En los primeros d�as de junio de 1541 sali� Alvarado de la ciudad de M�xico que veinte a�os atr�s hab�a ayudado a conquistar, y tomando el camino de Michoac�n se dirigi� al puerto de Santiago de Buena Esperanza, donde se encontraban sus nav�os.
Al llegar al pueblo de Zapotl�n dispuso permanecer en �l unos d�as descansando de su largo viaje. Mientras tanto la rebeli�n de los indios de Nueva Galicia continuaba en proporciones alarmantes, amenazando con destruir a los castellanos que en corto n�mero viv�an dispersos en la regi�n. El gobernador Crist�bal de O�ate y los alcaldes y regidores de la vecina ciudad de Guadalajara, informados del regreso del adelantado, le enviaron un mensajero comunic�ndole la apremiante situaci�n en que se hallaban y pidi�ndole que acudiera a socorrerlos con la fuerza de que dispon�a.
Prest�se Alvarado de buena gana a ayudar en aquel trance a sus compatriotas, y con ese fin despach� las �rdenes del caso para que la gente de la armada ocupara los lugares estrat�gicos desde donde pudieran socorrer a las poblaciones amenazadas. Cincuenta hombres quedaron custodiando la armada; un capit�n con 50 soldados fue al pueblo de Autl�n para proteger a la villa de la Purificaci�n; otros 50 hombres quedaron en Zapotl�n. El capit�n Diego L�pez de Z��iga recibi� orden de situarse con 25 soldados en el pueblo de Ezatl�n. Otro capit�n con otros 25 soldados se dirigi� a ocupar un lugar a orillas del lago de Chapala.
Dejando guarnecidos de esta manera los lugares mencionados, Alvarado tom� cien hombres escogidos y se dirigi� a Guadalajara, a donde ingres� el 12 de junio. Fue alojado en casa de Juan del Camino, marido de Magdalena de Alvarado, parienta del adelantado, y pas� varios d�as en la ciudad, muy agasajado por el gobernador y por los vecinos principales.
Los indios sublevados se hab�an fortificado en la sierra de Juchipilla y del Mixt�n y en el pueblo y pe�ol de Nochistl�n, lugares situados al norte y a corta distancia de Guadalajara. Alvarado cre�a empresa f�cil desalojarlos de sus posiciones y pacificar el pa�s. O�ate era m�s cauto, y aconsejado por la experiencia que ten�a de la regi�n y de las t�cticas de los indios, propon�a que se demorara la campa�a ya que las defensas de la ciudad hab�an sido reforzadas. Hac�a notar tambi�n que las fuertes lluvias de la estaci�n no eran favorables para los castellanos ni para los caballos, que eran elemento valioso de combate y maniobraban dif�cilmente en el suelo h�medo y fangoso.
Al adelantado no le agradaba esperar la suspensi�n de las lluvias y manifest� su decisi�n de marchar sin demora al castigo de los rebeldes. "Verg�enza es exclam� que cuatro gatillos encaramados hayan dado tanto tronido que alborotan al reino." O�ate procur� todav�a explicarle la t�ctica ind�gena de hacerse fuertes en lo alto de un monte y pasarse a otro si los desalojaban del primero, y aconsejaba esperar los refuerzos que el virrey hab�a prometido enviar desde M�xico para poder, con este auxilio, atacar a los indios con fuerzas m�s numerosas.
Alvarado no atend�a ninguna raz�n y anunci� su prop�sito de marchar inmediatamente a atacar a los rebeldes, haciendo uso �nicamente de su gente, y agreg� que "en cuatro d�as quer�a allanar la tierra por convenirle embarcarse para su viaje". "Temo suceda alg�n desastre, se�or Adelantado, por no aguardar Vuestra Se�or�a mejor tiempo y el socorro de M�xico", d�jole el de O�ate. Y Alvarado contest�: "Ya est� echada la suerte, yo me encomiendo a Dios".
Convencido O�ate de que toda oposici�n era infructuosa, se conform� con lo dispuesto por Alvarado, pero se dirigi� a su gente dici�ndole: "Dispong�monos para el socorro que discurro necesario para los que nos le han venido a dar".
Alvarado se encamin� al pueblo de Nochistl�n, y llegando cerca de �l convid� a los indios con la paz, pero �stos no quisieron escuchar sus proposiciones y se prepararon a la defensa. Una fuerza mixta de espa�oles e indios de Michoac�n avanz� para atacarlos. Diez mil indios de los rebeldes, protegidos por siete albarradas muy fuertes, los recibieron con una lluvia cerrada de varas tostadas, flechas, dardos y piedras, mataron a veinte espa�oles y obligaron a Alvarado a retroceder. Los atacantes volvieron a la carga sin lograr mejor resultado y perdiendo otros diez hombres, entre ellos el capit�n Falc�n y otros guerreros espa�oles y mexicanos.
La caballer�a se atascaba en el terreno cenagoso y lleno de cardones y magueyales; la infanter�a no corri� mejor suerte, metidos los hombres hasta la cintura entre el lodazal. Un espa�ol, que se llamaba Juan de C�rdenas, pereci� en un atolladero del campo de batalla. Proseguir la lucha era exponerse in�tilmente a la muerte. Comprendi�ndolo as�, el adelantado orden� la retirada. Los indios salieron de sus trincheras y por espacio de tres leguas fueron persiguiendo a los espa�oles dando y recibiendo golpes, hasta que el suelo firme remplaz� a las ci�negas y lodazales y la caballer�a pudo enfrentarse al enemigo. Alvarado, a pie y al lado de la infanter�a; combat�a con su espada y rodela conteniendo a los indios.
Llegaron por fin los espa�oles, libres ya de sus perseguidores, a una quebrada por donde corr�an el r�o, entre el pueblo de Ayahualica y Acacico. Para salir de este lugar era preciso subir una �spera pendiente llevando del diestro a los caballos. El adelantado y su gente iban subiendo la cuesta poco a poco; no as� el escribano Baltasar de Montoya, que, pose�do de p�nico, no obstante que los indios hab�an suspendido la persecuci�n, caminaba adelante espoleando sin misericordia a su caballo. Observ�ndolo, Alvarado, que caminaba a retaguardia, grit�le: "Sosegaos, Montoya, que los indios nos han dejado". Pero "como el miedo es gigante", Montoya no atend�a las razones de su jefe y segu�a acosando al caballo, hasta que al animal se le fueron los pies y cay� rodando llev�ndose de encuentro al adelantado, "siendo tal el golpe que le dio en los pechos, que se los hizo pedazos y le llev� rodando por la cuesta abajo hasta un arroyuelo, a donde estando ca�do, acudi� toda la gente al reparo y le hallaron sin sentido".
Montoya sali� ileso de la ca�da del caballo, y habi�ndose avecindado en Guadalajara, vivi� hasta la edad de ciento cinco a�os.
Vuelto en s� con los auxilios que sus capitanes pudieron prestarle de momento, les dijo Alvarado que no conven�a que los indios conocieran su peligro, y mand� que le quitaran la armadura y que se revistiera con ella uno de los oficiales para que le viesen los enemigos. Recomend� a los dem�s que se mantuvieran prontos a resistir a los indios si insist�an en atacarlos, y agreg� filos�ficamente que lo sucedido no ten�a remedio. "Esto se merece exclam� quien trae consigo tales hombres como Montoya." "Era tan grande el dolor que le aflig�a que apenas pod�a hablar, y pregunt�ndole D. Luis de Castilla qu� le dol�a, respondi�: 'el alma, ll�venme a d� confiese y la cure con la resina de la penitencia y la lave con la sangre preciosa de nuestro Redentor'."