XXVII. El Águila muere en Acallan

Este capítulo apareció en el suplemento dominical "México en la Cultura", del diario Novedades, el 18 de septiembre de 1949, junto con las notas con que aquí se publica

FUE el martes 28 de febrero de 1525 23[Nota 23]cuando la comitiva de Cortés y los señores indios prisioneros llegaron a Acallan. Esta provincia, a la que las crónicas indias suelen llamar también Hueymollan, se ha identificado al sur de Campeche, en la confluencia y desembocadura de los ríos de la laguna de Términos: gráficamente los aztecas la llamaban Acallan, lugar de canoas. 24[Nota 24]

Cortés había llegado al Tixchel de los mayas chontales al cruzar el río de San Pedro, el que se ha identificado con el de la Candelaria, en donde fue recibido de paz en Izankanak —la capital de Acallan—, colmándosele de bastimentos y servicios por el hijo del ahau o señor, un Pax Bolón Acha, por haber muerto éste hacía cuatro días.

Cortés sospechó la repentina muerte y pronto pudo confirmar, por denuncia de otro cacique maya, que se le engañaba: Pax Bolón Acha vivía, había simulado súbita muerte. Cortés volvió a verse cerrar sombríamente el horizonte a su alrededor, pues si atrás quedaban campos y ciudades quedamos por las tribus en retirada ante el avance español, hoy se enfrentaba a un poderoso señor con el que el menor descuido podría serle fatal. Sus ejércitos estaban mermados: las fiebres y las disenterías habían diezmado la tropa, muchos habían muerto de hambre y otros habían desertado volviendo sobre sus pasos; el capitán español sólo encontró ante sí la densa selva tropical, gigantescos cedros rojos y ramones colosales, amates y retorcidas ceibas —el ixminché sagrado de los mayas— de bejucos colgantes y un ejército hambriento y levantisco.

Cuauhtémoc, entretanto, escuchaba y miraba silenciosamente los infortunios y la cólera de su vencedor. La existencia de una conjura jamás quedará probada plenamente, pero ante aquellos doscientos hombres atascados y perdidos en los pantanos y ríos de Acallan, debió pensar el héroe de México en caerles y aniquilarlos, volviendo a levantar nuevamente una gran confederación india que arrojase de México a los extranjeros. Pero para que se realizase este plan, propio de su corazón rebelde, faltaba una conciencia política indígena. Fue así como Cuauhtémoc supo de la hiel de la traición de los suyos y la resistencia ciega de los mayas chontales.

Una fuente indígena, los Anales de Tlatelolco,25 [Nota 25]recogió noticias de este último episodio. Los mensajeros tlatelolcas habían previamente alcanzado a los acallantlanca (chontales), advirtiendo la proximidad de los señores de México; ellos, los chontales, estaban emparentados con los nobles toltecas del centro del país 26[Nota 26]y no es imposible que existiesen, poco antes de la llegada de los españoles, guarniciones mexicas entre Xicalanco y Acallan, es decir, al norte de Tabasco y sur de Campeche, en las fronteras mayas, en el país de los comerciantes que en canoas comunicaban con Yucatán. Los chontales se reconocieron súbditos de las gentes de México, de la nobleza del centro del país de Tollan: "Que venga el señor, nuestro amo y soberano. Que nos hagamos dignos de esta merced. Que nos trate a sus súbditos con clemencia. Porque si él nos impone algo, ya se encontrará de dónde tomarlo".

El rumor de la proximidad de Cuauhtémoc había congregado a los chontales en la puerta de entrada del país, en Tuxkahá, a dos jornadas de la capital.

Se trenzaron ramos de axóyatl, doseles de plumas relucientes de quetzal; se tendieron finas esteras de palma, se prepararon las bebidas refrescantes... Cuauhtémoc llegó a Tuxkahá, a la que los suyos llamaban Teotílac, envuelto por la majestad y prestigio de México; entonces habló a los acallantlanca con tiernas palabras de un vencido, en una arenga en la que resonó la herida de un pueblo deshecho:

Esforzaos, nobles acallantlaca, lo más que podáis, con la ayuda de nuestros dioses. Estad contentos. No vayáis —añadió amargamente— a pueblos extraños. Sed felices aquí, para que no ocasionéis dolor a las gentes del pueblo, a los viejos, a los ancianos, a los niños que están todavía en las cunas y a los que apenas comienzan a caminar, a los que están jugando. Tened cuidado con ellos y compadeceos de ellos. Que no se vayan a un pueblo extraño. Amadlos. No los abandonéis. Y os lo recomiendo expresamente, porque nosotros seremos enviados a Castilla. ¿Qué sé yo si regresaré o pereceré allá? Quizá no vuelva a veros. Haced todo lo que esté en vuestro poder. Amad a vuestros hijos tranquilamente y en paz. No les inflijáis ningún disgusto. Y sólo digo esto: ayudadme en alguna forma con algo para que yo pueda dar la bienvenida al gran señor que es soberano de Castilla.

Enmudeció el joven príncipe. Su noble rostro de cobre se nubló al pensar en Castilla, pues se les había dicho que allí iban llevados con Cortés. Por Castilla abandonaba su país, su valle de lucientes lagos, los niños de Tlatelolco y México. Iba a rendir homenaje a un extraño y lejano príncipe. Pero los señores de Acallan respondieron prestamente: "¡Oh, señor y amo! ¿Acaso eres tú nuestro súbdito humillándote? No te intranquilices, porque aquí está tu propiedad. He aquí tu tributo".

Y ante los ojos del vencido soberano se extendieron ocho cestillas cargadas de oro, más joyeles de jade y de turquesa. El tributo para saciar a Cortés. Pero cuando se hubo cumplido con aquella gabela, los guerreros de México, presididos por los señores, pudieron darse a sus festividades. Ixtlilxóchitl nos ha remitido la fecha: un martes de carnaval en el que parte por imitación de los cristianos y parte, quizá, por coincidir con ceremonias pasadas, la tropa indígena danzó y cantó. 27 [Nota 27] Un murmullo de cánticos invadió la selva, mientras los danzantes entonaban los implorantes cantares acompañados de los tambores de piel (huéhuetl), de madera (teponaztles), las bocinas de caracol, las flautas y los percutores de hueso. Aún al ponerse el sol se cantaba y danzaba porque además, a la tropa india la excitaba que allí corrió: que en Acallan terminaría el viaje del capitán Cortés. Quizá entonces entonaron y bailaron el cantar del Retorno de los Guerreros:

Perdida entre nenúfares de esmeralda la ciudad,
perdura bajo la irradiación de un verde sol México:
al retornar al hogar los príncipes,
niebla florida se tiende sobre ellos.

Como que es tu casa, Dador de la Vida;
como que en ella imperas tú, nuestro padre:
en Anáhuac vino a oírse el canto en tu honor

y sobre él se derrama.

Donde estuvieron los blancos sauces
y las blancas juncias permanece México,
y Tú, cual azul garza, andas volando sobre él.
Bellamente abres las alas y la cola
para reinar sobre tus vasallos y el país entero...

Entre abanicos de plumas de quetzal
fue el retorno a la ciudad:
quedaba suspirando de tristeza
la ciudad de Tenochtitlán,
como lo quería el dios.

Pero "cuando el sol se iba a poner" —irónicamente en el sol de crepúsculo que significa el nombre de Cuauhtémoc—,28[Nota 28]la sórdida tragedia llegó. Un traidor de origen otomí a lo que parece, al que por su lugar de nacimiento se le suele llamar Mexicalcíncatl, fue el denunciante: un enano, el Coztemexi Cozcóltic, llamado por los españoles Cristóbal. Bernal Díaz señala dos denunciantes más: Tapia, es decir, el Motelchiutzin, antiguo calpixque (recaudador) de origen innoble, y Juan Velázquez, el Tlacotzin Cihuacóatl de Tenochtitlán, cuya probanza no fue seguramente desinteresada, porque a este último inmediatamente lo elevó Cortés, allá en Acallan, a señor de México y a la muerte de éste en Nochistlán, al retornar a México, le concedió de gobernador indio de México al Motelchiutch. 29[Nota 29]Pero hubo alguien más que participó en forma decisiva en esta tragedia: Malintzin; su siniestra actuación que se iniciara con la denuncia de Cholula, allá donde la matanza inicial, se acrecentaría ahora en las tierras chontales en donde ella viviera su juventud en destierro, como si al participar en la condena del príncipe mexicano, cobrara desquite de su salida del área mexicana de Osltluta, hacia su esclavitud en tierras tabasqueñas. Años más tarde un nieto de doña Marina había de reclamar, como singular mérito ante la Corona española, haber sido su antepasado la denunciante. 30[Nota 30]

Fue así como, según los Anales de Tlatelolco, el Coztemexi Cozcóltic llegó lamentándose a doña Marina:


Vente, hija Malintzin, porque veo que Cuauhtémoctzin aparece completamente encantado con la revista. Míralo. Así pereceremos aquí nosotros y el capitán, don Hernando.

Todavía añadió más, señalando a la muchedumbre de guerreros danzantes:

Es verdad absolutamente lo que digo, porque los hemos [a los príncipes] oído consultarse en la noche. Dijeron que iban a quitarnos a los extranjeros, a los otomí...

Según la fuente indígena citada, que niega la conspiración, el denunciante quedó segregado de la tribu y se le llamó para siempre mentiroso. Pero Malinche corrió a informar a Cortés: los nobles príncipes de México, Texcoco y Tacuba conspiraban contra los españoles, calculaban el tiempo necesario para aniquilarlos, para caer sobre ellos y asaltarlos...

Todas las fuentes históricas recuerdan el nombre del denunciante, el mexicalcinca Coztemexi —Cortés, Ixtlilxóchitl, Chimalpahin, Anales de Tlatelolco, etc.— pero en tanto que las fuentes indígenas mexica (Anales de Tlatelolco) y Texcocana (Ixtlilxóchitl) niegan la existencia de una conspiración, el testimonio español (Cortés y Bernal Díaz) la acepta como plenamente probada. Un tercer testimonio, ajeno a conquistadores y vencidos, el de los mayas chontales de Acallan, ha venido a sumarse a las pruebas de la existencia de pláticas de los príncipes mexicanos destinadas a destruir el poderío español, quebrantándolo en su jefe militar, Cortés, y en aquella escasa tropa exhausta y desmoralizada, de acuerdo con el manuscrito chontal, cuyo original perdido se conoce por un traslado utilizado como probanza de méritos al principar el siglo siguiente por uno de los descendientes mestizos del cacique de los chontales o callantlanca, el ahua o señor Pax Bolón Acha. 31[Nota 31]

Estas palabras de Cuauhtémoc dirigidas al señor chontal de Izankanak, Pax Bolón, allá en Tuxkahá, fueron recogidas por la versión maya: "Señor rey [ahuau], estos españoles vendrá tiempo que nos den mucho trabajo y nos hagan mucho mal y que matarán a nuestros pueblos. Yo soy de parecer que los matemos, que yo traigo mucha gente y vosotros sois muchos".

Pero Pax Bolón evadió aquella proposición contestando a Cuauhtémoc; "Veréme en ello, dejadlo ahora, que trataremos de ello". El ahau de Izankanak era un corazón vacilante, cobarde; primero había rehuido presentarse a Cortés, había simulado haber muerto unos días antes, pero informado Cortés por otro cacique maya, requirió al hijo de Pax Bolón para que le llevara a éste. El documento chontal, por supuesto, calla esta simulación y presenta a Pax Bolón aceptando el veredicto de la tribu, que le ordenaba no presentarse a los blancos. Finalmente, llegó con su séquito ante el conquistador de los culúa o mexicanos y se dio de paz.

Añade el texto maya que importunado Paz Bolón por Cuauhtémoc y considerando aquél que los cristianos no hacían daño a los suyos, sino los requerían sólo de pavos y de maíz, se acercó a Hernán Cortés —lógicamente a su intérprete maya, Malintzin— y denunció los propósitos del señor de México.

Fue así como se fue desenvolviendo el dramático epílogo. Quienes son gratos a la memoria de Córtes han afirmado la existencia de la conjura, pero quienes le son adversos la han negado sólo para arrojar una mancha más al conquistador. Pero sobre estas consideraciones se impone una reflexión más severa: Cortés se encuentra en aquel invierno con un ejército mermado, sin disciplina y famélico; ante sus ojos se extienden sólo ciénegas, ríos y una cortina inmensa tendida por la selva; los indígenas llevan la peor parte y el hambre ha dado origen a un acto de antropofagia; sobre sus espaldas llevan el peso de la carga de la tropa española y sus manos son las que han atado con bejucos los troncos de los cedros para tender puentes. Cortés necesita realizar un acto de severidad extrema que sea una advertencia a la hostil tribu maya chontal y la represión más cruel de la sorda rebeldía del ejército de México. La medida sería extrema y Bernal Díaz, que consideró injusta la condena, nos ha dicho: "Pareció mal a todos los que íbamos".

Por otra parte, a Cuauhtémoc no podían escapar las condiciones de la tropa española; antes ha visto los sufrimientos de la tribu, los vive día a día; él mismo ha sentido las penalidades de la marcha en la selva; un ligero esfuerzo y la ayuda de los chontales acabarían con los extranjeros. Su carácter "bullicioso", como dice Cortés, 32[Nota 32]lo empujo a ello; es más, la única voz con conciencia política, por eso busca una confederación con los mayas de Acallan; más ahora que ya no sólo poseen sus viejas armas, sino portan lanzas y espadas de metal.

Ixtlilxóchitl, 33[Nota 33]que en esta parte sigue noveladamente una primitiva relación texcocana de un Axayácatl acompañante de la tropa de Hibueras, nos presenta como origen de la conjura —que niega— una plática en broma de los tres señores de la Triple Alianza: se discutía el destino de las tierras que iban supuestamente a conquistar más allá de Acallan; el señor de Texcoco, Coanacochtzin, las reclamaba de conformidad con los términos de la Alianza y linaje de los acolhua; Tetlepanquetzaltzin, rey de Tacuba, las pedía porque siendo su ciudad siempre la postrera, debería ser ahora la primera; pero Cuauhtémoc, irónicamente, las reclamaba para México ahora que, "ayudado por los hijos del sol, por lo mucho que me quieren a mí..." Y añade Ixtlilxóchitl que el capitán mexica Temilotzin habló entonces largamente recomendado conformidad y expresando su sumisión a la nueva religión. Todos los señores se enternecieron con la elocuencia del capitán Temilotzin. Este Temilotzin habría de terminar poco tiempo después, quizá en el golfo de Honduras, cuando Cortés se disponía a retornar a Veracruz; Temilotzin se había escondido bajo los tablones del navío, porque se les había dicho que iban a Castilla y atemorizado se rehusaba; pero descubierto por los españoles y llevado a Cortés y a doña Marina, se arrojó a las aguas del mar, perdiéndose entre las ondas del océano:

Nadie sabe si hubo alcanzado la costa —dicen los Anales de Tlatelolco—, si una serpiente lo tragó, si un lagarto se lo comió a si los peces se hubieron comido a Temilotzin. Pero en caso de que hubiere alcanzado la costa, no podía dejarse ver, no se podía ocupar en ningún trabajo. Aun en el caso de haber encontrado una población, no podía dejarse ver en ella.

Fue así como terminó otro héroe más de la resistencia de México, el tlacatécatl o capitán Temilotzin.

Cortés es igualmente explícito con relación a la conjura. La "traición" de los señores le fue comunicada por el Coztemexi:

Habían hablado muchas veces y dado cuenta de ello a este Mexicalcingo [Coztemexi], diciendo cómo estaban desposeídos de sus tierras y señoríos y los mandaban los españoles, y que sería bien que buscasen algún remedio para que ellos las tornasen a señorear y a poseer, y que hablando en ello muchas veces en este camino les había parecido que era buen remedio tener manera como me matasen a mí y a los que conmigo iban, y después de apellidando la gente de aquellas partes, hasta matar a Cristóbal de Olid y la gente que con él estaba, y enviar a sus mensajeros a esta ciudad de Tenochtitlán para que matasen a todos los españoles que en ella habían quedado, porque les parecía que lo podían hacer muy ligeramente, siendo así que todos los que quedaban aquí eran de los que habían venido nuevamente, que no sabían las cosas de la guerra, y que acabando de hacer ellos lo que pensaban irían apellidando y juntando consigo toda la tierra por todas las villas y lugares donde hubiese españoles, hasta los matar y acabar todos, y que hecho esto pondrían en todos los puertos de la mar recias guarniciones de gente para que ningún navío que viniese se les escapase, de manera que no pudiese volver de nuevo a Castilla; y que así serían señores como antes lo eran...

Cortés, consecuentemente, obró con rapidez y con el rigor necesario para hacer ejemplar el castigo. Sigilosamente se aprehendió a los señores y sumariamente tomó información de ellos, condenando a muerte a Cuauhtémoc y a Tetlepanquetzaltzin, aunque otras fuentes añaden a Coanacochtzin de Texcoco. 34[Nota 34]

Atardecía cuando los soldados españoles se acercaron a los soberanos indígenas, "cuando el sol se iba a poner... ellos se clavaron a los señores como los perros al cuello". Allá lejos todavía la fiesta continuaba: resonaban los tambores y se elevaban los cánticos en la cálida selva. Las fuentes españolas añaden que Cuauhtémoc fue sometido a un interrogatorio y, confesó, sentenciado a muerte por Cortés. Bernal Díaz dice que el soberano de México reconoció haber asistido a las pláticas, pero no haber partido él en éstas; sin embargo, el señor de Tacuba, Tetlepanquetzaltzin, más explícito, añadió que Cuauhtémoc y él habían dicho "que valía más morir de una vez que morir cada día en el camino viendo la gran hambre que pasaban los maceguales —labriegos o gente del común— y parientes".

Sin más probanza, así sumariamente, sólo dando tiempo a que los dos clérigos flamencos que acompañaban a Cortés, fray Juan de Tecto y fray Juan de Ahora, confirmasen y confesasen a los de México. Cortés dio entonces a Cuauhtémoc y a Tetlepanquetzaltzin y, a lo que parece, a Coanacochtzin, a la muerte. A Cuauhtémoc, todavía con cadenas puestas en los tobillos, se le puso un crucifijo en las manos.

Pero aún más: ni siquiera el género de muerte es bien conocido. En general, todos convienen en que a Cuauhtémoc y al señor de Tacuba y al de Texcoco se les colgase de las ramas de una ceiba (ixminché) o de un pochote; pero el documento maya antes citado y confirmado en parte por un códice mexicano —la Tira de Tepechpan— nos da una versión diversa: antes de colgarse, los condenados fueron decapitados y sus cuerpos supendidos por los tobillos de las ramas de la ceiba, en tanto las cabezas de las víctimas se clavaron en los muros del templo principal de Tuxkahá: "Le cortaron la cabeza [a Cuauhtémoc] y fue clavado en una ceiba delante de la casa que había de la idolatría en el pueblo de Yaxzan [Taxaham]".

Bernal Díaz recogió las últimas palabras del héroe. Le habían puesto en las manos un crucifijo, después de habérsele confesado, y en tanto que el rey de Tacuba expresaba que su muerte era buena por poder morir junto al gran señor de México, Cuauhtémoc se volvió severamente a Cortés y habló con amarga energía:

Oh Malinche: días había que yo tenía entendido que esta muerte me habías de dar y yo había conocido tus falsas palabras, porque me matas sin justicia. Dios te la demande, pues yo no te la di cuando te me entregaste en mi ciudad de México.

Los cuerpos de los señores de México, suspendidos en las ramas del árbol sagrado de los mayas, quedaron balanceándose en aquel anochecer de febrero de 1525, mientras las tribus indígenas parecían haber colgado, como de los brazos de una cruz, todas sus esperanzas... Algún día sin embargo, esas fuerzas revivirían para teñir y matizar lo mejor de aquella nueva nación.

Fue allá, en Acallan, en la confluencia de ríos que desembocan en la laguna de Términos. Ni siquiera el lugar ha quedado definitivamente esclarecido, pero modernas investigaciones sitúan a Izankanak y a la cercana Tuxkahá o Teotílac en la cuenca del río de la Candelaria, a unas seis jornadas de su desembocadura.35 [Nota 35] Tampoco conocemos, por otra parte, el destino de los tres cuerpos indígenas; como era usual en la reales exequias, se debió incinerar los cuerpos de los muertos; a espaldas de los españoles se debió descolgar a los tres soberanos, se les amortajó y quemó y, una vez consumidos los cuerpos en la cremación, el atado fúnebre se revistió de una máscara de turquesas, acompañándosele de ofrendas y, por supuesto, las mantas y el perrillo sacrificado —el macabro Caronte indígena— para que lo condujese al lugar de las sombras y de los muertos, al Mictlan, la subterránea morada. Su espíritu descendió así, mágicamente defendido, a la sombría morada de la muerte, mientras sus cenizas quedaron ocultas allá en tierras mayas, en Acallan Hueymollan.

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