Durante todo el d�a siguiente a estos sucesos, el s�bado 10 de septiembre, la lluvia continu� cayendo en abundancia sobre la ciudad. Temerosos, los vecinos se encerraron en sus casas esperando que Dios pusiera fin a aquel diluvio. Sin embargo, la tormenta arreciaba, y dos horas despu�s de anochecido, un fuerte temblor sacudi� la tierra. A continuaci�n descendi� del volc�n una gran corriente de agua que, abri�ndose paso por las faldas del monte, se entr� por la ciudad derribando paredes y casas enteras y llenando patios, calles y plazas de lodo, piedras y arena gruesa, cual caudaloso r�o que se hubiese salido de madre.
Por su posici�n al sur y en la parte m�s pr�xima al volc�n, la casa del adelantado fue la primera que recibi� el choque y empuje de la corriente; su techumbre y las paredes que la sustentaban rodaron por el suelo. Hombres, caballos y ganados perecieron ahogados por la inundaci�n o heridos por los escombros.
Al o�r el estruendo del agua, do�a Beatriz se levant� de su lecho, y habi�ndole informado sus criadas que el agua sub�a ya al nivel de su rec�mara, subi� con ellas y sus damas de compa��a a un oratorio, recientemente construido, donde pens� tener m�s seguridad. All� se acerc� al altar y estrechando entre sus brazos la imagen de Cristo que en �l hab�a y el cuerpo de do�a Anica, ni�a de cinco a�os, natural del adelantado, esper� su salvaci�n de la voluntad divina. Desgraciadamente, el refugio hab�a sido mal escogido, y, como dice Motolin�a y repite Xim�nez, la atribulada dama buscando la vida hall� la muerte. En efecto, la capilla era de ligera construcci�n, y estando m�s expuesta al golpe del agua y de las piedras, no resisti� la embestida de los elementos y se desplom� sobre do�a Beatriz y sus damas sepult�ndolas entre sus ruinas.
De toda la casa del adelantado escaparon �nicamente su hija do�a Leonor, Juana de Alvarado, Francisca de Molina y otras dos doncellas. Todas estas personas se hallaban fuera del aposento de do�a Beatriz, y aunque trataron de reunirse con ella, la fuerza de las aguas las arroj� junto con las paredes del huerto y los naranjos arrancados de cuajo. Do�a Leonor fue arrastrada por la corriente hasta fuera de la ciudad, y ya en el campo pudo hacer pie en unas matas y salvar su vida. Un indizuelo que por ah� andaba la reconoci� y la sac� del agua llev�ndola a cuestas hasta dejarla en seguridad en una casa vecina.
El resto de la casa de Alvarado, sus indios e indias, perecieron a consecuencia del terremoto e inundaci�n. Con do�a Beatriz murieron once o doce se�oras. M�s de cincuenta espa�oles entre hombres, mujeres y ni�os y seiscientos indios, fueron el saldo tr�gico de la espantosa noche del 10 de septiembre.
El obispo Marroqu�n, el licenciado de la Cueva y otros muchos espa�oles trataron de acudir al palacio del adelantado para salvar a do�a Beatriz, pero el agua y el lodo que cubr�an por completo la ciudad les impidieron todo movimiento.
La leyenda a�ade al cuadro lastimoso algunos rasgos propios de la �poca. El ingenuo autor de una de las cr�nicas de la cat�strofe, a quien vamos siguiendo en este relato, refiere que Francisco Cava logr� llegar con gran trabajo y a medianoche al aposento de do�a Beatriz y hall� la cama caliente, que si se estuviera en ella con sus damas se salvaran, porque aquella parte de la casa qued� sana. "Y a la entrada, que entraba, hall� en la mesma casa una vaca, y dice que ten�a medio cuerno y en el otro una soga, y arremeti� con �l y lo tuvo debajo del cieno por dos veces, que pens� morir." Agrega el narrador que se cre�a que aquella vaca era el diablo, y que poni�ndose en la plaza no dejaba que hombre alguno pasara a socorrer a nadie.
El regidor Francisco L�pez juraba y afirmaba que, teniendo una viga encima de �l y su mujer, lleg� un negro muy alto a quien rog� que les quitase la viga, y que �ste accedi� levant�ndola muy f�cilmente, pero luego la dej� caer sobre la mujer, que all� perdi� la vida; y a�ad�a que en seguida se alej� el negro por la calle adelante por donde lo vio caminar como si marchara en seco y no sobre dos estados de cieno. Fuentes y Guzm�n contradice el hecho y dice que no hubo tal cosa, ni L�pez pod�a ver al negro en noche tan oscura.
G�mara hace el siguiente sabroso comentario:
Tuvieron cre�do muchos que aquel negro era el diablo, y la vaca, una Augustina, mujer del Capit�n Francisco Cava, hija de una que por alcahueta y hechicera azotaron en C�rdoba, la cual hab�a hechizado y muerto all� en Cuauhtemallan a don Pedro Portocarrero porque la dejaba, siendo su amiga; y el don Pedro tra�a siempre a cuestas o en ancas, cuando iba cabalgando, una mujer, y dec�a que no se pod�a valer de aquella carga y fantasma; y estando malo para morir porfiaba que sanar�a si Augustina lo viese; m�s nunca ella lo quiso hacer, por enojo que del ten�a o por deshacer aquella ruin fama.
F�cil es suponer el aspecto que presentaba la ciudad destruida al amanecer del d�a siguiente, 11 de septiembre. En aquel cuadro de muerte, dolor y desolaci�n reuni�ronse los sobrevivientes y se ocuparon de atender a las necesidades m�s perentorias de los heridos y golpeados. Recogieron al cad�ver de do�a Beatriz y lo sepultaron junto al altar mayor de la iglesia principal. Enterraron juntas en la misma iglesia a las se�oras que murieron con ella, a excepci�n de una que nunca pareci�. Posteriormente los restos de do�a Beatriz fueron trasladados a la nueva ciudad y los de las dem�s se�oras al convento de San Francisco de Almolonga (en la Ciudad Vieja), seg�n se le�a en el epitafio que hab�a al lado del Evangelio en la Capilla Mayor de su iglesia, el cual dec�a:
Aqu� yace la se�ora do�a Juana de Artiaga, natural de Baeza en los Reinos de Castilla, y doce se�oras sus compa�eras; las cuales todas juntas perecieron en compa��a de la muy ilustre se�ora do�a Beatriz de la Cueva en el terremoto del Volc�n que arruin� la ciudad vieja de Guatemala a�o 1541. Fueron trasladados sus huesos a esta santa Iglesia a�o del Se�or de 1580.
La ruina de la ciudad de Santiago fue completa. En una sola noche desaparecieron para siempre el poder y la influencia de la familia del adelantado Alvarado. Los habitantes espa�oles que en su mayor�a se salvaron de la cat�strofe perdieron en ella toda su hacienda. El obispo Marroqu�n, haciendo valer su autoridad, dirigi� el trabajo de salvamento, hizo recoger a los muertos y darles sepultura y aislar a los heridos y golpeados. Al mismo tiempo dispuso los auxilios espirituales, y para levantar los �nimos deca�dos, proclam� al pueblo que no era tiempo de llorar por los difuntos sino de pedir a Dios por los vivos; mand� quitar los lutos de que hab�an cubierto la iglesia para las honras f�nebres del adelantado, y dando personalmente el ejemplo empu�� el hacha y la azada para limpiar la casa de los escombros. Se propuso con estas medidas no s�lo devolver el valor a los espa�oles, sino prevenir cualquier levantamiento de los naturales que pudieran creerlos descuidados y abatidos; pero como anota el narrador testigo de la ruina, los se�ores de la tierra, con nobleza ejemplar, no provocaron ning�n trastorno y, al contrario, llegaron a la ciudad "pes�ndoles de lo sucedido".
El asiento de la ciudad al pie del monte que desde entonces recibi� el nombre de Volc�n de Agua, fue abandonado despu�s de la inundaci�n, y los espa�oles trasladaron la capital de la provincia al vecino valle de Panchoy. All� se edific� de nuevo, creci� y prosper�, llegando a ser con el tiempo la tercera ciudad del Nuevo Mundo, despu�s de M�xico y Lima. Arruinada a su vez en 1773 por los terremotos llamados de Santa Marta, y sucesivamente abandonada, la ciudad colonial no desapareci� y existe todav�a conservando el sello de su pret�rita grandeza, en la paz y singular encanto del hist�rico sitio que lleva hoy el nombre de Antigua Guatemala.