Partido, pues, el Almirante del monasterio de la R�bida, que est� cerca de Palos, junto con Fray Juan P�rez, al campamento de Santa Fe, donde por entonces estaban los Reyes Cat�licos para sitiar Granada, dicho fraile inform� a la reina y le hizo tantas instancias, que Su Majestad accedi� a que se volviese a discutir de nuevo el descubrimiento. Como el parecer del prior del Prado y de sus secuaces le era contrario, y por otra parte el Almirante demandaba el almirantazgo, el t�tulo de virrey y otras cosas de grande estimaci�n e importancia, le pareci� cosa recia conced�rselas. Como quiera que, saliendo verdadero lo que propon�a, estimaban en mucho lo que demandaba; y resultando lo contrario, les parec�a ligereza el concederlo; de lo que result� que el negocio se convirti� en humo.
No dejar� de decir que yo estimo grandemente el saber, el valor y la previsi�n del Almirante, porque siendo tan desventurado en esto, y estando tan deseoso como he dicho de permanecer en estos reinos, reducido en aquel tiempo a un estado en el que con cualquier cosa deb�a de contentarse, fue animos�simo en no querer aceptar sino grandes t�tulos y estado, pidiendo tales cosas que, si hubiese previsto y sabido con seguridad el fin venturoso de su empresa, no habr�a podido pedir ni negociar mejor ni m�s gravemente de como lo hizo. De modo que por fin hubo que concederle cuanto ped�a, esto es, el ser almirante de todo el mar Oc�ano, con los t�tulos, prerrogativas y preminencias que ten�an los almirantes de Castilla en sus jurisdicciones; y que en todas las islas y la tierra firme fuese virrey y gobernador con la misma autoridad y jurisdicci�n que se les conced�a a los almirantes de Castilla y Le�n; que los oficios de la administraci�n y justicia en todas las dichas islas y tierra firme fuesen en absoluto provistos y removidos a su voluntad y arbitrio; que todos los gobiernos y regimientos se debiesen dar a una de las tres personas que �l nombrase; y que en cualquier parte de Espa�a donde se traficase y contratase con las Indias, �l pusiese jueces que resolviesen sobre aquello que a tal materia perteneciera. En cuanto a las rentas y utilidades, adem�s de los salarios y derechos propios de los susodichos cargos de almirante, virrey y gobernador, exigi� la d�cima parte de todo aquello que se comprase, permutase, hallase o rescatase y estuviese dentro de los confines de su almirantazgo, descontando solamente los gastos hechos en adquirirlo: de modo que si en una isla se encontraran mil ducados, ciento hab�an de ser suyos. Como sus contrarios dec�an que �l no aventuraba cosa alguna en aquel viaje m�s que ser capit�n de una armada mientras �sta pudiese durar, pidi� tambi�n que le fuese entregada la octava parte de lo que trajese a su regreso, y que �l habr�a puesto la octava parte de los gastos de dicha armada.
Siendo estas cosas tan importantes, y no queriendo Sus Altezas conced�rselas, el Almirante se despidi� de sus amigos y emprendi� el camino de C�rdoba para disponer su viaje a Francia, porque estaba resuelto a no volver a Portugal, aunque el rey le hab�a escrito, como se dir� m�s adelante.