiada que perdi� con el auge de la democracia. Entre sus muros las reuniones p�blicas hallaron su �nica y posible sustituci�n. Una atrevida copla de Voltaire o un epigrama de Beaumarchais se convert�an en acontecimientos pol�ticos. Una profesi�n de fe republicana declamada por un actor con toga conmovi� a todo Par�s m�s hondamente que lo hicieron m�s tarde los discursos de Danton. Un escritor inteligente sab�a a punto fijo hasta d�nde pod�a arriesgarse, porque la pol�cia redactaba sus informes en cada noche de estreno; y el o�do alerta de la capital no perd�a ocasi�n de manifestarse. Cuando se comparan las incre�bles audacias de Voltaire y el despotismo de aquel siglo; no puede uno menos que preguntarse: �c�mo logr� este hombre sobrevivir? La respuesta est� en su fama por la que no s�lo Francia, sino toda Europa le reconoc�an como el primer dramaturgo de su tiempo. Glorific� el lenguaje y la civilizaci�n de un pueblo orgulloso que en aquellos d�as cont� en su acervo escasas victorias. Sus otros escritos, salvo excepciones, se imprimieron fuera para entrar luego en Francia de contrabando y varios fueron quemados por el fiscal p�blico. S�lo sus obras teatrales se publicaron libremente e incluso muchas de ellas se representaron ante la Corte. Le consiguieron lo que bajo un mayor despotismo consiguieronle a Tolstoi sus novelas: el hecho de hablar alto cuando otros se ve�an reducidos al silencio.

La primera dificultad para juzgar las tragedias de Voltaire reside en que estamos reducidos a leer lo que �l escribi� para que fuera visto y o�do. Los alejandrinos no deben enga�arnos: son obras hechas para la escena. Voltaire ten�a la pasi�n de representar; esto y el ajedrez eran sus �nicas expansiones, y las hac�a bien aunque con cierto exceso de vivacidad. Siempre que en su vida errante se instalaba en su sitio por alg�n tiempo, convert�a en teatro una habitaci�n de su casa. Adaptaba sus ideas al movimiento esc�nico y su primera preocupaci�n era la de producir, dentro de las reglas de unidad prescritas, una obra f�cilmente representable. Sus argumentos est�n bien construidos, las entradas y salidas cuidadosamente dispuestas y, cuando lo leemos decepcionados por la aridez y la monoton�a forense del di�logo nos damos cuenta s�bitamente de que esa obra formamos de ella una impresi�n visual, se convierte en un magn�fico melodrama. La aridez era deliberada. Los grandes actores gozaban declamando algunos pasajes ret�ricos, pero incluso �stos son breves, tersos y parcos. Tampoco se perdi� nunca en digresiones puramente po�ticas. A veces segu�a la pauta griega, y uno de los actos de su Edipo, aunque mejora el modelo, ya que introduce en �l las complicaciones de un tri�ngulo sexual, es una traducci�n libre de S�focles. Pero como predecesores, suprimi� el coro, y nunca nos levanta, como los griegos, sobre el terror y la tensi�n esc�nicos, llev�ndonos con la magia verbal de los grandes l�ricos al mundo de la belleza. Voltaire pod�a admirar con muchas reservas las digresiones po�ticas de Shakespeare, pero en su obra no detendr�a jam�s con una sola l�nea superflua el r�pido desarrollo de la acci�n. De ah� resulta que la memoria no retiene ning�n fragmento notable despu�s de leer sus tragedias, aunque m�s de un verso se destaque por su claridad de exposici�n. Se esclaviz�, como apunt� Lessing, cr�tico malicioso en este caso, a las unidades con mayor pedanter�a a�n que Corneille. Tem�a el menor matiz casero (como explica en el pr�logo de M�rope), o el tono familiar, consider�ndolos incompatibles con la dignidad de la tragedia. Nunca pierde su empaque y es caracter�stico en �l que destacara la escena de los sepultureros en Hamlet consider�ndose un episodio salvaje. La tragedia no debe nunca abandonar su m�scara heroica. Para un o�do moderno sus di�logos resultan artificiales e incluso en los episodios de mayor pasi�n los protagonistas se expresan por medio de vocablos abstractos. �ste no era su estilo natural, pues en sus cuentos consegu�a sus fines empleando las m�s concretas y sencillas palabras. Como los personajes de sus tragedias tienen que hablar el mismo monótono y heroico dialecto, estas sombras carecen en absoluto de sutileza, y los caracteres no poseen la menor personalidad. Para Voltaire el mayor elogio que puede hac�rsele a un dramaturgo es decir que �l dijo de Dyrden, o sea, que era capaz de escribir "una tragedia razonable". La locura y la exaltaci�n de una experiencia que transforma o hace pedazos el propio universo, no exist�an para �l. Para el lector moderno la dificultad estriba en convencerse de que estos asuntos tomados de una mitolog�a extranjera (Edipo y M�rope) o de la Edad Media m�s remota (Zaira, Tancredo y Mahoma) se relacionan con hechos y experiencias reales. No se trata de un intento para reproducir el modo de pensar de otras edades, pero los actos y los m�viles de estos personajes ser�an incre�bles ahora. Esto puede aplicarse al drama cl�sico franc�s en general, pero Voltaire, m�s concienzudamente que sus maestros, se figuraba que trataba sus asuntos con m�s ingenio que sus predecesores, desde S�focles hasta Cr�billon. Estas obras son ejercicios a la manera cl�sica; no fueron escritas bajo el impulso de la experiencia directa ni de ning�n fuerte sentimiento. De esta generalizaci�n cr�tica s�lo se salva una de sus producciones. Debi� leer a Las Casas cuando escribi� Aloira; esta tragedia entre incas y espa�oles tiene vida porque est� inspirada en el m�s hondo de los sentimientos de Voltaire, su odio a la crueldad. A trav�s de la pulida versificaci�n y el artificioso lenguaje, y a pesar del enlace tan improbable como edificante, la llama de su pasi�n nos alcanza y en ciertos momentos hasta quema. Sin embargo, hay que respetar estos monumentos laboriosos, pues la mayor�a fueron escritos y rehechos varias veces. Admiramos la h�bil construcci�n y la pulida versificaci�n y nos reprochamos nuestra frialdad recordando que un juez como Goethe crey� que Tancredo merec�a los honores de la traducci�n.

La creaci�n de Edipo en 1717 marca una �poca en la vida Voltaire. Era ya, a los ventid�s a�os, el genio naciente de su �poca. Eligi� aquel momento para adoptar el nombre que leg� a la posteridad. Ning�n lazo profundo lo un�a a la familia Arouet, e hizo lo que Moli�re hizo antes que �l, lo que Balzac y Anatole France har�an m�s tarde. No se sabe con seguridad de d�nde sac� su nuevo apellido. Quiz�s fuera un anagrama de Arouet, junior (Aurouet l. j.), pero algunos dicen con poco fundamento que lo tom� de una granja propiedad de su familia, mientras otros dicen que era la abreviatura de un apodo, le volontaire (el voluntarioso), que le dieron en el colegio. El regente, que result� despu�s de todo un pecador bonach�n, le premi� el Edipo con una pensi�n y una medalla. Voltaire, agradeci�ndoselo, rog� a su Alteza que puesto que prove�a tan amablemente a mantenerlo, "no se encargara tambi�n otra vez de alojarlo". Su padre muri� en 1722 dej�ndole una renta muy suficiente para un joven soltero. Entonces escribe m�s tragedias, pasa los veranos en los castillos de los principales nobles (el desterrado Bolingbroke entre ellos), viaja llevando una misi�n diplom�tica semioficial a los Pa�ses Bajos en compa��a de una brillante aventurera, Madame de Rupelmode; escribe en su honor uno de sus famosos y agresivos poemas: la Carta a Urania, manifiesto de esc�ptico hedonismo; es festejado por pr�ncipes y generales en el estado mayor franc�s de Cambrai, e inaugura con el poeta l�rico J. B. Rousseau (no con el c�lebre Jacques) el primero de sus innumerables desaf�os literarios. Dur� varios a�os, con alg�n ingenio y m�s brutalidad, dividiendo todo Par�s en dos campos adversos. Rousseau, esc�ptico y libertino en los a�os mozos, se hab�a convertido en la vejez. Muri� en la libertad de amonestar a Voltaire por el escepticismo de sus versos, y �ste, en el colmo de la irritaci�n, lleg� a dudar que la Oda a la posteridad de Rousseau, "alcanzara alguna vez su destino". Las peleas de Voltarie apenas merecen hoy d�a nuestra atenci�n. Resultan significativas porque son los s�ntomas externos de un tumulto que tuvo una importancia vital en la historia. Voltaire pod�a iniciar una disputa burl�ndose de un viejo enf�tico y desafi�ndolo con su irreprimible espad�n verbal, pero el viejo y la prensa que lo apoyaba ten�an entonces la oportunidad de poner al poeta en la picota ha haci�ndolo castigar por radical y esc�ptico. Las armas de los dos campos eran desiguales. Voltaire s�lo contaba con su talento, mientras que los ortodoxos ten�an su retaguardia en la Bastilla y el despacho del censor.

La sombra de estos dos antros lo acechaba de nuevo. Hab�a concluido la Henriade (cuya primera versi�n se titulaba La Liga) y se le hab�a negado la licencia para publicarla. Sin asustarse por eso, la hizo imprimir clandestinamente, pues los proveedores de t�xicos intelectuales eran en aquellos d�as tan temerarios, aventureros, acaparadores y bellacos como cualquier contrabandista moderno. La edici�n clandestina obtuvo un �xito enorme. Todo el mundo buscaba un libro porque estaba prohibido. Adem�s, halag� el orgullo nacional de esta adolescente y sensible civilizaci�n, el que un poeta franc�s escribiera por fin un poema �pico, y el que eligiera por h�roe al elegante Enrique IV, el m�s galo y m�s querido de todos los reyes de Francia. Es un poema conforme a la tradici�n latina. Tiene un s�lida arquitectura, buena forma, proporciones, emulaci�n sostenida, ning�n �nfasis imprudente, ni momento de exaltaci�n y depresi�n. Los discursos son mucho mejores que el relato y hacen alarde de lo que el autor hubiera llamado elocuencia viril. La tendencia de este poema de propaganda es interesante, aunque est� muy lejos de poner al desnudo la mente de Voltaire. Se propon�a levantar un monumento al primer patriota nacional, al primer rey tolerante que aspiraba a ser el padre de todo su pueblo. Revela su liberalismo (muy acentuado en la �ltima versi�n ) y sus simpat�as internacionales, a trav�s de su adulador retrato de la reina Isabel y el elogio de las instituciones inglesas. Resultaba audaz al hacer un h�roe del hugonote Coligny y m�s audaz a�n al insertar un impecable relato de las matanzas de la noche de San Bartolom�, ya que esa proeza fue consagrada por la creaci�n de una medalla papal y la aprobaci�n de los te�logos de la Sorbona. Aunque el clandestino poema terminaba con una espl�ndida versi�n de las grandezas del reino de Luis XIV, el campo ortodoxo no se aplac�, y si Voltaire era ya en Francia el primer poeta entre los vivos, acababa de subir a una cima muchos m�s peligrosa, porque todos comprendieron que era el jefe de la oposici�n subversiva.

En la cumbre del �xito, hacia los �ltimos d�as del a�o 1725, le ocurri� un desgraciado percance que hubo de alterar todo el curso de su existencia. Mientras charlaba una tarde en la �pera, con su habitual derroche de ingenio y aplomo en compa��a de la m�s grande actriz de aquel periodo, mademosielle Lecouvreur, a quien admiraba tiernamente, un arist�crata se acerc� lanz�ndole este est�pido insulto: "�Se�or Voltaire, se�or Arouet, cu�l es su nombre?" El poeta no hizo caso, pero al d�a siguiente, el mismo personaje repiti� la broma. Era el caballero de Rohan, el soldado que nunca asisti� a una batalla, el hombre que hab�a vivido durante cuarenta a�os sin distinguirse m�s que por el derecho a llevar uno de los nombres m�s ilustres de Francia. Esa vez Voltaire le contest� y no sin dignidad : "El nombre que llevo no es un gran nombre, pero al menos yo s� c�mo honrarlo". El caballero levant� su bast�n sin llegar a pegarle. Voltaire puso la mano en el pu�o de su espada. La bella actriz se desmay� con mucha oportunidad y as� termin� por esa vez el incidente.

Dos o tres d�as m�s tarde, Voltaire recibi� un mensaje invit�ndole a cenar en la mansi�n de los Sully. Esto no ten�a en s� nada extraordinario, pero lo cierto es que el duque no envi� ninguna invitaci�n. A media comida, un mensajero pregunt� por Voltaire haci�ndole salir hasta la calle. All� se hallaba en un coche el caballero de Rohan, a la cabeza de seis hombres, que bajo su direcci�n le propinaron a su v�ctima una buena paliza. A l fin logr� Voltaire refugiarse en la casa y suplic� al duque que lo acompa�ara a la comisar�a. Pese a una intimidad de diez a�os, el duque se neg�: la familia de Rohan era demasiado poderosa para que se la ofendiese. Voltaire se dio cuenta entonces de que, en el gran mundo de sus tiempos, un plebeyo vapuleado era un objeto de irrisi�n, pero nunca de simpat�a. "Ser�amos muy desgraciados", dijo un noble obispo al conocer el ultraje. "si los poetas no tuviesen espaldas". Esos incidentes sol�an repetirse: Dryden fue azotado por el lacayo negro de Lord de Rochester. Aquel siglo se consideraba como el siglo de la buena educaci�n y en sus momentos menos tumultuosos llegaba en el trato entre iguales al m�s exquisito refinamiento. Las buenas maneras eran su ideal, lo cual significa que consegu�a esforz�ndose, una gracia muy poco espont�nea. Pero su substractum, la parte irreprimida de su conducta, era a�n instintivamente brutal. Luis XV ocupaba ya el trono habiendo cumplido su mayor�a y la reina acaba de otorgarle una pensi�n a Voltaire. �ste recurri� al ministerio en busca de justicia, y s�lo encontr� una firme negativa. Su valor f�sico era escaso, pero s�lo un duelo pod�a salvarle del desd�n p�blico. Los informes de la polic�a describen su desesperada excitaci�n: tom� lecciones de esgrima, busc� un padrino y lanz� su reto esperando un encuentro para el d�a siguiente. Los poseedores de un nombre ilustre no cruzaban su espada con poetas de la clase media. La familia Rohan intervino y Voltaire fue arrestado. El 17 de abril de 1726, se encontr� nuevamente en la Bastilla. Su estancia all� fue breve. Esta vez decidi� ponerse fuera del alcance de aquella instituci�n. Conforme a su deseo se le escolt� hasta Calais y all� tom� el paquebote con direcci�n a Inglaterra. Aquella experiencia se le grab� muy hondo. Sigui� abri�ndose camino entre los grandes. A pesar de su aplomo desconoc�a a�n su propio poder y durante muchos a�os se procur� al apoyo de reyes y reinas, ingleses y polacos, prusianos e incluso franceses. Pero sus escritos demuestran que la paliza de Rohan dej� rastro. Y lo consagr� como el pensador revolucionario de la clase media.

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