Los bebedores de sangre9[Nota 9]

CHIQUITOS: �Han puesto ustedes el o�do contra el lomo de un gato cuando runrunea? H�ganlo con Tutankam�n, el gato del almacenero. Y despu�s de haberlo hecho, tendr�n una idea clara del ronquido de un tigre cuando anda al trote por el monte en son de caza.

Este ronquido, que no tiene nada de agradable cuando uno est� solo en el bosque, me persegu�a desde hac�a una semana. Comenzaba al caer la noche, y hasta la madrugada el monte entero vibraba de rugidos.

�De d�nde pod�a haber salido tanto tigre? La selva parec�a haber perdido todos sus bichos, como si todos hubieran ido a ahogarse en el r�o. No hab�a m�s que tigres; no se o�a otra cosa que el ronquido profundo e incansable del tigre hambriento, cuando trota con el hocico a ras de tierra para percibir el tufo de los animales.

As� est�bamos hac�a una semana, cuando de pronto los tigres desaparecieron. No se oy� un solo bramido m�s. En cambio, en el monte volvieron a resonar el balido del ciervo, el chillido del agut�, el silbido del tapir, todos los ruidos y aullidos de la selva. �Qu� hab�a pasado otra vez? Los tigres no desaparecen porque s�, no hay fiera capaz de hacerlos huir.

�Ah, chiquitos! Esto cre�a yo. Pero cuando despu�s de un d�a de marcha llegaba yo a las m�rgenes del r�o Iguaz� (20 leguas arriba de las cataratas), me encontr� con dos cazadores que me sacaron de mi ignorancia. De c�mo y por qu� hab�a habido en esos d�as tanto tigre, no supieron decir una palabra. Pero en cambio me aseguraron que la causa de su brusca fuga se deb�a a la aparici�n de un puma. El tigre, a quien se cree rey incontestable de la selva, tiene terror p�nico a un gato cobard�n como el puma.

�Han visto, chiquitos m�os, cosa m�s rara? Cuando le llamo gato al puma, me refiero a su cara de gato, nada m�s. Pero es un gatazo de un metro de largo, sin contar la cola, y tan fuerte como el tigre mismo.

Pues bien. Esa misma ma�ana, los dos cazadores hab�an hallado cuatro cabras de las 12 que ten�an, muertas a las entrada del monte. No estaban despedazadas en lo m�s m�nimo. Pero a ninguna de ellas les quedaba una gota de sangre en las venas. En el cuello, por debajo de los pelos manchados, ten�an todas cuatro agujeros, y no muy grandes tampoco. Por all�, con los colmillos prendidos a las venas, el puma hab�a vaciado a sus v�ctimas, sorbi�ndoles toda la sangre.

Yo vi las cabras al pasar, y les aseguro, chiquitos, que me encend� tambi�n en ira al ver a las cuatro pobres cabras sacrificadas por la bestia sedienta de sangre. El puma, del mismo modo que el hur�n, deja de lado cualquier manjar por la sangre tibia. En las estancias de R�o Negro y Chubut, los pumas causan tremendos estragos en las majadas de ovejas.

Las ovejas, ustedes lo saben ya, son los seres m�s est�pidos de la creaci�n. Cuando olfatean a un puma, no hacen otra cosa que mirarse unas a otras y comienzan a estornudar. A ninguna se le ocurre huir. S�lo saben estornudar, y estornudan hasta que el puma salta sobre ellas. En pocos momentos, van quedando tendidas de costado, vaciadas de toda su sangre.

Una muerte as� debe ser atroz, chiquitos, aun para ovejas resfriadas de miedo. Pero en su propia furia sanguinaria, la fiera tiene su castigo. �Saben lo que pasa? Que el puma, con el vientre hinchado y tirante de sangre, cae rendido por invencible sue�o. �l, que entierra siempre los restos de sus v�ctimas y huye a esconderse durante el d�a, no tiene entonces fuerzas para moverse. Cae mareado de sangre en el sitio mismo de la hecatombe. Y los pastores encuentran en la madrugada a la fiera con el hocico rojo de sangre, fulminada de sue�o entre sus v�ctimas.

�Ah, chiquitos! Nosotros no tuvimos esa suerte. Seguramente, cuatro cabras no eran suficientes para saciar la sed de nuestro puma. Hab�a huido despu�s de su haza�a, y forzoso nos era rastrearlo con los perros.

En efecto, apenas hab�amos andado una hora cuando los perros erizaron de pronto el lomo, alzaron la nariz a los cuatro vientos y lanzaron un corto aullido de caza: hab�an rastreado al puma.

Paso por encima, hijos m�os, la corrida que dimos tras la fiera. Otra vez les voy a contar con detalles una corrida de caza en el monte. B�steles saber por hoy que a las cinco horas de ladridos, gritos y carreras desesperadas a trav�s del bosque quebrando las enredaderas con la frente, llegamos al pie de un �rbol, cuyo tronco los perros asaltaban a brincos, entre desesperados ladridos. All� arriba del �rbol, agazapado como un gato, estaba el puma siguiendo las evoluciones de los perros con tremenda inquietud.

Nuestra cacer�a, puede decirse, estaba terminada. Mientras los perros "torearan" a la fiera, �sta no se mover�a de su �rbol. As� proceden el gato mont�s y el tigre. Acu�rdense, chiquitos, de estas palabras para cuando sean grandes y cacen: tigre que trepa a un �rbol es tigre que tiene miedo.

Yo hice correr una bala en la r�camara del Winchester, para enviarla al puma entre los dos ojos, cuando uno de los cazadores me puso la mano en el hombre dici�ndome:

—No le tire, patr�n. Ese bicho no se vale una bala siquiera. Vamos a darle un soba como no la llev� nunca.

�Qu� les parece chiquitos? �Una soba a una fiera tan grande y fuerte como el tigre? Yo nunca hab�a visto sobar a nadie y quer�a verlo.

�Y lo vimos, por Dios bendito! El cazador cort� varias gruesas ramas en trozos de medio metro de largo y como quien tira piedras con todas sus fuerzas, fue lanz�ndolos uno tras otro contra el puma.

El primer palo pas� zumbando sobre la cabeza del animal, que aplast� las orejas y maull� sordamente. El segundo garrote pas� a la izquierda lejos. El tercero le roz� la punta de cola, y el cuarto, zumbando como piedra escapada de una honda, fue a dar contra la cabeza de la fiera, con fuerza tal que el puma se tambale� sobre la rama y se desplom� al suelo entre los perros.

Y entonces, chiquitos m�os, comenz� la soba m�s portentosa que haya recibido bebedor alguno de sangre. Al sentir las mordeduras de los perros, el puma quiso huir de un brinco. Pero el cazador, r�pido como un rayo, lo detuvo de la cola. Y enrosc�ndosela en la mano como una lonja de rebenque comenz� a descargar una lluvia de garrotazos sobre el puma.

�Pero qu� soba, queridos m�os! Aunque yo sab�a que el puma es cobard�n, nunca cre� que lo fuera tanto. Y nunca cre� tampoco que un hombre fuera guapo hasta el punto de tratar a una fiera como a un gato, y zurrarle la badana a palo limpio.

De repente, uno de los garratozos alcanz� al puma en la base de la nariz y el animal cay� de lomo, estirando convulsivamente las patas traseras. Aunque herida de muerte, la fiera roncaba a�n entre los colmillos de los perros, que lo tironeaban de todos lados. Por fin, conclu� con aquel feo espect�culo, descargando el Winchester en el o�do del animal.

Triste cosa es, chiquillos, ver morir boqueando a un animal, por fiera que sea, pero el hombre lleva muy hondo en la sangre el instinto de la caza, y es su misma sangre la que lo defiende del asalto de los pumas, que quieren sorb�rsela.

   �ndice   Anterior Siguiente