XXIV
CORTÉS CIRCUNDA LA LAGUNA

UNA operación preliminar que no podía escapar al genio militar del capitán Malinche era el reconocimiento de las ciudades y tribus de los alrededores de Tenochtitlán y su laguna. Atacar el reducto insular mexicano antes de quebrantar las ciudades comarcanas aliadas y medir sus fuerzas en ellas habría sido el suicidio del ejército español. Por el contrario, esta operación iba a despejar a Cortés de enemigos potencialmente poderosos en los valles de Morelos, a los que habría de quebrantar primero en los peñones del valle de Cuautla y después en la agra y fortificada ciudad de Cuernavaca.

El 5 de abril de 1521 la tropa española abandonó la ciudad base de sus operaciones, Texcoco, para dirigirse a Chalco —vía Tlalmanalco—, a la que se pretendía auxiliar porque los guerreros aztecas, en canoas, la amagaban peligrosamente, pretendiéndola castigar por su subordinación a Cortés y su ayuda a los extranjeros en la batalla de Yecapixtla. Pero, una vez depejado el frente de Chalco, los españoles abandoraron el valle de México para internarse en el de Cuautla por el rumbo de Chimalhuacán. En aquellos valles de tierra caliente, los españoles encontraron la primera resistencia importante, organizada en los peñones de las cercanías de Yautepec. Después de fracasar en el escalamiento de un cerro fortificado y riscoso, Cortés simuló una maniobra de ataque frontal, mientras simultáneamente uno de sus capitanes ocupó las faldas laterales de otro cercano cerro, desde el cual, apoyado por la artillería, pudo reducir los ejércitos aliados de México. La caída de los peñones, que Bernal sitúa en las cercanías de Yautepec, abrió a Cortés las tierras calientes del sur del valle de Cuautla: pudieron así entrar pacíficamente en Yautepec, en Xilotepec y, aprovechando un descuido de los indígenas del lugar, en Tepoztlán, en el valle de Cuernavaca.

Pero en Cuauhnahuac, ciudad fundada en un sitio agro, rodeada de barrancas y de un cortado río, Cortés encontró la segunda e importante resistencia. Después de una serie de batallas desesperadas, los españoles encontraron un punto débil desde donde pareció que habían asaltado al pueblo, iniciándose la desbandada de los defensores; la ciudad —cuyo nombre corrompieron los españoles en Cuernavaca— siguió la suerte de muchos otros poblados indígenas, entregándosela al saqueo e incendiándola.

De Cuernavaca los españoles volvieron sobre el valle de México, bajando desde las montañas sobre Xochimilco —"en el sembradío de las flores", como se traduce el poético nombre del pueblo florido de la laguna de México—, cuyas fuentes alimentaban las aguas dulces de México vaciándose sobre los canales; y "Otra Venezuela" —como llamaron a Mixquic los españoles—, cuyas chinampas sembradas de verdura, flores y relucientes canales les recordaban a México Tenochtitlán. Sus habitantes, al sentir la proximidad de los blancos, levantaron sus pontones de madera y se replegaron a las albarradas. Los tres días que Cortés estuvo sobe Xochimilco no tuvo tregua; combatió peleando obstinadamente y venciendo siempre en tierra firme hasta asaltar el pueblo y la tierra, "dejándola toda quemada" (Cortés), pero sin que pudieran derrotar y someter definitivamente a los guerreros xochimilcas en sus canales y chinampas, en los que recibieron auxilio de dos mil canoas con guerreros mexicanos. En uno de los encuentros, Cortés estuvo a punto de caer prisionero y ser victimado, pero la táctica militar indígena de aprisionar primero para después dar muerte, salvó al capitán Malinche de un sacrificio seguro en tierras xochimilcas: había caído el caballo de Cortés, y solo el capitán, defendiéndose con su lanza, rodeado de guerreros xochimilcas y a punto de ser tomado prisionero, un indígena tlaxcalteca y su mozo Olea arrancaron de la muerte a Cortés.

Ese día había dividido su ejército, la mitad en el pueblo y los restantes con Olid en tierra llana; pero al día siguiente fue necesario presentar un frente único, porque los escuadrones mexicanos enviados en canoas por Cuauhtémoc se enfrentaron peligrosamente. Por último, según Bernal en vista de los crecientes refuerzos, decidieron los españoles abandonar Xochimilco, no sin que antes tuviesen que deplorar la muerte y sacrificio de algunos soldados que saliéndose del núcleo trataron de saquear el almacén situado en una isleta unida a tierra por una estrecha calzada. Sus corazones, casi a la vista de los suyos, fueron ofrecidos al sol mientras sus compañeros, como dice Bernal, salieron casi de huida.

Cortés encaminó a los suyos hacia Coyoacán, desde donde reconoció las primeras albarradas, y después de incendiar el poblado se dirigió a Tacuba. La rebelde ciudad fue nuevamente asaltada, pero los tlacopanecas se retrotrajeron a las calzadas, entre las lagunas, y aun llegaron a tender una celda al Malinche, lo que le costó la pérdida de dos mozos que vivos fueron llevados a Cuauhtémoc, un tal Pedro Gallegos y otro que por alocado llamaban "el Vendaval". Cortés, dice Bernal Díaz, al abandonar Tacuba iba "bien triste y como lloroso".

Mientras, los de México, con aquellos dos teules vivos, pudieron marchar triunfante a Tenochtitlán y entregarlos al supremo señor. Cuauhtémoc, para presenciar el sacrificio de los dos extranjeros ofrecidos al dios solar y de la guerra. Cortés, mientras tanto, volvió sobre sus pasos a Texcoco, dejando atrás las ciudades de Tenayuca, Cuauhtitlán y Acolman, algunas de las cuales, abandonadas, volvían a recordar a los españoles la amarga victoria que les esperaba. Bernal concluye: "Veníamos tan destrozados y heridos de la entrada por mí memorada" (CXLVI).

Las operaciones habían concluido sin el mejor éxito pronosticado por Cortés, y ya en su real de Texcoco, base de las operaciones militares en el valle de México, un grupo de conquistadores, encabezados por un tal Villafaña, pretendieron dar muerte a Cortés y retirarse a Veracruz. Pero, abortada la conspiración, Cortés simuló desconocer los nombres del grupo implicado, dando la versión de que Villafaña, ajusticiado por él, se había tragado la lista de los conjurados.

Pero algo que iba a cambiar la marea de la guerra esperaba a Cortés. La zanja que unía a Texcoco con las aguas de la laguna estaba por concluirse y los bergatines del improvisado astillero de Texcoco, prácticamente concluidos, podían ya echarse a flote. Aquella zanja se había concluido en cerca de dos meses y trabajaron en ella más de ocho mil indios aliados diariamente. Los bergantines se habían armado con los cedros de los bosques de Huejotzingo, las velas, palos y herrajes de los navíos hundidos en Veracruz, la brea de los pinares tlaxcaltecas y hasta el sebo del saín humano de los muertos de guerra, según noticia transmitida por Gómara. Finalmente, entre pífanos, tambores, disparos y música de los cantares indígenas, se deplegaron las velas y se pusieron a flote las barcazas.

Entretanto, Cortés había ordenado se manufacturasen por indios aliados 50 mil saetas y 50 mil casquillos en la costa del cobre, lográndose con tal calidad que mejoraron el material que venía de Castilla.

Al concluir abril, Cortés realizó el último alarde español: 86 caballos, 118 ballesteros (194 según Bernal) y escopeteros, 700 peones de espada y rodela, más 3 cañones grandes y 15 tipos pequeños, y 10 quintales de pólvora. Sólo faltaban los aliados indios de Tlaxcala, a los que requirió Cortés para que en un término de diez días se le sumasen en Texcoco; días después 50 mil hombres de Tlaxcala, Huejotzingo y Cholula se presentaron en el real de Texcoco, según Cortés —Bernal corrige la cifra en 20 mil—, pero todavía había que añadir a los subordinados de Chalco y Texcoco. Los capitanes indígenas tlaxcaltecas eran Chichimecatecuhtli y Xicoténcatl el Mozo.

Cortés dictó por último sus ordenanzas de guerra, emprendiendo la marcha por el segundo día de Pascua: prohibía la blasfemia, la riña, el juego, la violación de mujeres, el robo, el cautiverio de indios sin tener licencia, el injuriarlos siendo aliados; ordenaba llevar siempre las armas y, desde luego, todos los mandatos propios de guerra.

Cortés quedaba como capitán general, pero para el asedio encomendó el mando directo de tropas a Cristóbal de Olid, Pedro de Alvarado y Gonzalo de Sandoval.

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