El c�ndor11[Nota 11]

12[Nota 12]CHIQUITOS: Lo que les cont� en mi carta anterior sobre los zorritos que quise criar y no pude estuvo a punto de repetirse ayer mismo aqu�, sobre el lago Nahuel Huapi. Lo que esta vez quise criar fueron tres pichones de c�ndor. Yo los hab�a visto d�as atr�s en la grieta de una monta�a que cae a pico sobre el lago, formando una lisa pared de piedra de 50 metros de altura. Ese acantilado, como se llama a esas alt�simas murallas perpendiculares, forma parte de la cordillera de los Andes. A la mitad de la altura del acantilado existe una gran grieta en forma de caverna. Y en el borde de esa grieta yo hab�a visto tres pichones de c�ndor que tomaban el sol, movi�ndose sin cesar de delante a atr�s.

Ustedes saben, porque se los he contado, que en el momento actual no hay c�ndores en nuestro Jard�n Zool�gico. Parece mentira, pero as� es. Los que hab�a murieron de reumatismo y otras enfermedades debidas a la falta de ejercicio. Y por m�s que se ha hecho, no ha podido conseguirse m�s c�ndores.

Al ver aquellos tres pichones con su pelusa gris, tomando juntos el sol moribundo, dese� cazarlos vivos para ofrec�rselos a Onelli. 13[Nota 13] Los pichones de aves carn�voras como los pirinchos y los c�ndores, se cr�an muy bien en cautividad.

�Pero c�mo cazarlos, chiquitos? Era imposible trepar por aquella negra y fant�stica muralla de piedra, sin una saliente donde poder hacer pie. Iba, pues, a perder las esperanzas de poseer mis condorcitos cuando un muchacho chileno, criado entre precipicios y cumbres de monta�a, se ofreci� a tra�rmelos vivos, siempre que yo lo ayudara con mis compa�eros.

El plan del muchacho era tan arriesgado como sencillo. Consist�a en atarse una cuerda a la cintura y descender desde lo alto del acantilado hasta el nido de c�ndores. Nosotros ir�amos soltando la cuerda hasta que el muchacho alcanzara la grieta. Se apoderar�a entonces de los pichones que, con seguridad, le lastimar�an las manos con sus garras, y despu�s de meterlos en una bolsa que llevar�a atada al cuello, dar�a tres tirones a la cuerda para avisarnos que todo estaba listo.

Como ven, chiquitos, el plan no pod�a ser m�s simple. Con un cazador de cordillera como �l, no hab�a que temer el mareo o v�rtigo. S�lo quedaba, y muy grande, el peligro de que los c�ndores padres regresaran antes de hora a su nido.

Nosotros hab�amos observado que el casal de c�ndores se ausentaba siempre a mediod�a, para regresar a la ca�da de la tarde. Seguramente iban hasta muy lejos, a buscar alimento para sus hijos. Pero comenzando temprano la cacer�a no hab�a miedo de que nos sorprendieran.

Tal fue lo que hicimos. A las dos de la tarde de un d�a nublado (ayer mismo, chiquitos; �qu� largo parece el tiempo cuando se ha sufrido una desgracia!); a las dos, pues, atamos la cuerda a la cintura del muchacho, sujet�ndole a la espalda la bolsa para encerrar dentro a los condorcitos. A las dos y diez minutos aflojamos todo el primer metro de cuerda, y el muchacho chileno qued� suspendido sobre el abismo.

Esta maniobra parece f�cil y r�pida, hijitos m�os, contada as�. Pero a nosotros, que est�bamos all� arriba aflojando la cuerda poco a poco, mientras el muchacho se balanceaba sobre 500 metros de vac�o, aquello nos parec�a horriblemente lento y largo.

Cien... 200...250 metros . De pronto la s�bita flojedad de la cuerda nos hizo conocer que el muchacho hab�a por fin hecho pie en el pretil de la grieta. Y la tarde, muy nublada, comenzaba a oscurecer ya. El tiempo hab�a cambiado tambi�n. S�bitamente, un gran fr�o se hab�a abatido sobre nosotros mientras los altos picos de la cordillera desaparec�an tras una borrasca de nieve.

Uno de nosotros grit� de pronto:

—�Los c�ndores! �Los c�ndores!

En efecto; peque�os a�n, se ve�an contra el cielo blanco dos puntitos oscuros que aumentaban velozmente de tama�o. Eran los grandes c�ndores que regresaban temprano al nido ante la inminente borrasca de nieve.

La situaci�n era tremenda para el infeliz muchacho. �Qu� destino pod�a esperarle?

Otro de nosotros grit� con todas sus fuerzas:

— �Ligero! �La cuerda! �Si dentro de 10 minutos no hemos recogido toda la cuerda, el pobre muchacho est� perdido!

Como locos, nos pusimos todos a recoger la cuerda.

Chiquitos: Yo nunca he visto en mi vida posici�n m�s desesperada ni ser humano a quien amenazara muerte m�s atroz. El muchacho podr�a defenderse un instante con su cuchillo; pero sin contar los terribles picotazos de los c�ndores que al fin lo destrozar�an , tampoco podr�a resistir a sus tremendos aletazos.

Y mientras tir�bamos y tir�bamos con furia, lleg� a nuestros mismos o�dos el silbido del aire cortado por las inmensas alas de los c�ndores. Los dos c�ndores hab�an ya o�do tambi�n el graznido de sus pichones, encerrados en la bolsa. Ambos lanz�ndose como una flecha sobre el cazador; y al estar ya sobre �l, con un golpe de ala desviaron bruscamente el vuelo. El primer c�ndor alcanz� asimismo al muchacho con la extremidad de sus potentes alas, mientras el segundo lo alcanzaba de pleno lanz�dolo al vac�o de un terrible aletazo.

Yo y otros m�s nos hab�amos tendido de boca sobre el mismo pretil de la muralla, desesperados de poder salvar al desgraciado. Y vimos a la infeliz criatura sacudida, golpeada, girando sobre s� misma en la extremidad de su cuerda, mientras los c�ndores, con sus rojas pupilas fulgurantes de ira, giraban sin cesar alrededor de un tremendo aletazo.

El desgraciado muchacho, con los brazos pendientes y la cabeza doblada, hab�a perdido el conocimiento. Y nosotros tir�bamos de la cuerda, �ay!, demasiado lentamente.

—�M�s ligero, por Dios! —gritaba sollozando el hermano del desgraciado muchacho— �Faltan 100 metros solamente! �80! �Faltan 50 nada m�s! �Valor, por amor de Dios!

—�Ay chiquitos! Ni por el amor de Dios pudimos salvar a la pobre criatura. Ante la amenaza de que el ladr�n de sus hijos pudiera escap�rseles y ante nuestra vista misma, los c�ndores cayeron uno tras otro sobre la v�ctima, y por un momento pudimos ver las garras, rojas de sangre, hundidas en la infeliz criatura mientras sus picos de acero se alzaban y hund�an en el vientre con la fuerza de un martinete.

Algunos de nosotros, que nada ve�an, gritaron a�n:

—�Animo! �Faltan s�lo 10 metros! �Ya est�! �Ya est� aqu�!...

�Pobre chilenito! �S�; ya estaba! Pero lo que estaba por fin en nuestras manos, atado a�n por la cuerda a la cintura, era s�lo el cad�ver destrozado de un chico de gran valor.

Mas no era �nicamente �l el muerto.

Dentro de la bolsa colgada al cuello yac�an tambi�n muertos a picotazos los tres pichones de c�ndor. Las gatas, las leonas y muchos otros animales matan a veces a sus cr�as cuando han sido tocadas por el hombre.

Triste destino, en verdad, el de los c�ndores, chiquitos, pues si nosotros hab�amos perdido a un heroico cazador, ellos, los c�ndores, hab�an perdido el a�o, su nido y sus tres hijos, sacrificados por ellos mismos.

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