Bernal D�az del Castillo y el popularismo en la historiograf�a espa�ola

"La historia es, de todas las ciencias, la que se acerca m�s a la vida. En esta relaci�n indestructible con la vida reside para la historia su debilidad y su fuerza. Hace variables sus normas, dudosa su certidumbre; pero, al mismo tiempo, le da su universalidad, su importancia, su gravedad." Estas palabras de Huizinga tienen, sin duda, valor universal; pero yo las considero aplicables a Espa�a m�s que a ning�n otro pa�s. En Espa�a la historia est� tan �ntimamente unida a la vida, que nuestras producciones hist�ricas m�s valiosas son las que se han escrito al filo de los hechos, las que han nacido de una visi�n directa, de una vivencia de los acontecimientos relatados.

Es frecuente que el erudito espa�ol, al elaborar una historia de tipo alto, cient�fico, de base documental y libresca, fracase en su empe�o. Nos bastar�, a este respecto, con recordar lo ocurrido en la cr�nica oficial de Indias. En cambio, cualquier testigo o actor de hechos destacados suele tener entre nosotros una capacidad, una fuerza pl�stica en la descripci�n, una viveza y exactitud en el detalle, que no creo hayan sido alcanzadas en la producci�n historiogr�fica de otros pa�ses.

En nuestro suelo han abundado las obras hist�ricas. La cr�nica medieval ten�a por objeto relatar los hechos de los reyes, seg�n nos lo dice la de Alfonso XI, modelo del g�nero en opini�n de Fueter. En efecto, a partir de Alfonso X, cada monarca espa�ol tiene una o varias cr�nicas dedicadas al relato de los hechos de su reinado, cuyos autores no siempre son conocidos.

En el siglo XV, cuando decae el poder real bajo los d�biles monarcas de la casa de Trastamara, pasan a ser asunto de las cr�nicas no s�lo las acciones del rey, sino tambi�n las de los nobles. Y as�, al lado de la cr�nica de don Enrique III surgir� la magn�fica de don Pero Ni�o, conde de Buelna, espejo de caballeros; frente a la de don Juan II, la de su privado don �lvaro de Luna; junto a las de Enrique IV, la del condestable Miguel Lucas de Iranzo, favorito del monarca, la de don Alonso de Monroy, clavero de Alc�ntara, y otras. Reyes y nobles desfilan en la estupenda galer�a de retratos que son las Generaciones y semblanzas de P�rez de Guzm�n.

Tambi�n aparece ya en el siglo XV, en nuestra patria el libro de viajes, representado por las deliciosas Andan�as de Pero Tafur, caballero de noble familia andaluza que, aprovechando las treguas con los moros granadinos, hace un viaje a los Santos Lugares y recorre diversos pa�ses. Pero Tafur, cuya obra se prestaba al relato de todo g�nero de estupendos prodigios, nos dir�: "Yo uve buena informaci�n de la cibdat de Damasco, pero, pues non la vi, d�xolo para quien la vido".

En pleno Renacimiento, reinando los reyes cat�licos, cuando la historia trata de elevar su nivel imitando los modelos de la antig�edad cl�sica —con lo cual lo �nico que consigue es inundar el relato de discursos farragosos, como ocurre en la cr�nica de Hernando del Pulgar—, surge un magn�fico representante del relato directo, de tipo popular, en Andr�s Bern�ldez, cura de Los Palacios. No desde�ar� �ste decirnos que escribe el libro a instancias de una abuela suya.

Yo, el que estos cap�tulos de memorias escrib�, siendo de doce a�os, leyendo en un registro de mi abuelo difunto, que fu� escribano p�blico en la villa de Fuentes, de la encomienda mayor de Le�n, donde yo nac�, hall� unos cap�tulos de algunas cosas haza�osas que en su tiempo hab�an acaecido, y oy�ndolas leer mi abuela viuda, su mujer, siendo en casi senitud, me dijo "Hijo, y t�, �por qu� no escribes as� las cosas de ahora como est�n �sas? Pues no hayas pereza de escribir las cosas buenas que en tus d�as acaecieren, porque las sepan los que despu�s vinieren, y maravill�ndose desque las lean, den gracias a Dios".

Ni omitir� que la reina Isabel se tir� de los pelos al saber la actitud de rebeld�a en que estaba colocado el arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo. "Y el arzobispo con mal seso le envi� a decir a la reina que supiese certificadamente que si all� iba, que entrando ella en Alcal� por una puerta, que �l se ir�a huyendo por la otra. Y como esto supo la reina estando oyendo misa, la misa acabada, obo tanto enojo, que ech� mano a los cabellos." El alba de una nueva Espa�a apuntar� en las notas sencillas de una canci�n infantil.

Despu�s que se comenzaron las guerras en Castilla entre el rey don Enrique e los caballeros de sus reinos, e antes que el rey don Fernando casase con la reina do�a Isabel, se dec�a un cantar en Castilla, que dec�an las gentes nuevas, a quien la m�sica suele aplacer, a muy buena sonada: "Flores de Arag�n, dentro en Castilla son". E los ni�os tomaban pendoncitos chiquitos, y caballeros en ca�as, jineteando dec�an:"!Pend�n de Arag�n, pend�n de Arag�n!" E yo lo dec�a y dije m�s de cinco veces. Pues bien podemos decir aqu�, seg�n la experiencia que adelante se sigui�: Domine, ex ore infantium et lactantium perfecisti laudem...

Sin abandonar este tono familiar escribe Bern�ldez p�ginas insuperables sobre la toma de Granada, la expulsi�n de los jud�os y el descubrimiento de Am�rica. Sobradamente conocida es su semblanza de Crist�bal Col�n.

Mientras en Espa�a hace estragos la tendencia historiogr�fica erudita, que nos da enrevesados relatos de la vida del Gran Capit�n, textos latinos sobre la de Cisneros y multitud de esbozos y acopios de materiales para la de Carlos V, se vuelca y desborda en Am�rica el espa�ol iletrado, con su gozoso af�n de contemplar escenarios nunca vistos y de realizar haza�as descomunales. Ahora ya no son reyes ni nobles quienes llevan a cabo los hechos heroicos, sino cualquier caudillo o soldado de expedici�n conquistadora, y en consonancia cambia el nivel social de temas y autores de cr�nicas. Fern�ndez de Oviedo precisa que se trata de un hecho t�picamente espa�ol.

Rara cosa y pres�ioso don de la natura, y no visto en otra naci�n alguna tan copiosa y generalmente concedida como a la gente espa�ola; porque en Italia, Francia y en los m�s reinos del mundo, solamente los caballeros son especial o naturalmente exercitados e dedicados a la guerra, o los inclinados e dispuestos para ella; y las otras gentes populares e los que son dados a las artes mec�nicas e a la agricultura e gente plebea, pocos dellos son los que se ocupan en las armas o las quieren entre los extra�os. Pero en nuestra naci�n espa�ola no pares�e sino que com�nmente todos los hombres della nas�ieron principal y especialmente dedicados a las armas y a su exer�icio, y les son ellas e la guerra tan apropiada cosa, que todo lo dem�s les es a�essorio, e de todo se desocupan de grado para la milicia. Y desta causa, aunque pocos en n�mero, siempre han hecho los conquistadores espa�oles en estas partes lo que no pudieron aver hecho ni acabado muchos de otras nas�iones.

Es un extranjero —Friederici—quien nos dice que no hay en ning�n pa�s cantidad tan grande de soldados cronistas como en el nuestro. Caracter�stico es en ellos el desprecio por la erudici�n libresca, si bien procuran exhibir ingenua y repetidamente la poca que poseen. Representante genuino de esta actitud es Gonzalo Fern�ndez de Oviedo, quien a cada paso dice no sirven de nada la elegancia del estilo y la erudici�n si no se ha vivido lo que se quiere relatar. Sus ataques se dirigen contra Pedro M�rtir, cronista palatino, que escribi� sus Decadas de Orbe Novo sin moverse de Espa�a. "Quanto m�s que [los autores pasados] no como experimentadores, como nuestros espa�oles, buscando el mundo, sino como especuladores, est�ndose quedos, hablan a su benepl�cito."

Las quales [las materias de estos libros] no he sacado de dos mil millares de vol�menes que haya le�do, como en el lugar suso alegado Plinio escribe... pero yo acumul� todo lo que aqu� escribo de dos mil millones de trabajos y nes�essidades e peligros en veinte e dos a�os e m�s que ha que veo y experimento por mi persona estas cosas.

Frases como �stas saltan de continuo en las p�ginas de Oviedo.

Si en el fondo Oviedo sent�a temor al pensar que su cultura era insuficiente, mayor lo hab�a de sentir el capit�n Bernal D�az del Castillo, uno de los guerreros que m�s se distinguieron en la conquista de M�xico. �l mismo nos dice que dej� de escribir su cr�nica cuando lleg� a sus manos la de G�mara, el capell�n de Cort�s. Sin embargo, felizmente para nosotros, reanud� el trabajo al convencerse de las falsedades en que incurr�a el cl�rigo panegirista del caudillo. Bernal D�az adopta frente a G�mara la misma actitud que Oviedo frente Pedro M�rtir. Y aunque su obra ofrece calidades estupendas y �nicas, la posteridad no ha hecho justicia a sus m�ritos, dando por bueno el juicio adverso de Antonio de Sol�s, el cronista del siglo XVII que, amparado en la maravilla de su prosa, ha dado la versi�n cl�sica del relato de la conquista de M�xico por los espa�oles. Sol�s dice lo siguiente de la obra de Bernal:

Passa hoy por historia verdadera, ayud�ndose del mismo desali�o y poco adorno de su estilo para parecerse a la verdad y acreditar con algunos la sinceridad del escritor; pero aunque le assiste la circunstancia de aver visto lo que escrivi�, se conoce de su misma obra que no tuvo la vista libre de passiones para que fuesse bien governada la pluma: mu�strase tan satisfecho de su ingenuidad como quexoso de su fortuna; andan entre sus renglones muy descubiertas la embidia y la ambici�n; y paran muchas vezes estos afectos destemplados en quexas contra Hern�n Cort�s, principal h�roe de esta historia, procurando penetrar sus designios para deslucir y enmendar sus consejos; y diziendo muchas vezes como infalible, no lo que ordenava y dispon�a su capit�n, sino lo que murmuraban los soldados; en cuya rep�blica hay tanto vulgo como en las dem�s, siendo en todas de igual peligro que se permita el discurrir a los que nacieron para obedecer.

Los juicios de los historiadores sobre la cr�nica de Bernal suelen limitarse a insistir en lo dicho por Sol�s, y todos hablan de la rudeza de estilo, de la soberbia, e incluso de la animosidad contra Cort�s de nuestro cronista. Todo ello es inexacto. El estilo de Bernal es dif�cilmente superable en fuerza descriptiva y en la gracia de la narraci�n. Tiene el sentido del detalle preciso, para lo cual le ayuda una memoria sorprendente. Si a Alonso de Grado, un capit�n de quien Cort�s estaba quejoso, lo ponen dos d�as en un cepo, Bernal nos dar� la noticia, a�adiendo: "Acu�rdome que ol�a la madera de aquel cepo como a sabor de axos o �ebollas". Preocupado por el logro de la veracidad m�xima, no juzga indignos de su relato los detalles m�s menudos. Nunca se olvida de contar las gradas que tienen los templos."E luego nos baxamos las gradas abaxo, y como eran �iento y catorze, e algunos de nuestros soldados estavan malos de buvas o humores, les dolieron los muslos del abaxar." Tampoco escapan a su atenci�n los montones de calaveras.

Acu�rdome que ten�an una pla�a, adonde estavan unos adoratorios, puestos tanto rimeros de calaberas de muertos, que se podian contar, segud el concierto como estavan puestas, que al pares�er ser�an m�s de �ient mill; y en otra parte de la placa estavan otros tantos remeros de �ancarrones, huesos de muertos, que no se pod�an contar.

Sin embargo, estos detalles menudos, por vivos y sabrosos que sean, no bastan para hacer de Bernal un gran artista. Su pluma conserva la exactitud y el br�o cuando se trata de relatos amplios, y lo mismo describe las peripecias de un combate que el barullo del gran mercado mexicano o el g�nero de vida de Moctezuma.

V�ase una escena tomada al azar:

Y despu�s destas pl�ticas nos dixeron por se�as que fu�semos con ellos a su pueblo, y estuvimos tomando consejo si ir�amos o no, y acordamos con buen con�ierto de ir muy sobre aviso. Y llev�ronnos a unas casas muy grandes, que heran adoratorios de sus �dolos, y bien labradas de cal y canto, y ten�an figurado en unas paredes muchos bultos de serpientes y culebras grandes, y otras pinturas de �dolos de malas figuras; y alderredor de uno como altar, lleno de gotas de sangre muy fresca, y en otra parte de los �dolos, ten�an unos como a manera de se�ales de cruzes, y todo pintado, de lo cual nos admiramos de cosa nunca vista ni o�da. Y seg�n pares�i�, en aquella sas�n av�an sacrificado a sus �dolos �iertos indios para que les diesen victoria contra nosotros; y andavan muchas indias ri�ndose y holg�ndose, y al pare�er muy de paz; y como se juntavan tantos indios, temimos no hubiese alguna sagalagarda como la pasada de Cotoche. Y estando desta manera, vinieron otros muchos otros indios, que tra�an muy ro�nes mantas, cargados de carrizos secos, y los pusieron en un llano; y luego tras �stos vinieron dos esquadrones de indios flecheros, con lan�as y rodelas y hondas y piedras, y con sus armas de algod�n y puestos en con�ierto, y en cada esquadr�n su capit�n, los cuales se apartaron poco trecho de nosotros. Y luego en aquel instante salieron de otra casa, que hera su adoratorio de �dolos, diez indios que tra�an las ropas de mantas de algod�n largas que les davan hasta los pies, y heran blancas, y los cabellos muy grandes llenos de sangre rebuelta con ellos, que no se pueden desparzir ni aun peinar si no se cortan; los quales los indios eran sacerdotes de �dolos, que en la Nueva Espa�a com�nmente se llamavan papas, y ans� los nombrar� de aqu� en adelante. Y aquellos papas nos traxer�n sahumerios, como a manera de resina, que entre ellos llaman copal; y con brazeros de barro llenos de axcuas nos comencaron a sahumar, y por se�as nos dizen que nos vamos de sus tierras antes que a aquella le�a que all� tienen junta se ponga fuego y se acabe de arder; si no, que nos dar�n guerra y matar�n. Y luego mandaron pegar fuego a los carrizos, y se fueron los papas sin m�s no hablar. Y los que estaban apercebidos en los esquadrones para nos dar guerra comencaron a silvar y a ta�er sus bozinas y a tabalejos.

Despu�s de leer trozos como �ste no se concibe el juicio adverso de un historiador de la talla de Prescott: "Los m�ritos literarios de la obra son de �ndole muy humilde, como podr�a esperarse de la condici�n del escritor". Y es Prescott tambi�n quien nos habla de la vulgar vanidad de Bernal, que irrumpe con ostentaci�n verdaderamente c�mica en cada p�gina de su obra. Extra�a idea deb�a tener de la naturaleza humana el gran historiador norteamericano si, seg�n �l, hechos como la conquista de M�xico no pueden engendrar orgullo en quienes los realizan. Los conquistadores tienen una conciencia plena de la perspectiva hist�rica de sus actos, y frases como �stas son frecuentes en Bernal:

Y a lo que, se�ores, dez�s, que jam�s capit�n romano de los muy nombrados an acometido tan grandes hechos como nosotros, dizen verdad. E agora y adelante, mediante Dios, dir�n en las istorias que desto har�n memoria mucho m�s que de los antepasados.
�Qu� honbres � avido en el mundo que osasen entrar quatro�ientos soldados, y aun no llegamos a ellos, en una fuerte �ibdad como es M�xico, qu�es mayor que Vene�ia, estando apartados de nuestra Castilla sobre m�s de mil y quinientas leguas, y prender a un tan gran se�or, y hazer justi�ia de sus capitanes delante d�l?.

Si lo que se discute es la participaci�n personal de nuestro cronista en la gran empresa, deben leerse los �ltimos cap�tulos de su libro, en especial la estupenda "Memoria de las batallas y encuentros en que me he hallado". Bien pod�a decir quien tales hechos ten�a en su haber, sin que le tachemos de vanidad vulgar:

Y entre los fuertes conquistadores mis compa�eros, puesto que los hubo muy esforzados, a m� me ten�an en la cuenta dellos, y el m�s antiguo de todos. Y digo otra vez que yo, yo, y yo d�golo tantas vezes, que yo soy el m�s antiguo, y lo he servido como muy buen soldado a Su Majestad.

La actitud de Bernal frente a Cort�s y la relaci�n en que estaban los soldados con su capit�n nos plantean un problema sumamente delicado. Nada menos que el de la relaci�n entre individuo genial y masa. Sol�s lo resolvi� de un golpe con las palabras antes mencionadas, con su tes�s aristocr�tica. Y, sin embargo, las expediciones de conquista bien pueden hacernos pensar que la verdad es otra, que quienes en ellas participaban jugaban un papel muy distinto al de un soldado de fila en nuestros d�as, que hab�a de contarse con ellos para las m�s graves decisiones. Esto rebaja la grandeza se�era y destacada del caudillo y convierte a la masa en agente principal de la epopeya. Es el pueblo mismo quien la lleva a cabo, es la masa misma dotada de calidades extraordinarias y �nicas. En las p�ginas de Bernal palpita de continuo este aliento de todos, con el impulso hacia una meta com�n:

Aqu� es donde dize el coronista G�mora que quando mand� Cort�s barrenar los nav�os, que no osava p�blicar a los soldados que quer�a ir a M�xico en busca del gran Montezuma. No pasa como dize, pues, �de qu� condi�i�n somos los espa�oles para no ir adelante y estarnos en parte que no tengamos provecho e guerras?
Y estando en aquella villa (Veracruz), sin tener en qu� entender, m�s de acabar de hazer la fortaleza, que todav�a se entend�a en ella, diximos a Cort�s todos los m�s soldados que se quedase aquello qu'estava hecho en ella para memoria, pues estava ya para enmaderar . Y que av�a ya m�s de tres meses qu'est�vamos en aquella tierra, a que ser�a bueno ir a ver qu� cosa era el gran Montezuma y buscar la vida y nuestra ventura.

Seg�n Bernal, Cort�s reun�a en consejo a sus capitanes y soldados distinguidos siempre que se trataba de tomar alguna resoluci�n importante: "Acord� nuestro capit�n de entrar en consejo con ciertos capitanes e algunos soldados que sab�a que le ten�an buena voluntad, porque dem�s de ser muy esfor�ados heran de buen consejo, porque ninguna cosa haz�a sin primero tomar sobr'ello nuestro pares�er". No debe extra�arnos esto, si recordamos que al plantearse las expediciones los propios soldados pod�an influir en la designaci�n del jefe: "Y todos los m�s soldados que all� nos hallamos dez�amos que bolviese el mesmo Joan de Grijalva, pues hera buen capit�n, y no av�a falta en su persona y en saber mandar". Vargas Machuca nos confirma este estado de cosas en su Malicia y descripci�n de las Indias: "El soldado deve reconocer esta obligaci�n, siendo humilde a los mandatos de su caudillo, cosa que el soldado de Indias guarda bien mal, con aquella arrogancia de que sabe tanto como su caudillo, y que siendo pr�ctico no ha menester quien le govierne, y fiados en esto hazen mil yerros dignos de castigo".

Animosidad hacia Cort�s, Bernal no la tuvo nunca . "Nunca capit�n fu� obedescido con tanto acato y puntualidad en el mundo, nos dice. Y nos advierte que se limitar� a llamar a Cort�s por su nombre, sin m�s t�tulos, porque el solo nombre de Cort�s supera a todos los elogios:

E puesto que fu� tan valeroso y esfor�ado y venturoso capit�n, no le nombrar� de aqu� en adelante ninguno destos sobrenombres de valerosos, ni esfor�ado, ni marquez del Valle, sino solamente Hernando Cort�s; porque tan tenido y acatado fu� en tanta estima el nombre de solamente Cort�s, ans� en todas las Indias como en Espa�a, como fu� nombrado el nombre de Alejandre en Ma�edonia, y entre los romanos Julio C�sar u Pompeyo y Cepi�n, y entre los cartagineses An�bal, y en nuestra Castilla a Gon�alo Hern�ndez, el Gran Capit�n. Y el mesmo valeroso Cort�s se holgava que no le pusiesen aquellos sublimados ditados, sino solamente su nombre.

Lo que ocurre es que Bernal traza de Cort�s una silueta viva, nos da un hombre de carne y hueso, y no un personaje de tragedia acad�mica. Que en sus p�ginas Cort�s, sin perder su calidad heroica, se purga, y se r�e y les da bromas a los indios. Que no emplea un lenguaje solemne, sino llano y popular. "Y Cort�s dixo que no pod�a reposar, que cabra coxa no tenga siesta, que �l quer�a ir en persona con los soldados que consigo tra�a." Y Cort�s les respondi�, medio enojado, que val�a m�s morir por buenos, como dizen los cantares, que bivir deshonrados." Tampoco dejar� Bernal de decirnos c�mo en los repartos de bot�n eran Cort�s y sus capitanes quienes se llevaban la parte del le�n, especialmente al distribuir las indias cautivas, dej�ndoles a los pobres soldados las viejas y feas, En noticias de este tipo pensaba sin duda el grave Sol�s cuando escrib�a: " ...ni gastar el tiempo en las circunstancias menudas, que o manchan el papel con lo indecente o le llenan de lo menos digno, atendiendo m�s al volumen que a la grandeza de la historia".

Creo que nadie compartir�a hoy esa opini�n. La grandeza de la historia est�, precisamente, en que sus personajes sean hombres y no dioses. Y Sol�s, que calzaba el coturno a Cort�s, no pod�a ignorar que el calzado usado por el caudillo y sus soldados en la conquista era la alpargata.

Donde m�s se ha destacado la importancia de la obra de nuestro cronista es en Am�rica, especialmente en M�xico y Guatemala. El historiador mexicano Carlos Pereyra ha escrito p�ginas caldeadas por la admiraci�n acerca de la obra de Bernal. Y, sin embargo, es un mexicano, Genaro Garc�a, el editor de la cr�nica de Bernal, quien hace un nuevo cargo a nuestro autor. Dice de �l que rebaja a los indios y encumbra a los espa�oles m�s de lo debido "por v�a de contraste, o tal vez para debilitar un tanto el inter�s que pudieran despertar en los lectores". Que esto es inexacto nos lo demuestra una lectura atenta de las p�ginas de Bernal. Admira nuestro cronista grandemente las virtudes guerreras de los mexicanos. Habla con enorme respeto y cari�o de Moctezuma y de sus calidades de gran se�or. Quiere a sus encomendados y se alegra al o�r que hablan de ser buenos cristianos.

La conducta de los conquistadores era m�s humana que la de cualquier tropa colonial de nuestros d�as. Bien lo prueba la expedici�n de castigo de Gonzalo de Sandoval a un pueblo sujeto a Texcoco:

Hall�se all� aquel pueblo mucha sangre, de los espa�oles que mataron, por las paredes, con que ab�an ro�iado con ella a sus �dolos; y tambi�n se hall� dos caras que av�an desollado, y adobado los cueros como pellejos de guantes, y las ten�an con sus barvas, puestas y ofrecidas en uno de sus altares. Y asimismo se hall� cuatro cueros de cavallos curtidos muy bien adere�ados, que ten�an sus pelos, e con sus herraduras, y colgadas a sus �dolos en el su cu mayor. Y hall�se muchos vestidos de los espa�oles que av�an muerto, colgados y ofrescidos a los mismos �dolos. Y tambi�n se hall� en un m�rmol de una casa, adonde los tuvieron presos, escrito con carbones: "Aqu� estubo preso el sin ventura Juan Yuste, con otros muchos que tra�a en mi compa�ia". Este Juan Yuste era un hidalgo de los de cavallo, que all� mataron, y de las personas de calidad que Narv�ez av�a tra�do. De todo lo cual el Sandoval y todos sus soldados ovieron manzilla y les pes�; m�s, �qu� remedio av�a ya que hazer, sino usar de piedad con los de aquel pueblo, pues se fueron huyendo, y no aguardaron, y llevaron sus mugeres e hijos? Y algunas mugeres que se prend�an, lloraban por sus maridos y padres. Y biendo esto el Sandoval, con quatro prin�ipales que prendi�, y con todas las mugeres, a todos los solt�, y enbi� a llamar a los del pueblo, los quales vinieron y le demandaron perd�n.

He hablado antes de un proceso de democratizaci�n en las cr�nicas, proceso que m�s se refiere al asunto que a la manera de estar escritas. Mayor popularismo, m�s estilo directo hay en las primeras cr�nicas reales que en las de los nobles de nuestro siglo XV. La tendencia culta que se hab�a mezclado armoniosamente con la popular en Pero Lop�z de Ayala —en menor grado en Alonso de Palencia—, rompe abiertamente con esta �ltima a partir de los d�as renacentistas de los reyes cat�licos. La oposici�n renacentista entre el vulgo y el sabio se hace irreductible en la historiograf�a. y mientras el pretendido vulgo se abre camino a su manera, produciendo la flora espl�ndida de las cr�nicas de indias, que culmina en la obra de Bernal, los sabios penisulares se pierden en sus acopios de materiales y en los afeites de su prosa. Solamente el contacto directo de los hechos vivificar� relatos como los de Hurtado de Mendoza y M�rmol Carvajal sobre la guerra con los moriscos de Granada. La preocupaci�n por la forma, tan acusada en estos dos autores, llevar� en nuestro siglo XVII al extremo de que no se hace historia, sino tratados sobre la manera de escribirla, en los que se discuten las cualidades y dotes en que se debe poseer el historiador —Cabrera de C�rdoba, Fray Jer�nimo de San Jos�—. El barroquismo retorcer� los hechos en busca de interpretaciones y sentencias morales. Eruditos de la talla de Nicol�s Antonio abrir�n el camino a las rebuscas del siglo XVII. Pero la historiograf�a popularista ya no levantar� cabeza. Qued� enterrada en Am�rica, con los soldados que la escribieron.

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