XXII
EL REGRESO DE LOS TEULES

APENAS amenguaba la epidemia de viruela en la veintena del mes Panquetzaliztli, cuando los españoles volvieron a ponerse en movimiento en Tlaxcala. Fue el 28 de diciembre de 1520 cuando Cortés, después de imponer al sucesor de su amigo Maxiscatzin —muerto éste durante la epidemia—, se movió con dirección a México. Había ordenado que se activaran las obras de carpintería de los bergantines y había realizado el usual alarde, cuando habló a los suyos repitiendo sus palabras de justificación de la guerra: "Pues para ello teníamos de nuestra parte justas razones; lo uno por pelear en aumento de nuestra fe y contra gente bárbara; y lo otro, por seguridad de nuestras vidas": Gómara, que trae también la arenga, pone en boca de Cortés estas palabras:


Pues ¿qué mayor ni mejor premio desearía nadie acá en el suelo que arrancar estos males y plantar entre estos crueles hombres la fe, publicar el Santo Evangelio? Que pues vamos ya, sirvamos a Dios, honremos nuestra nación, engrandezcamos nuestro rey y enriquezcamos nosotros, que para todos es la empresa de México. Mañana, Dios mediante, comenzaremos.

La tropa contestó jurando vengar lo perdido y luchar por la fe cristiana y el servicio del rey, prometiéndose igualmente henchir las bolsas con el oro de México. El capitán Cortés dio entonces la orden de partir, y los quinientos infantes de rodela y espada o ballesta, los cuarenta de a caballo y los portadores de la artillería empezaron a caminar ordenadamente hacia Texmelucan, última villa del señorío tlaxcalteca, a donde llegaron al atardecer; al día siguiente alcanzaron las faldas de la serranía del Iztaccíhuatl, desde donde volvieron a contemplar el valle mexicano, sus lagunas y ciudades insulares, sus calzadas y floridas chinampas, y a la vista de Tenochtitlán dice Bernal que la tropa española "dio muchas gracias a Dios que nos la tornó a dejar ver. Entonces nos acordamos de nuestro desbarate pasado de cuando nos echaron de México, y prometimos si Dios fuese servido de tener otra manera de guerra".

Pero conforme empezaron a descender, las veredas se tornaron más intrincadas y los españoles hubieron de abrir los caminos intencionalmente sembrados con magueyes, apartando los troncos de los pinos y maleza intencionalmente regados, así como salvar los tajos abiertos por los hombres de Cuauhtémoc. Había sido además inútil que Cortés escogiera el camino más difícil tratando de sorprender a los mexicanos, pues apenas asomó su tropa al valle cuando en todos los puntos altos de la sierra se incendiaron fogatas y ahumadas que servían a los indígenas como avisos de guerra.

Un ambiente de muerte reinaba en el valle, y en una de las ciudades de las fronteras con el señorío tlaxcalteca, Calpulalpan, a la que Sandoval habría de castigar por la muerte de una partida española durante la rebelión de México, matando y esclavizando a sus habitantes, los españoles renovaron la angustia de la Noche Triste. En efecto, en Calpulalpan una partida de españoles que iban por allí al tiempo de la rebelión de México habían caído en una celada y, hechos prisioneros, fueron todos sacrificados. Sandoval pudo contemplar todavía las cinco cabezas de los caballos y dos de sus jinetes; los caballos perfectamente adobados y las momificadas cabezas de sus jinetes, todavía con la ropa del sacrificio, colgaban de las paredes del templo como ofrendas a los ídolos. Algo que, como dice Cortés, "nos renovó todas nuestras tribulaciones pasadas", sobre todo cuando en las paredes de las casas sacerdotales encontraron escritas estas dramáticas palabras: "'Aquí estuvo preso el sin ventura de Juan Yuste...', que sin duda fue cosa para quebrar el corazón a los que lo vieron".

Perseguido por el vocerío de guerra, Cortés se aproximó el último día del año a Texcoco. En sus cercanías, con Coatepec, recibió una misión de paz que le enviaba Coanacochtzin, cuyo portador abría con una bandera de oro; pedía perdón para la ciudad y que el Malinche ordenase a sus aliados tlaxcaltecas que no hicieran daño a la población; invitaba, además, al capitán a alojarse en Texcoco para el día siguiente.

Cortés, sin embargo, insistió en entrar en la ciudad aquel mismo día, y al atardecer entró triunfalmente con sus tropas en el palacio de Nezahualcóyotl, el viejo y asombroso palacio que levantara el rey poeta, en donde se acomodaron holgadamente los seiscientos soldados en las espaciosas salas y anchurosos patios; pero todavía no caían las sombras de la noche cuando dos de sus capitanes, Olid y Alvarado, desde la terraza de la pirámide de Texcoco pudieron darse cuenta de que los naturales de aquella ciudad la abandonaban llevando consigo sus hijos y sus enseres. Cortés pudo comprobar con cólera la burla de aquella misión de paz, pues al ordenar que se aprisionase a Coanacochtzin, éste había huido para refugiarse en México, el baluarte de la Triple Alianza: "Yo deseaba como a la salvación haberle a las manos", escribió el propio conquistador.

Cortés, sin embargo, recordó que en los campos de Tlaxcala retenía prisionero desde su huida de México a un príncipe texcocano, Ixtlilxóchitl. La batalla por la legalidad y su tradicional política de dividir para gobernar lo estimularon a enviar por él. Ixtlilxóchitl debió recordar al sumarse a Cortés que un hermano de él, Cuicuitzcatzin, habiendo escapado del real de Tlaxcala de los españoles y vuelto a Texcoco, fue acusado de cobardía y traición por su tribu y ajusticiado. Ixtlilxóchitl —que sustituyó a un hermano bastardo llamado Tecocoltzin— aceptó el señorío y recibió las aguas del bautismo cristiano con el nombre de don Fernando. Desde ese momento fue sin duda uno de los más eficaces aliados indígenas de Cortés; y uno de sus descendientes, el cronista Alva Ixtlilxóchitl, asienta que su ayuda pesó tanto a Cuauhtémoc, que el príncipe mexicano llegó a poner precio a la vida de quien así los traicionaba.

Pocos días permaneció Cortés en Texcoco, pues el 7 de enero realizó su primera entrada sobre una ciudad mexicana. Escogió la cercana y probablemente leal Ixtapalapa, una villa de diez mil vecinos cuyas casas en parte estaban construidas en las chinampas y aguas de la laguna de México. Ixtapalapa era, además, la ciudad regida por Cuitláhuac a la llegada a México y les recordaba, por lo mismo, el nombre del caudillo recientemente muerto, héroe de la expulsión en la Noche Tenebrosa. Los soldados españoles entraron en la ciudad por una larga calzada, peleando encarnizadamente, pero los ixtapalucas, al írseles acorralando y empujando hacia las márgenes de la laguna, rompieron un dique que separaba las aguas más altas del vaso salitroso de Texcoco de las agua dulces de la laguna de México. Las aguas corrieron desbordadas sobre Ixtapalapa y su calzada, y aquella noche, cuando los españoles creían haber conseguido una señalada de victoria y contemplaban embebidos a los guerreros de Ixtapalapa embarcarse huyendo en sus canoas, a los que perseguían sin entender otra cosa que "matar a diestro y siniestro", como dice Cortés, el propio conquistador vio crecer amenazadoramente las aguas, y recordando el rompimiento del dique ordenó a los suyos la retirada. Ya en la oscuridad de la noche, casi a volapié, perdiéndose muchos indígenas aliados que quedaban a la rezaga y abandonado todo el despojo de la aparente victoria, Cortés pudo salvarse alcanzando tierra firme antes de que las aguas del lago texcocano hicieran desaparecer la calzada, pues "certifico a vuestra Magestad —dice Cortés— que si aquella noche no pasáramos el agua o aguardáramos tres horas más, que ninguno de nosotros escapara". Y Bernal Díaz añade que aquella retirada, que les hablaba dolorosamente de las vidas y esfuerzos que iba a costar la conquista del bastión mexicano, la realizaron en medio de la "burla y la grita y silba que ponían" los guerreros de México.

La derrota de Ixtapalapa no fue, sin embargo, suficiente para restar prestigio a los españoles, pues algunos días después dos pueblos del señorío de Texcoco, Huexotla y Coatlinchán, fueron a entregarse en servidumbre a Cortés, y apenas acababa el conquistador de aceptar aquella sumisión, cuando Otumba —la ciudad de los llanos de la cruenta victoria— y Chalco enviaron sus misiones de paz. Esta última ciudad, en la región oriental del valle y en las riberas de la laguna, era la ambicionada llave de comunicación del valle de México con el señorío aliado de Tlaxcala. La posesión tranquila de Chalco significaba mantener un camino seguro y libre hacia Tlaxcala y el mar oriental de Veracruz.

Cortés, por lo mismo, envió a un capitán de su confianza, Gonzalo de Sandoval, quien llevaba además al núcleo tlaxcalteca que regresaba a su señorío. En Chalco recibieron a Sandoval amistosa y alegremente, pues la ciudad todavía recordaba que antaño había sido un señorío libre y que sus ligas —antes que Izcóatl los sojuzgase— estaban más que con las tribus del valle mexicano con los señoríos poblanos y tlaxcaltecas. Los chalca recordaron a Sandoval que su amistad con los blancos la habían comprobado suficientemente durante los días amargos de la derrota de México, pues habían acogido a dos españoles que pretendían llegar a México durante la rebelión y los habían puesto a salvo dejándolos huir hacia Tlaxcala. Cuando los españoles regresaron al real de Texcoco los acompañaba parte de la nobleza de la ciudad, y como cautivos de los chalca algunos guerreros de México que estaban con ellos tratando de comprometerlos en la guerra con los españoles. Cortés liberó a los prisioneros y los hizo portadores de un mensaje de paz a Cuauhtémoc: prometía Cortés olvidar la guerra pasada del canal de los Tolteca si los mexicanos se sometían, pues de lo contrario acabaría con todos y destruiría la ciudad; pero en vano esperó la respuesta, porque Cuauhtémoc, como asientan los cronistas, estaba decidido a ser libre con los suyos o a morir en la empresa.

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