Mariang Mak�ling

En mi pueblo se conserva una leyenda, la leyenda de Mariang Mak�ling.

Era una joven que habitaba el hermoso monte que separa las provincias de la Laguna y Tayabas. Jam�s se supo a punto fijo el lugar de la morada, porque los que tuvieron la fortuna de dar con ella despu�s de vagar mucho tiempo como perdidos en los bosques, ni han podido volver, ni han sabido encontrar el camino, ni est�n conformes en el sitio ni en su descripci�n. Mientras unos le dan por morada un hermoso palacio, brillante como un relicario de oro, rodeado de jardines y hermosos parques, otros afirman que s�lo vieron una miserable choza, de techo remendado, y dindines 8 [Nota 8]de sawuali 9. [Nota 9]Semejante contradicci�n puede dar lugar a que se crea que tanto unos como otros mienten donosamente, es verdad; pero puede deberse tambi�n a que Mariang Mak�ling tuviese dos viviendas como muchas personas acomodadas.

Seg�n testigos oculares, era ella una joven, alta, esbelta, de grandes y negros ojos, larga y abundante cabellera. Su color era un moreno limpio y claro, el Kayumanging-Kaligatan, que dicen los tagalos; sus manos y pies, peque�os y delicad�simos, y la expresi�n de su rostro, siempre grave y seria: era una criatura fant�stica, mitad ninfa, mitad s�lfide, nacida a los rayos de la luna de Filipinas, en el misterio de los augustos bosques, y al arruyo de las olas del vecino lago. Seg�n creencia general, y contra la reputaci�n atribuida a los ninfas y a las diosas, Mariang Mak�ling se conserv� siempre virgen, sencilla y misteriosa como el esp�ritu de la monta�a. Una vieja criada que tuvimos —amazona que defendi� su casa contra los tulisanes y mat� a uno de ellos de un bote de lanza— me aseguraba haberla visto en su ni�ez pasando a lo lejos por encima de los kogonales 10 [Nota 10]tan ligera y tan a�rea que ni siquiera hac�a doblar las flexibles hojas. Dicen que por las noches del Viernes Santo, cuando los cazadores encienden hogueras para atraer a los ciervos con el olor de la ceniza a que son tan aficionados, la han columbrado inm�vil al borde de los abismos m�s peligrosos, dejando flotar al viento su larga cabellera, inundada toda en la luz de la luna; dicen tambi�n que ha veces se ha dignado ella acercarse: entonces saludaba ceremoniosa, pasaba y desaparec�a bajo las sombras de los vecinos �rboles; por lo dem�s, todos la quer�an y la respetaban, y ninguno se atrevi� jam�s a preguntarle, seguirla o vigilarla. Se la ha visto tambi�n sentada largas horas sobre la roca, a orillas de un r�o, como contemplando el lento curso de la aguas. No falta un cazador viejo que asegure haberla visto ba��ndose en alguna escondida fuente a media noche, cuando las mismas cigarras duermen, cuando la luna reina en medio del silencio y nada turba el encanto de la soledad. En esas mismas horas y en medio de las mismas circunstancias, es cuando tambi�n los sonidos de su arpa se dejan o�r, misteriosos y melanc�licos: los que los perciben se detienen porque se alejan y se extinguen cuando se los trata de buscar.

Su paseo favorito era, seg�n dicen, despu�s de la tempestad: entonces se la ve�a recorriendo los campos, y por d�nde ella pasaba renac�a la vida, el orden, la calma; los �rboles volv�an a enderezar su abatido tronco; los r�os se encerraban en su cauce y se borraban las huellas de los elementos desencadenados.

Cuando los pobres campesinos de las faldas del Mak�ling 11 [Nota 11]necesitaban de ropa o de joyas para las solemnidades de la vida, ella se las prestaba a condici�n de devolv�rselas y darle adem�s una gallina, blanca como la leche, y que antes no hubiese puesto huevos, una dumalaga 12 [Nota 12]como dicen. Mariang Mak�ling era muy caritativa y ten�a buen coraz�n. �Cu�ntas veces no ha ayudado ella, en forma de una sencilla campesina, a las pobres viejas que iban al bosque por le�a o para coger frutas silvestres deslizando entre ellas pepitas de oro, monedas, relicarios y joyas! Un cazador que un d�a persegu�a un jabal� al trav�s de los kogonales y de las matas espinosas de la espesura, descubri� de repente una choza en donde se ocult� el animal. De la choza sali� al poco una hermosa joven que le dijo tranquilamente:

—El jabal� me pertenece y hab�is hecho mal en perseguirle; pero veo que est�is muy fatigado, que vuestros brazos y piernas manan sangre; entrad, pues, comed, y luego proseguir�is vuestro camino.

El hombre confuso y sorprendido m�s fascinado por la hermosura de la joven, entr�, comi� maquinalmente todo lo que le ofreci�, sin acertar a hablar una sola palabra. Antes de salir diole la joven algunos trozos de jengibre, recomend�ndole se los diese a su mujer para sus guisos. P�solos el cazador en el baat 13 [Nota 13]de su salakot 14 [Nota 14]y despu�s de dar las gracias se retir� resignado. A la mitad del camino, sintiendo que el salakot le pesaba, se deshace de muchos pedazos y los arroja. Pero �cu�l no ser�a su sorpresa y su sentimiento cuando al d�a siguiente su mujer encuentra que lo que creyeron jengibre era oro macizo, reluciente como un rayo cuajado de sol!

Pero Mariang Mak�ling no siempre era dadivosa y complaciente con los cazadores, se vengaba tambi�n, si bien sus venganzas nunca fueron crueles. La doncella conserv� siempre el tierno coraz�n de la mujer.

Dos famosos cazadores descend�an una tarde del monte, cargando algunos jabal�es y venados que hab�an cazado durante el d�a. Encontr�ronse con una vieja que les pidi� que le cediesen cada uno una pieza, y ellos, considerando exorbitante la demanda, se la negaron. La vieja se alej� diciendo que ir�a a dar parte a la due�a de aquellos animales, de lo que se rieron grandemente los cazadores.

Entrada ya la noche, y cuando los dos se encontraban cerca del llano, oyeron un grito lejano, muy lejano, como si hubiese partido de la cumbre del monte. El grito era extra�o y dec�a:

—�Huy�a...huy�!

Y otro grito m�s lejano a�n, contestaba:

—�Huy�a...huy�!

Aquel grito sorprendi� a ambos cazadores; no sab�an a que atribuirlo: sus perros, al o�rlo, enderezaron las orejas, gru�eron un poco, y se les acercaron.

Apenas hab�an pasado algunos minutos, cuando el mismo grito resonó de nuevo, pero esta vez en la falda del monte. Al o�rlo, los perros metieron la cola entre las piernas y se pegaron a sus amos como buscando protecci�n; �stos, a su vez, mir�ndose asombrados sin decir una palabra, interrog�ndose con la mirada; les sorprend�a que los que lanzaban aquel grito hubiesen andado tanto en tan poco tiempo.

Ya en el llano, reson� de nuevo el siniestro grito; pero �sta vez tan claro y tan distinto, que ambos instintivamente volvieron la cabeza. Entonces a la luz de la luna, columbraron dos formas colosales, extra�as, bajando la monta�a con toda rapidez. Uno de los cazadores, el m�s intr�pido, quiso detenerse a cargar su escopeta; pero arrastrado por el otro, tambi�n se hecho a correr con la prisa que le permit�a el peso que tra�a encima. Pero los extra�os seres se aproximaban, sus pasos se o�an; as� que, llegados a una fuente que llaman bukal, 15 [Nota 15]arrojan sus cargas, se encaraman a un �rbol, y desde all� aguardan la llegada de los monstruos, levantando el gatillo de sus escopetas. Sus perros en tanto al verse desamparados, llenos de un terror p�nico, echan a huir con direcci�n al pueblo sin proferir un solo ladrido.

Los monstruos llegaron y su aspecto hel� la sangre en las venas de los cazadores. El que me ha referido esta aventura, sobrino de uno de ellos, no me supo jam�s describir la forma de los extra�os seres; el �nico detalle que me daba era el de los colmillos enormemente grandes que reluc�an a luz de la luna: es lo �nico que �l oyera de su t�o. En pocos segundos se comieron los jabal�es y venados que encontraron en el suelo, dirigi�ndose despu�s a la monta�a. S�lo entonces volvieron en s� los cazadores, y el m�s animoso apunt�, pero el tiro no sali� y los monstruos desaparecieron.

No se supo jam�s que Mariang Mak�ling tuviera padres, hermanos o parientes: semejantes personajes brotan en la naturaleza como las piedras que los tagalos llaman mutya. 16 [Nota 16]Su verdadero nombre tampoco se sabe; la llamaron Mar�a por darle un nombre: jam�s la vieron entrar al pueblo ni formar parte de alguna ceremonia religiosa. Permaneci� siempre la misma, y las cinco o seis generaciones que la conocieron la vieron siempre joven, fresca, ligera y pura.

Pero ya hace a�os que su presencia no se ha se�alado en el Mak�ling; su vaporosa silueta ya no vaga por los profundos valles ni cruza las cascadas en las serenas noches de luna; ya no deja o�r el melanc�lico acento de su arpa misteriosa, y ahora los enamorados se casan sin recibir de ella ni joyas ni regalos: Mariang Mak�ling ha desaparecido, o al menos huye el trato de los hombres.

Unos culpan de ello a los vecinos de cierto pueblo, quienes no s�lo no quisieron dar la gallina blanca de constumbre, sino que tampoco devolvieron las prendas prestadas; claro est� que rechazan en�rgicamente semejante acusaci�n, y dicen que Mariang Mak�ling est� ofendida porque los frailes dominicos quieren despojarla de sus dominios, apropi�ndose la mitad del monte; pero un viejo le�ador, que pas� los sesenta y cinco a�os de los setenta que vivi�, en las espesuras de Mak�ling abatiendo los m�s seculares �rboles, me ha dado otra versi�n que, si no es muy conocida, tiene al menos mayores visos de probabilidad.

En la vertiente de la monta�a viv�a un joven dedicado al cultivo de un peque�o campo, y era el sost�n de sus ancianos y enfermizos padres. Bien parecido, apuesto, robusto y trabajador, pose�a un coraz�n noble y sencillo, si bien era algo taciturno y poco comunicativo. Sus sembrados pasaban por ser los m�s hermosos y mejor cuidados; sobre ellos nunca descend�a la langosta, los baguios parec�an respetarlos, la sequ�a no los agostaba, ni se podr�a la semilla cuando las lluvias torrenciales anegaban los vecinos campos. Jam�s la peste diezm� su ganado, y si alguno durante el d�a se extraviaba, volv�a de seguro al anochecer, como si le trajese una mano invisible. Tan feliz ventura la atribu�an algunos a ciertos muty� y amuletos, otros a la protecci�n de un santo, y otros al cielo que proteje y premia a los buenos hijos. Sin embargo la conducta del joven era bastante misteriosa, sus ratos de ocio los pasaba vagando en la monta�a, sentado junto a alg�n torrente, hablando a veces a solas o pareciendo escuchar extra�as voces.

Llegaba entretanto el tiempo de entrar en quintas. �Sabe Dios cu�nto lo temen los j�venes y las madres sobre todo! Juventud, hogar, familia, buenos sentimientos, pundonor, y a veces honra, adios! Los siete u ocho a�os de vida de cuartel, embrutecedores y viciosos, en que las groseras interjecciones parafrasean el despotismo militar armado a�n del azote, se presentan a la imaginaci�n del joven como una larga noche que agosta lo m�s sano y hermoso de su vida, en que uno duerme con l�grimas en los ojos y sue�a horribles pesadillas, para despertarse viejo, in�til, corrompido, sanguinario y cruel. As� se ha visto a muchos cortarse dos dedos para eximirse del servicio militar; otros se han arrancado los incisivos, en los tiempos en que hab�a menester de morder el cartucho; otros han huido a los montes, haci�ndose bandoleros, y no pocos se han suicidado. Sin embargo, la mejor precauci�n contra esta desgracia ha sido el casamiento, y los padres de nuestro joven determinaron casarlo con una muchacha agraciada y trabajadora, que viv�a no muy lejos en la misma monta�a. El joven, si bien no se mostr� entusiasmado con semejante proyecto, acept�lo, sin embargo, primero para librarse de las quintas, y despu�s para no desamparar a sus ancianos padres. Como no ten�a ninguna tacha, pronto se arreglaron las bodas y se fij� el d�a del casamiento.

No obstante, conforme se acercaba el dichoso d�a, hac�ase el novio m�s taciturno y menos comunicativo; desaparec�a durante largas horas, y cuando volv�a, le ve�an como desalentado, y muchas veces no respond�a cuando le preguntaban.

La v�spera de las bodas, a la noche, cuando volv�a de la casa de su futura, apareci�sele una joven en le camino de extraordinaria belleza.

Yo ya no quer�a dejarme ver de ti —le dijo ella, en tono dulce, mezcla de l�stima y de compasi�n—; pero vengo a traerte mi regalo, el traje y las joyas de tu novia. Yo te he protegido y te he amado porque te vi bueno y trabajador, y hab�a deseado te hubieses consagrado a m�; �Va! Puesto que te es necesario un amor terrenal; puesto que no has tenido valor para afrontar una suerte dura, ni para defender tu libertad y hacerte independiente en el seno de estas monta�as; puesto que no has tenido confianza en m�, yo te hubiera protegido a ti y a tus padres, vete; te entrego a tu suerte, vive y lucha solo; vive como puedas.

Y dicho esto, la joven se alej� y se perdi� entre las sombras. �l qued�ndose inm�vil y como petrificado; despu�s dio dos o tres pasos como para seguirla, pero ya hab�a desaparecido. Recogi� silenciosamente el bulto que la joven hab�a depositado a sus pies y entr� a su casa. La novia ni se puso los trajes ni us� la alhajas, y desde entonces Mariang Mak�ling no apareci� ya m�s a los campesinos.

El le�ador que me cont� esta historia no me quiso decir jam�s c�mo se llamaba el h�roe de ella.

Si esto es cierto o no, yo no lo s�. Varias veces he vagado por faldas del Mak�ling, y en vez de dedicarme a matar a las pobres palomas que se cuentan sus amor�os en las elevadas copas de los �rboles, acord�ndome de Mariang Mak�ling la he evocado; he escuchado atento en el silencio del bosque para percibir las armon�as de su melanc�lico instrumento y me he dejado sorprender por la noche para ver si pod�a columbrar su ideal figura flotando en el aire medio alumbrada por un rayo de luna que se filtra al trav�s del espeso ramaje. Nada he visto, nada he o�do. M�s tarde sub� hasta la misma cumbre del monte (en aquella famosa ascenci�n que los frailes calificaron de filibustera, a pesar de venir con nosotros un oficial y un soldado de la Guardia Civil en calidad de turistas) y vimos parajes deliciosos, sitios encantadores, dignos de ser habitados por dioses y por diosas. Elevados �rboles de tronco recto y musgoso por entre cuyas ramas las lianas tejen hermos�simos encajes bordados de flores; plantas par�sitas a cual m�s raras y variadas desde forma filoforme a la hoja ancha dentada hendida o circular; gigantescos helechos, palmas de todas clases, esbeltas y graciosas, que esparcen sus sim�tricas hojas en el espacio como un espl�ndido plumaje; todo esto y m�s hemos visto y admirado, suspendiendo varias veces nuestra marcha para quedarnos extasiados; pero ni el palacio encantado, ni la humilde choza de Mariang Mak�ling, no se han dejado vislumbrar.17 [Nota 17]

LAONG LAAN

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