Un recuerdo (costumbres filipinas)

I

Hay ciertos puntos en los inmensos espacios desde donde se contemplan el sol, vistosas nubes, mares, continente, islas, rocas, grutas, aves, fuentes y flores; en una palabra: todo un mundo riente, colosal, animado o sublime. El �guila atraviesa tan bellas regiones desafiando los furores del mar que, semejante a una gigantesca tumba o a un monstruo de mil fauces, ruge esperando devorar su presa. Los humildes pajarillos renuncian a magn�ficos panoramas y se contentan con sus umbrosos bosques y saltan de rama en rama, de flor en flor, en torno de sus r�sticos nidos.

Vaya pues el ave de poderoso vuelo a elevarse a las altas esferas del fuego de la luz; nosostros nos contentaremos en pasearnos por los campos de la infancia y de la juventud evocando las queridas sombras de lo pasado: los recuerdos. S�, evocaremos los recuerdos, evocaremos esos seres que dormitan all� en el melanc�lico horizonte de la memoria, envueltos en la misteriosa gasa del tiempo, que aumenta las bellezas y aten�a los defectos, y semejante a una divinidad ego�sta y celosa hace odiemos lo presente para no suspirar sino por lo pasado; evocaremos esos seres de naturaleza a�rea, personificaci�n de lo vago, lo dulce y sentimental, como las ondinas del lago y las s�lfides del aire, que nacen y aumentan con nuestros a�os, transformaciones tal vez de las muertas ilusiones, esos seres, en fin, que cuando ya todo nos falte: amor, energ�a, confianza y entusiasmo, piadosos amigos vendr�n a consolarnos en las soledades de la vida.

�Ah!, pero nosotros buscamos objetos sencillos y nos encontramos con un mundo colosal en continuo crecimiento que gira all� en ese otro espacio infinito de la memoria. �Qu� mundo que asimila a s� todas las ruinas del presente y las concepciones del porvenir! All� est� el mundo exterior pero m�s ideal o m�s bajo, m�s triste o m�s sublime, seg�n a trav�s de qu� prisma se vea o se conozca. �Y seremos capaces de abarcarlo todo y, d�bil atlas, no nos aniquilaremos bajo su grandioso peso?

Concret�monos pues a ciertos recuerdos o a uno solo. Y ahora que los tiempos y el espacio nos alejan de sitio y de los personajes, deleit�monos en pintarlos, y para que, d�ndoles vida, nos sirvan como compatriotas en lejanos pa�ses.Son esos dulces reflejos de la ma�ana de un d�a: bien puede uno recrearse con su recuerdo, si a la ca�da de la tarde el cielo se oscurece y la tormenta se anuncia a lo lejos.

II

Era el mes de abril de 187... Hac�a pocos d�as que hab�a salido del colegio. Como la tierra y como los prados estaba yo entonces en la primavera de la vida: ten�a cerca de diez y seis a�os y so�aba en las m�s ideales ilusiones. Todo me parec�a bueno, bello y angelical, como las brisas matinales, como las sonrisas del ni�o o como el misterioso coloquio de las flores. Los recuerdos del colegio, mis profesores, amigos y compa�eros, los estudios, las recreaciones y los paseos no se hab�an borrado a�n en mi memoria y ocupaban casi todos mis pensamientos. �Qu� sue�os y qu� proyectos me formaba yo entonces! Yo ve�a el mundo a trav�s de un cristal que lo embellec�a y poetizaba; lo ve�a a trav�s de mi imaginaci�n, no herida a�n por el m�s leve desenga�o, y me parec�a que sus escenas y sus personajes todos eran dignos de amor, veneraci�n y sacrificio. Ni�o, confiaba no hallar en mi camino dramas ni tragedias sino �glogas e idilios, cre�a en el bien, y si era t�mido, si ten�a cierto instintivo miedo, si pensaba en el mal que s�lo cre�a forjado para hacer contraste con el bien, era que en m� hab�a dos hombres: uno natural, confiado, alegre y presto a entregarse y dejarse seducir por la impresi�n, y otro, artificial por decirlo as�, receloso, preocupado, efecto sin duda de coeducaci�n y de las teor�as. De aqu� nac�an combates, despu�s dudas y vacilaciones y, si alguna vez venc�a la naturaleza, s�lo consegu�a una falsa victoria, sacando de la lucha, como se�ales indelebles, una irritaci�n, una melancol�a hija de los vagos deseos no satisfechos. De seguro que si en aquella �poca hubi�raseme aparecido una hada que adivinando mis aspiraciones (que yo mismo no conoc�a bien) me hubiera prometido satisfacerlas, de seguro que me hubiera dejado guiar pese a todas mis teor�as y prevenciones.

En este estado moral que en vano uno analiza cuando se tiene delante, y que s�lo se conoce cuando ha pasado ya, semejante a las diosas de Virgilio, por la luz y el aroma que dejan, pasaba yo las vacaciones al lado de mi familia en mi pintoresco pueblo. Mis diversiones eran las m�s simples y primitivas: ba�arme en las fuentes y arroyos, pescar en el r�o o en el lago, o recorrer las campi�as montando en mi brioso corcel.

Uno pues de los primeros d�as de este abril se me ocurri� ba�arme en un famoso riachuelo de un vecino pueblo, playero tambi�n como el m�o. En un ligero y fresco carromato tirado por un caballo iba yo recorriendo la ancha carretera que hacia �l conduc�a. Los campos sembrados de la ca�a dulce que a la saz�n se beneficiaban con las ligeras y flexibles cuanto hojosas ca�as, el verde y alto Maquiling, el cupang elegante y ramoso, las chozas, las fuentes, todo sum�a no en meditaci�n ni en reflexiones, sino en una especie de sue�o, de regocijo inexplicable que se siente y se goza y desaparece tan pronto como se quiera analizar. El sol, que entonces se levantaba derramando doquier luz y colores, promet�a un d�a brillante y caluroso. Hubiera querido detenerle en su ma�ana no con su grandioso fin de vencer a cinco reyes, sino con el sencillo deseo de gozar del placer y de la luz. Pero ni el sol ni los a�os se pueden detener ya como en las edades b�blicas, y nosotros tenemos que seguir, mal que le sepa a nuestro sibaritismo, el invariable curso del destino.

Pasada la peligrosa garganta que divide y limita mi pueblo del de M..., pres�ntase a la vista un delicioso paisaje. La iglesia del pueblo con su casa parroquial a lo lejos, entre �rboles, cocoteros y ca�as, a la derecha la falda del monte y a la izquierda la ancha laguna tranquila y apacible, enviando a la playa sus ligeras olas que mor�an murmurando en la fina arena. Una brisa fresca agitaba las brillantes hojas de los �rboles y arbustos que hab�a cerca del camino solitario y desierto. Algunas cabras y ovejas pac�an la abundante hierba cerca de la playa.

Despu�s de recorrer bastante trecho det�veme en una casita que hay a la orilla del camino: limpia fresca, como la india de las orillas del Pasig, rodeada de �rboles de nanca y guayaba, entre altas y elevadas palmeras, parec�a aguardar al ba�ista deseoso de sumergirse en las frescas ondas del vecino arroyo. Respir�base en aquellos contornos una paz y una tranquilidad que el susurro de las ca�as, esa m�sica de los bosques filipinos, hac�a m�s agradables a�n ofreciendo por decirlo as� un concierto silencioso.

Baj� y me dispuse a tomar el ba�o.

Hay un sendero que partiendo del camino frente a la casita sigue bordeando el Dampalit, dando de distancia en distancia peque�as ramificaciones que serv�an para descender al agua. A ambas orillas del arroyo, que no son muy altas, crecen y se elevan todos los hijos de la vegetaci�n exuberante y tropical. Las ca�as, los pl�tanos, el papayo entrelazados bien por sus mismas ramas, bien por todo un mundo de enredaderas, par�sitos y trepadoras, forma una verde b�veda sumisa al arroyo en dulce sombra defendiendo del sol y del viento. Al pie de estos �rboles y besando inclinados el cristal l�quido se balanceaban una multitud de plantas y arbustillos matizados de peque�as florecillas amarillas, rojas o azules. Bajo aquella umbrosa enramada desliz�base tortuosa entre piedras sembradas y fina arena la exigua pero fresca y cristalina corriente.

Tres mujeres agrupadas y sentadas sobre enormes piedras lavaban ropas, turbando el silencio con el acompasado batir de sus palos. Alej�me de aquel estruendo y remontando la corriente fui en busca de mejores parajes. A medida que iba subiendo la corriente notaba yo que se volv�a m�s sombr�o, m�s fresco el arroyo, que las plantas y las flores se iban haciendo m�s hermosas y variadas, y que volaban ya en parejas, ya persigui�ndose, enamoradas mariposas de variados matices, lib�lulas ya azules, rojas, moradas, etc., y varios insectos, felices en medio de aquel florido ed�n. Al verlos alzar sobre las flores silvestres, esas flores de aire, al o�r su mon�tono y m�rbido canto de placer o himno de gozo tal vez si se considera la brevedad de su existencia, bien podr�a el hombre envidiarles si �ste no tuviese otros fines.

Ba��bame as� subiendo al curso del r�o y me sent�a ya fatigado cuando perciben mis o�dos una fresca vocecita tarareando una alegre canci�n. El riachuelo daba en aquel paraje un violento recodo, lo que hac�a suponer que la que cantaba estaba muy cerca. Deseoso de conocerla segu� mi paseo fluvial y �qu� agradable sorpresa se present� entonces a mis ojos!

Era una joven que tendr�a sus catorce a diez y seis abriles, blanca, esbelta para su edad, con la negra cabellera suelta que le llegaba cerca de sus talones. Vest�a una saya encarnada ce�ida... debajo de los hombros.

Un tapis negro encima contorneando sus virginales formas: sobre los hombros una blanca toalla de pelusa ocultaba la redondez de �stos. La juventud, esa hada amiga de la mujer y del amor, la llenaba de indefinible encanto. Iba ella al parecer persiguiendo una mariposa.

A pocos pasos de ella hab�a una anciana como de sesenta a�os espumando en una palangana el gogo. Una cesta de frutas, ropas, etc,. estaban en su alrededor.

Al ruido que yo hice ambas volvieron hacia m� los ojos: la anciana como preguntando y extra�ando, la joven sorprendida y ruborizada. Aqu�lla prosigui� su trabajo y �sta ces� de cantar. Yo les hice el saludo m�s torpe y m�s mudo, que la anciana me devolvi� con frialdad y la joven con gracia. �sta, viendo que yo no dec�a nada, sigui� cazando mariposas.

Qued�me yo parado y confuso delante de aquella joven, que sin su compa�era la hubiera yo tomado por la n�yade del arroyo.

Yo quer�a retirarme pero cierto reparo me lo impad�a, quer�a seguir pero yo no s� por qu� no me atrev�a. Estaba muy embarzado en aquella falsa posici�n. Al fin, decidi�ndome y haciendo un esfuerzo, trat� de caminar.

Apenas hab�a dado dos pasos cuando dirigi�ndose a la anciana:

—�Habr�n dado las diez, abuela? —pregunt� la joven.

—Probablemente, Minang —contest� la abuela despu�s de mirar a trav�s de la espesa b�veda de ramas para distingir al sol—. Ven pues a lavarte la cabeza con el gogo para que nos podamos retirar.

—Un momento no m�s, abuelita. Coger� esta mariposa y despu�s nos podemos retirar.

Y se alejó siguiendo su presa. Tuve tiempo de contemplarla y examinarla. Su rostro era muy gracioso y expresivo. En su cara de un �valo perfecto se destacaban a simple vista dos grandes ojos negros de largas pesta�as, su frente era tersa y pura, su boca graciosa y parec�a exhalar siempre una s�plica o un deseo.

Por lo dem�s, la mariposa parec�a jugar con su ansia y sus cuidados. Pos�base en una flor como esper�ndola, luego volaba de pronto alej�ndose a toda prisa, despu�s como para citarla se acercaba y pasaba casi rozando sus hermosos labios; elev�base a veces, otras trazaba c�rculos en rededor suyo, ya tocando ligeramente el agua, ya par�ndose un momento en la rama, para trasladarse al instante a otra, siempre juguetona y caprichosa como la Galeta de Virgilio. Todas estas evoluciones arrancaban del pecho a Minang varias exclamaciones.

Yo, por mi parte, quise seguir tambi�n a esta otra mariposa, y caminando con tiento iba recorriendo el r�o.

Par�se la flor de los aires sobre una peque�a flor que se balanceba a orillas del arroyo. Ella, inclinada hacia adelante, acerc�base con tiento, con la derecha presta a apoderarse del voluble insecto, con la izquierda con adem�n de decir: espera. A�os han pasado ya y a�n me parece verla en aquella deliciosa actitud en medio de tantas flores. Ella casi tocaba ya las brillantes alas y tal cuidado pon�a y tal emoci�n la embargaba, que ve�a temblar sus afiliados dedos como si pudiesen ajar aquellos aterciopelados colores.

Pero yo no s� por qu� torpeza m�a di un resbal�n, metiendo tanto ruido que espant� a la mariposa, emprendiendo �sta, acto continuo, un precipitado vuelo.

�Ah!, exclam� ella y se dibujo en sus ojos el pesar y la l�stima. Y me lanz� una mirada llena de reproche y reconvenci�n. Despu�s, parada y con los brazos colgantes, contempl� c�mo se perd�a en el laberinto de ramas el objeto de sus persecuciones, asom�ndose una triste sonrisa en sus hermosos labios.

Yo estaba confuso y abochornado y miraba tambi�n a la mariposa. Quer�a dar excusas, satisfacciones, pero nada se me ocurr�a en el momento. Volvi�se ella y suspirando se acerc� lentamente a la abuela.

Tom� entonces un partido y me alej�. A algunos pasos vi dos mariposas que iban volando tr�mulas de placer y de amor. Al verlas tan bellas, tan enamoradas, tan alegres de vagar y de encontarse juntas a sus anchas, me di� lastima sacrificarles sus d�as de amor y de felicidad a mi amor propio. ��banse ellas, tal vez, declar�ndose sus amores!

Ego�sta, dediqueme a perseguirlas y en pocos momentos cog� una. Mi coraz�n bati� de placer y, no obstante, segu� a�n persiguiendo a la otra, que muy pronto cay� en mis manos.

El que ha ganado en los juegos ol�mpicos laurel inmortal y en rechinante carro vuelve a su patria que le espera en la abierta brecha no iba m�s alegre que yo con mis dos inocentes v�ctimas. Iba yo formulando lo que dir�a y preparaba los m�s galantes discursos. Yo la divis� afan�ndose en partir un coco tierno. Not�me sin duda porque volvi�me la cara. Al ver las dos mariposas que ten�a cuidadosamente en ambas manos solt� un peque�o grito y, dirigi�ndome una sonrisa llena de agradecimiento, se levant�.

Todo lo que yo hab�a pensado para decirlo se me olvid�; no pude articular m�s que lo siguiente:

—Se�orita —le dije en talago—, �bais a apoderaros de una mariposa que hac�a tiempo persegu�ais; una torpeza m�a los ha privado de ese placer. Si os dignais aceptar las que yo os ofrezco, me har�ais un gran favor. Tenedlas, que aunque no son tan bellas, en cambio son dos.

—�Oh!, son m�s bellas a�n —contest� tomando las mariposas y examin�ndolas—. Os doy muchas gracias por la molestia que hab�is tenido... Siento que hay�is tomado en serio un capricho de ni�a y casi estaba por agradeceros el que hay�is impedido de cometer una crueldad. Pero —continu�, cambiando de tono y medio sonriendo—, advierto que sois muy diestro cazador.

—Se�orita —repliqu� con un poquito m�s de aplomo—, mi destreza consiste en mi ardiente deseo de complaceros.

—Yo tambi�n ten�a ardient�simos deseos y, no obstante, bien visteis que fueron in�tiles. Ah, pero yo soy muy aturdida. Hace mucho tiempo que tengo las mariposas y a�n no os he dado gracias por ellas. �Sab�is que son �stas muy lindas?

—No pod�is imaginaros mi satisfacci�n al ver que os agradan.

Ella me di� las gracias con la mirada y se dispuso a seguir su interrumpida ocupaci�n despu�s de envolver cuidadosamente las dos mariposas en un pedazo de papel.

—Pod�is heriros — dije tomando el cuchillo y el coco, que conservaba en su corteza las se�ales de una dentaci�n in�til.

—Muchas gracias. �Pero dej�ndoos no abuso yo de vuestra bondad?

—De ning�n modo —contest�.

—Ten cuidado, Minang —exclam� la abuela—, al jugar con las mariposas.

—Las he envuelto, abuela. —Y dirigi�ndose a m�: —�Es verdad que estas hermos�simas alas ciegan con sus polvos?

—Pudiera muy bien ser; pero la naturaleza nos ha dotado de pesta�as que ahuyentan las mol�culas nocivas. Y sobre todo, cuando se tienen las pesta�as muy largas, puede una estar segura contra todo da�o.

Y le ofrec� el coco o, mejor dicho, el agua virgen fresca contenida en aquel vaso obra de la naturaleza.

Ella lo ofreci� a su abuela, quien le dio las gracias. Me suplic� que tomara, a lo que no acced�, ni lo hice sino despu�s de ella.

�bamos hablando, si no familiarmente al menos con soltura y con franqueza; tan es as� que la abuela nos miraba de rato en rato con aire que quer�a decir: "�Qu� pronto se hacen amigos estos j�venes!"

�Y ten�a raz�n! No hay como la ni�ez o la juventud para trabar amistades, Cualquiera dir�a que en esa edad los corazones est�n tan llenos de confianza y afectuosos sentimientos que al instante se derraman al menor contacto. Embarcaos si no en esos grandes vapores que hacen largos viajes tocando por diferentes puntos. All� ver�is hombres y mujeres de todas las razas y naciones, oir�is hablar por todas partes franc�s, ingl�s, espa�ol, alem�n, italiano, etc. Desde el primer d�a, los ni�os que no creen pertenecer a ninguna bandera y se creen ciudadanos del mundo, se re�nen, juegan juntos, corren, gritan y alborotan, y si se extra�a que no se entiendan en su idioma emplean otro medio universal cual es el de la alegr�a y del coraz�n. Los j�venes �ay! imitadores ya de los hombres dejan pasar algunos d�as y sus amistades son m�s o menos estrechas seg�n se entiendan m�s o menos o se vean m�s o menos simp�ticas. En cambio, para que los hombres se cominiquen, se necesita un azar u otro hombre que les ponga en contacto, constituy�ndose para uno el fiador del otro, que responde de la honradez del presentado. �Son hombres y tienen derecho de recelarse mutuamente!

Volviendo pues a la inquieta mirada de la abuela, digo que me sent� un poquito cortado, mucho m�s cuando, consultando al parecer el sol que dejaba pasar algunos de sus rayos por entre las hojas, exclam�:

—Van a dar las doce, Minang; es ya tarde y es menester que nos retiremos. Recoge tus ropas que all� nos mudaremos en la casita de enfrente.

Ella p�sose a recoger sus alhajas y dem�s prendas y poni�ndose unos elegantes zuecos de Bi��n y envolvi�ndose adem�s de su ropa de ba�o en una manta de Ilocos disp�sose a partir.

—Nosotras vivimos en el pueblo, aunque hace dos d�as que llegamos a �ste; no obstante lo desarreglado de esta casa os la ofrecemos a V.

—Igualmente, se�orita. En el vecino pueblo y donde yo me encuentro tienen, tendr�is el m�s humilde servidor.

—�Ah, sois de C...? Desde aqu� se divisan su iglesia y varios edificios.

Y desplegando una elegante sombrilla me tendi� la mano para despedirse.

—Yo tambi�n voy a retirarme ya —respond� saludando—, y si me permit�s que os acompa�e tendr� el honor de sosteneros el quitasol.

La vieja recogi� la palangana y las ropas, lo que ella no se le permiti�; ella se llev� la cesta de frutas y a mis instancias me cedi� lo dem�s.

Por el sendero que dec�a costeaba el arroyo, nos retiramos y salimos a la calle hasta la casita del frente. La due�a, que deb�a conocerles, las recibi� alegremente.

Yo hice enganchar el carromato para conducirlas a su casa, pues el sol hac�a gala de una brillantez y un calor insoportable.

Al poco rato apareci� ella vestida sencillamente. Una saya de percal encarnada, un tapis de seda, una camisa blanca de beatilla y un pa�uelo pintado constitu�an todo su traje. De sus peque�as orejas colgaban dos perlas grandes como un grano de ma�z. Su cabellera suelta y anudada en la punta cubr�a sus espaldas.

Yo les ofrec� el carromato para conducirlas hasta su casa. Ella rehus� dando las gracias.

—No cre�is causarme la menor molest�a a m� —a�ad�—. Por precisi�n tengo que ir al pueblo y puedo dejaros donde quer�is. Adem�s, os hago observar que no es muy bueno tomar el sol...

—El se�or tiene raz�n —contest� la abuela—. Aprovecharemos esta ocasi�n para ofrecerle la casa.

Subieron en el carromato y yo me sent� junto al cochero.

Y entramos en el pueblo.

III

Cerca de la playa y en medio de altos y elegantes cocoteros, pl�tanos, bongas y ca�as, se hallaba una modesta casa de nipa de sencill�sima construcci�n. Un jard�n la aparta del camino, si jard�n puede llamarse, en donde vegetan, gracias no a los asiduos cuidados, sino a la fertilidad del clima, dos o tres rosales de Alejandr�a, azucenas, margaritas y girasoles plantados en ollas de barro y sostenidos por pedacitos de ca�a coronados con c�scaras de huevos de gallina. Crec�a la yerba por todas partes, si bien que se notaba que por un extremo comenzaban los trabajos o los cuidados. Un viejo y carcomido cerco de ca�a sostenido por los arbolillos de gumamela, adelfa y sampaguita ocultaba a los ojos del caminante los habitantes de aquel jard�n.

Un sendero estrecho y pedregoso conduc�a a la casita, a la que se sub�a por una escalera mitad piedra, y mitad madera, compuesta de unos diez pelda�os.

Una criada y un perro nos recibieron sali�ndonos al encuentro.

Invit�ronme a subir, a lo que acced� con gusto.

El aspecto interior de la casa era muy curioso.

Respir�base el aseo y el buen gusto en todas partes; parec�a que una mano cuidadosa hab�a ido arreglando los heterog�nicos objetos del mueblaje. Compon�ase �ste de bancos de ca�a fijos en los dindines, brillantes mesitas de maque con elegantes centros llenos de flores, ligeras sillas de bejuco, una viej�sima c�moda que serv�a de altar para una multitad de im�genes de la Virgen, de santos y un Crucificado de la primitiva escultura de Paete. En un rinc�n de la sala estaban cuidadosamente colocadas cuatro maletas de cuero y un elegante neceser con incrustaciones de n�quel.

—Hace dos d�as solamente que hemos llegado a este pueblo —me dijo la anciana—. Veis todo esto desarreglado; casi casi est� la casa tal y como la hemos encontrado el primer d�a. Pero no obstante os la ofrecemos con la m�s buena voluntad.

Di las gracias y ense��ndome ellas el comedor, me advirtieron que hab�a tres cubiertos. Efectivamente, estaba la mesa convenientemente dispuesta. Cubr�ala un blanco y fino mantel de hilo: la vajilla o el servicio era de porcelana dorada con una cifra dorada tambi�n en cada pieza. Los cubiertos eran de plata marcados con la misma cifra que ten�an los platos.

—La criada ha puesto tres cubiertos —me dijo la anciana— esperando que honr�is nuestra humilde mesa.

—Miles de gracias —respond�—, pero me esperan en mi casa y no puedo aceptar tan honrosa invitaci�n.

—Lo sentimos mucho. Si en esta ocasi�n no pod�is aceptar, no ser� as� en otra.

Desped�me de ellas grabando en mi imaginaci�n los pormenores de la casa. Minang me saludaba con la mano desde la ventana.

Retir�me pensando en qui�nes pod�an ser aquellas dos mujeres, de qu� pueblo vendr�an y a qu� familia pertenec�an.

Aquella anciana tan poco amiga de hablar, y aquella joven tan pensativa y franca, �qu� hac�an all�? �Por qu� estaban solas?

Que deb�an ser de una familia distinguida, no hay que dudarlo: sus maneras lo dicen.

Lleno de curiosidad y deseando penetrar el problema que encerraban aquellas dos mujeres, llegu� a mi casa, prometiendo visitarlas lo m�s pronto posible.

(Se continuar�)* [Nota 1]

�ndice Anterior Siguiente