Ya entrando el mes de enero de 1492, el mismo d�a que el Almirante sali� de Santa Fe,35entre aqu�llos a quienes disgustaba su partida, Luis de Sant�ngel, de quien ya arriba hemos hecho menci�n, anheloso de alg�n remedio, se fue a presentar a la reina, y con palabras que el deseo le suger�a para persuadirla, y a la vez reprenderla, le dijo que se maravillaba mucho de ver que siendo siempre su Alteza de �nimo pronto para todo negocio grave e importante, le faltase ahora para emprender cosa en la que tan poco se aventuraba, y de la que tanto servicio a Dios y a exaltaci�n de su Iglesia pod�a resultar, no sin grand�simo acrecentamiento y gloria de sus reinos y se�or�os; y tal, finalmente, que si alg�n otro pr�ncipe la consiguiera, como lo ofrec�a el Almirante, estaba claro el da�o que a su estado se seguir�a; y que, en tal caso, ser�a gravemente reprendida con justa causa por sus amigos y servidores, y censurada por sus enemigos. Por lo cual todos dir�an despu�s que ten�a bien merecida tanta desventura; y que ella misma se doler�a y sus sucesores sentir�an justa pena. Por consiguiente, puesto que el negocio parec�a tener buen fundamento, y el Almirante, que lo propon�a, era hombre de buen juicio y de saber, y no ped�a otro premio sino de aquello que hallase, y estaba dispuesto a contribuir a una parte de los gastos y aventuraba su persona, no deb�a Su Alteza estimar la cosa tan imposible como le dec�an los letrados. Y que lo que ellos dec�an de que ser�a cosa censurable haber constribuido a semejante empresa en el caso de que no resultase tan bien como propon�a el Almirante, era vanidad. Antes bien que �l era de parecer contrario al de ellos y que cre�a que m�s bien ser�an juzgados como pr�ncipes magn�nimos y generosos por haber intentado conocer las grandezas y secretos del universo. Lo cual hab�an hecho otros reyes y se�ores, y se les hab�a atribuido como gran balanza. Pero aunque fuese tan dudoso el resultado, para salir de tal duda estaba bien empleada cualquier suma de oro. Adem�s de que el Almirante no ped�a m�s que dos mil quinientos escudos para preparar la armada; y tambi�n para que no se dijese que la deten�a el miedo de tan poco gasto, no deb�a en modo alguno abandonar aquella empresa.
A cuyas palabras, la Reina Cat�lica, conociendo el buen deseo de Sant�ngel, respondi� d�ndole gracias por su buen consejo, y diciendo que era gustosa de aceptarlo a condici�n de que se retrasara la ejecuci�n hasta que respirase algo de los trabajos de aquella guerra. Y aunque a �l le pareciese otra cosa, estaba dispuesta a que sobre las joyas de su c�mara se buscase prestada la cantidad de dinero necesaria para hacer tal armada. Pero Sant�ngel, visto el favor que le hac�a la reina al aceptar por consejo suyo lo que hab�a rachazado por el de otros, respondi� que no era menester empe�ar las joyas, porque �l har�a peque�o servicio a Su Alteza prest�ndole de su dinero. Con tal resoluci�n, la reina envi� en el acto a un alguacil de corte por la posta, para hacer regresar al Almirante.
El alguacil lo encontr� cerca del puente de Pinos, que dista dos leguas de Granada, y aunque el Almirante se doliese de las dilaciones y dificultades que hab�a encontrado en su empresa, informado de la determinaci�n y voluntad de la reina, regres� a Santa Fe, donde fue bien acogido por los Reyes Cat�licos; y luego fue encargada su capitulaci�n y expedici�n al secretario Juan de Coloma, quien de orden de Sus Altezas y con su real firma y sello le concedi� y consign� todas las capitulaciones y cl�usulas que seg�n arriba dijimos hab�a demandado, sin que se quitase ni mudase cosa alguna.