Fueron siempre, magn�fico se�or m�o, tenidos en grand�sima estima todos aquellos que fueron descubridores de alguna cosa de provecho; y tanta fue la estima en que los tuvieron los antiguos, que no content�ndose con las alabanzas humanas, los inclu�an en el n�mero de los dioses. De aqu� Saturno, J�piter, Marte, Apolo, Esculapio, Baco, H�rcules, Mercurio, Palas y Ceres, y de aqu�, en suma, todos los dioses paganos, de que est�n llenos los antiguos escritos. Y no parece que hicieran esto sin motivo, pues no teniendo la luz de la verdadera religi�n, adoraban a aquellos hombres de quienes hab�an recibido alg�n beneficio notable. Es opini�n de los sabios que el hombre no puede dar mayor muestra de gratitud a quien le ha favorecido cuando no puede remunerarle con donativos que por medio de honores. Pues s�lo se honran las cosas divinas o que tienen un destello de divinidad. �Y qu� mayor indicio de su divinidad puede dar el hombre que el descubrir cosas de provecho para otro hombre? Y es cosa cierta que todo aquel que inventa cosas �tiles es sumamente amado por Dios, quien es el �nico y verdadero dador de todos los bienes, y quien con frecuencia, por medio de un solo hombre, se digna poner de manifiesto cosas rar�simas, que hab�an estado ocultas durante largos siglos. Como ha ocurrido en nuestros d�as con el Nuevo Mundo, que o era desconocido para algunos, o si lo conoc�an, su noticia estaba tan perdida que todo aquello que de �l se dec�a, era tenido por fabuloso. Y ahora, por medio tan s�lo del Ilustr�simo D. Crist�bal Col�n, hombre verdaderamente providencial, le ha placido ponerlo de manifiesto. De donde puede concluirse, en primer lugar, que este hombre singular�simo haya sido muy grato a Dios; y tambi�n puede decirse que de haber �l vivido en aquella edad remota, no s�lo los hombres le habr�an contado entre sus dioses por semejantes haza�as, sino que lo habr�an puesto a la cabeza de ellos. Es cosa cierta que esta edad no puede honrarlo tanto que no sea digno de mayor honor a�n. Y es digno de grand�sima alabanza aqu�l que se dedica a inmortalizar el nombre de un var�n tan claro, verdaderamente merecedor de vivir en la memoria de los hombres mientras el mundo exista. Como se ve que ha hecho Vuestra Se�or�a, que con tanta diligencia ha procurado que salga a luz la vida de persona tan egregia, escrita por el Ilustr�simo Don Hernando Col�n, hijo segundo del susodicho Don Crist�bal, y Cosm�grafo mayor del invict�simo Carlos V. Fue Don Hernando de no menos m�rito que su padre, pero de muchas m�s letras y ciencias, y dej� a la catedral de Sevilla, donde hoy tiene honrosa sepultura, una biblioteca, no s�lo numeros�sima, sino riqu�sima, llena de muchos libros rar�simos de todas las ciencias, y estimada por quienes la han visto como una de las cosas m�s notables de toda Europa. Y no cabe dudar que su historia es verdadera, pues fue escrita por el hijo, siguiendo relaciones y cartas, con mucha prudencia. Y tampoco cabe dudar que haya sido escrita de mano del susodicho Ilustr�simo Don Hernando y que lo que ha tenido Vuestra Se�or�a no sea el original aut�ntico, puesto que le fue entregado como tal por el Ilustr�simo Don Luis Col�n, muy amigo de Vuestra Se�or�a. Es hoy d�a este Ilustr�simo Don Luis, almirante de Su Majestad Cat�lica, y fue sobrino del susodicho Don Hernando e hijo del Ilustr�simo Don Diego, primog�nito de Don Crist�bal. Este Don Diego hered� el estado y la dignidad de su padre. Del m�rito de este Don Luis no se puede decir tanto que �l no sea m�s. Vuestra Se�or�a, pues, como caballero honrado y de gran bondad y deseoso de que la gloria de var�n tan excelente siga siendo inmortal, sin preocuparse por sus setenta a�os de edad, ni por la �poca del a�o, ni por lo largo del viaje, vino de G�nova a Venecia, con el prop�sito de hacer imprimir el libro mencionado, tanto en lengua castellana, en la que fue escrito, como en la italiana, y aun tambi�n de hacerlo traducir a la latina, de tal modo que la verdad de los hechos de var�n tan eminente, verdadera gloria de Italia, y en especial de la patria de Vuestra Se�or�a, se haga clara y manifiesta. Pero viendo el mucho tiempo que se necesita para hacer esto, y obligado por sus muchas ocupaciones p�blicas y particulares a regresar a su ciudad, se encarg� de la tarea el se�or Juan Bautista de Marino, caballero adornado de nobil�simas cualidades, de grande �nimo y letras. El cual, siendo como es mi se�or, ha querido que fuese en buena parte m�o el cuidado de tal asunto, y yo no he querido dejar de hacerlo, sabiendo que as� dar�a placer a dicho se�or y que a Vuestra Se�or�a no le hab�a de desagradar. He aqu�, pues, se�or m�o, que el libro se publica, como es debido, bajo el nombre de Vuestra Se�or�a, como de quien ha procurado con tanto trabajo que se imprima y ha prestado ayuda tan diligente. Ahora bien, siendo casi hechura de Vuestra Se�or�a, es de justicia que los efectos se vuelvan y reflejen en sus causas. Recibid, pues, se�or, con alegre semblante vuestro libro, y tenedme siempre por afect�simo.
Venecia, 25 de abril de 1571