Siempre he tenido un poco de reparo en hablar de m� mismo, as� que el impulso para escribir estas p�ginas me ha tenido que venir de fuera. Como no me suele interesar que un se�or me comunique sus informaciones o sus veleidades, me parece que al se�or le debe de pasar algo id�ntico si yo le comunico las m�as. Ahora que ha llegado un momento que no me importa lo que piense el se�or de m�.
En estas cuestiones de molestarse uno a otro deb�a existir una f�rmula como la de Robespierre: la libertad de molestar de uno empieza donde acaba la libertad de molestar de otro.
Se explica que hay hombres que crean en la ejemplaridad de su vida y que tengan cierto ardor para contarla; yo, en este respecto, no he tenido una vida ejemplar; no he llevado una vida pedag�gica que sirva de modelo, ni una vida pedag�gica que sirva de contramodelo; tampoco tengo un pu�ado de verdades en el hueco de la mano para esparcirlas a todos los vientos. Entonces, �para qu� hablo? �Para qu� escribo sobre m� mismo? Seguramente para nada �til.
He nacido en San Sebast�an el 28 de diciembre de 1872. Soy guipuzcoano y donostiarra: lo primero me gusta; lo segundo, poca cosa.
Hubiera preferido nacer entre montes, en un pueblo, o en una peque�a villa coste�a, que no en una ciudad de forasteros y fondistas.
El convencional Garat, que era de Bayona, sol�a decir siempre que era de Ust�riz; yo pod�a decir que era de Vera del Bidasoa, pero no me enga�ar�a a m� mismo.
Mi padre se llamaba Seraf�n Baroja y Zornoza; era ingeniero de minas, hab�a escrito en castellano y en vascuence, y era de San Sebast�an; mi madre se llama Carmen Nessi y Go�i, y es de Madrid.
Yo deb�a ser un hombre bueno. Mi padre lo era con una bondad un poco caprichosa y un poco arbitraria; mi madre lo es con una bondad m�s firme y m�s en�rgica. Sin embargo, yo tengo cierta fama de atravesado, y quiz� lo sea.
El recuerdo m�s antiguo de mi vida es el recuerdo del intento de bombardeo de San Sebast�an por los carlistas. Este recuerdo es muy borroso, y lo poco visto se mezcla con lo o�do. Tambi�n tengo la idea confusa de la vuelta de unos soldado en camillas y de haber mirado por encima de una tapia un cementerio peque�o, pr�ximo al pueblo, en donde hab�a un muerto sin enterrar.
Mi padre, como he dicho, era ingeniero de minas, y en esta �poca de la guerra explicaba, no s� por qu� contingencias, historia natural en el instituto; era tambi�n de los voluntarios liberales.
De San Sebast�an fuimos a Madrid. Mi padre estaba destinado al Instituto Geogr�fico y Estad�stico. Viv�amos en la calle Real, m�s all� de la Glorieta de Bilbao, calle que es hoy prolongaci�n de la de Fuencarral.
Enfrente de nuestra casa hab�a un campo alto, no desmontado a�n, que se llamaba la Era del Mico. Ten�a una serie de columpios y de tiosvivos. Las diversiones de la Era del Mico, las calesas y calesines que exist�an a�n y los coches f�nebres que pasaban por la calle eran nuestro entretenimiento desde los balcones de casa.
Con un intervalo muy corto, hubo entonces dos ejecuciones: la del regicida Otero y la de Oliva, y o�mos vender en la calle la Salve que cantan los presos al reo que est� en capilla.
De Madrid nos marchamos a Pamplona. Pamplona era entonces un pueblo extra�o; se viv�a en �l como en tiempo de guerra; de noche se levantaban los puentes levadizos y quedaban no s� si uno o dos portales abiertos.
Pamplona era un pueblo divertid�simo para un chico. La muralla, con sus glacis, sus garitas, sus ca�ones y sus pir�mides de bombas; las puertas, el r�o, la catedral y sus alrededores, todo esto ten�a para nosotros grandes atractivos.
Estudi�bamos en el instituto y hac�amos travesuras, como todos los estudiantes; pon�amos petardos en las casas de los can�nigos y tir�bamos piedras al palacio del Obispo, que ten�a unas ventanas viejas y rotas.
Tambi�n hicimos fant�sticas excursiones por el tejado de nuestra casa y por el de las casas de los alrededores, registrando los desvanes y asom�ndonos a los patios.
Una vez sacamos un �guila muerta que ten�a guardada un vecino, la llevamos a la bohardilla, la sacamos por el tragaluz del tejado y la echamnos a la calle, produciendo verdadero p�nico en algunos pac�ficos transe�ntes, que vieron caer aquel enorme pajarraco a sus pies.
Una de las impresiones m�s grandes que recib� en Pamplona fue la que me hizo el ver pasar un reo, que iban a ejecutar, vestido con hopalanda amarilla y un gorro redondo, por delante de la casa.
Es uno de los espect�culos que m�s me han impresionado. Luego, por la tarde, lleno de curiosidad, sabiendo que el agarrotado estaba todav�a en el pat�bulo, fui solo a verle y estuve de cerca contempl�ndole; pero al volver de noche a casa no pude dormir de la impresi�n
De chico era yo un tanto bruto y re�idor. Esto me deb�a parecer una gran cosa.
El primer d�a que fui a un colegio de Pamplona sal� desafiado con un muchacho de mi edad y nos pegamos en la calle, hasta que un zapatero nos separ� a correazos y a puntapi�s. Luego, m�s tarde, era bastante torpe en desafiarme y pegarme si me azuzaban los dem�s. En las pedreas que ten�amos en los alrededores del pueblo era acometedor e incansable.
Siendo yo estudiante de medicina not� que hab�a perdido por completo esta agresividad. Un d�a que hab�a re�ido con otro estudiante en los claustros de San Carlos me desafi� con �l. Al salir a la calle me pareci� tan est�pido que me diera un pu�etazo en un ojo o en la nariz, que me escabull� y me march� a casa. Aquel d�a perd�a la moral del bravuc�n. Al mismo tiempo que re�idor hab�a sido en la infancia yo un poco visionario, condiciones que parece que concuerdan mal una con la otra.
De chico, vi un cromo reproducci�n de "La muerte de los comuneros", de Gisbert, y durante largo tiempo, de noche, me parec�a tener delante el cuadro en las paredes, con sus colores; cuando vi el cad�ver en los alrededores de Pamplona, en meses y meses, al asomarme a un cuarto oscuro, se me aparec�a su imagen con todos sus detalles.
Otra temporada tuve tambi�n de sue�os desagradables, y cuando me despertaba tardaba en saber d�nde estaba, lo que me daba mucho miedo.
En esta �poca de mi vida, en Pamplona, mi hermano Ricardo me comunic� su entusiasmo por dos novelas: el Robins�n y la Isla misteriosa, de Julio Verne; mejor dicho, la Isla misteriosa y Robins�n, porque la novela de Julio Verne nos gustaba mucho m�s que la de Defoe.
So��bamos con islas desiertas, con hacer pilas el�ctricas, como el ingeniero Ciro Smith, y como no est�bamos muy seguros de encontrar una "casa de granito", Ricardo dibujaba y dibujaba planos y croquis de las casas que reconstruir�amos en pa�ses lejanos y salvajes.
Al mismo tiempo pintaba barcos con sus aparejos.
Las dos variantes del sue�o eran la casa entre la nieve, con las aventuras subsiguientes de ataques nocturnos de lobos, osos, etc., y el viaje por mar.
Mucho tiempo me resist� a creer que tendr�a que vivir como todo el mundo; al �ltimo no hubo m�s remedio que transigir.
El cuarto a�o de carrera sal� mal en junio y en septiembre; cuesti�n de suerte, porque no hab�a estudiado ni m�s ni menos que los otros a�os.
Mi padre hab�a sido trasladado a Valencia, donde yo deb�a seguir la carrera. Me present� en enero a nuevo examen de patolog�a general, en Valencia, y volv� a salir suspenso.
Entonces empec� a pensar en dejar la carrera.
Hab�a perdido la poca afici�n que ten�a por ella. Como no conoc�a a nadie, no sal�a de casa ni iba a ninguna parte; me pasaba los d�as en el terrado y leyendo. Despu�s de pensar mucho lo que pod�a hacer, viendo que no ten�a delante camino alguno, me decid� a concluir la carrera, estudiando de una manera mec�nica los programas. Desde que tom� el procedimiento no me fall� ni una vez.
�nicamente en la licenciatura me quisieron poner los profesores obst�culos que no me llegaron a detener.
Ya de m�dico, fui a Madrid a estudiar el doctorado.
Mis condisc�pulos antiguos, al ver que sal�a bien, me preguntaban:
�C�mo has cambiado! Ahora sales bien en los ex�menes.
Es que esto de examinarme es una martingala les dec�a yo, y la he aprendido.
Ya de doctor, me volv� a Burjasot, un pueblo pr�ximo a Valencia, donde viv�a mi familia. Ten�amos una casa muy peque�a, con un jard�n, con perales, alb�rchigos y granados.
Pas� all� una temporada muy agradable.
Mi padre escrib�a en La Voz de Guip�zcoa, de San Sebast�an, y le enviaban este peri�dico.
Un d�a le� yo, o ley� alguno de mi familia, que estaba vacante la plaza de m�dico titular de Cestona.
Decid� solicitarla, y mand� una carta y una copia del t�tulo. Result� que yo fui el �nico que se present� a solicitar la plaza, y me la dieron.
Sal� para Madrid, dorm� all�, llegu� a San Sebast�an, y aqu� recib� una carta de mi padre, en donde me dec�a que hab�a en Cestona otro m�dico que ten�a m�s sueldo que el que me ofrec�an a m�, y quiz� fuera lo mejor no ir en seguida hasta enterarse.
De todas maneras, voy a ver c�mo es el pueblo. Si me gusta, me quedar�, y, si no, volver� a Burjasot.
Tom� la diligencia "La Vascongada" e hice el viaje de San Sebast�an a Cestona, que resultaba bastante largo, pues se tardaban cinco o seis horas. Me detuve en la posada de Algorta, y me dieron de comer. Com� op�paramente, beb� fuerte y, animado por la buena comida, decid� quedarme en el pueblo. Habl� con el otro m�dico y el alcalde, y arregl� todo lo que hab�a que arreglar.
En Cestona empec� yo a sentirme vasco y recog� este hilo de la raza, que ya para m� estaba perdido.
�C�mo demonios se hizo usted panadero?
Pues ver� usted. La historia es un poco larga de contar...
Mi madre ten�a una t�a, hermana de su padre que se llamaba Juana Nessi. Esta se�ora, cuando era se�orita, parece que era bastante guapa, y se cas� con un indiano rico que se llamaba Mat�as Lacasa.
Este se�or don Mat�as, que se cre�a un �guila era una gallin�cea vulgaris; al instalarse en Madrid emprendi� una serie de negocios que, con una unanimidad verdaderamente extraordinaria, le salieron mal. Hacia 1870, un m�dico valenciano, que se llamaba Mart�n y hab�a estado en Viena, le habl� del pan que se elaboraba all�, de la levadura que se empleaba y del negocio que se pod�a hacer con �ste.
Don Mat�as se convenci�, y por instigaci�n de Mart� compr� una casa vieja que estaba contigua al caser�n de las Descalzas, en una calle que no ten�a m�s que un n�mero: el n�mero dos. La calle se llamaba, y creo que se llama , calle de la Misericordia.
Arregl� Mart� los hornos en el caser�n viejo contiguo a la iglesia de las Descalzas, y el negocio comenz� a dar dinero fabulosamente. Mart�, que era un juerguista, muri� a los tres o cuatro a�os de instalar su industria, y don Mat�as sigui� con sus vuelos gallin�ceos, se arruin�, empe�� lo que ten�a y se qued� con la panader�a para ir viviendo.
Le ten�a ya arruinada y entrampada cuando muri�. Entonces mi t�a le escribi� a mi madre para que fuera a Madrid mi hermano Ricardo.
Mi hermano estuvo alg�n tiempo en Madrid, hasta que se cans� y lo dej�; despu�s march� yo, luego estuvimos los dos, y fuimos sacando adelante el negocio. Los tiempos eran malos; no hab�a manera de salir adelante, y en ninguna parte se pod�a decir tan bien el refr�n de que "donde no hay harina todo es mah�na", y all� no hab�a harina.
Cuando ya comenzaba a marchar la tahona, el conde de Romanones, que era entonces el amo de la casa, nos comunic� que iban a derribarla.
Aqu� vinieron nuestros apuros. Hab�a que trasladarse a otro sitio, hacer obras; era indispensable alg�n dinero, y no ten�amos apenas nada. En este callej�n sin salida, nos lanzamos a especular en la Bolsa, y la Bolsa fue para nosotros maternal; fue sosteni�ndonos hasta que nos puso a flote, e instalados en otra parte comenzamos a perder y nos retiramos.
Mi periodo de vida preliteraria ha tenido tres �pocas: ocho a�os de estudiante, dos de m�dico de pueblo y seis de panadero.
Al cabo de estos a�os, ya en las proximidades de los treinta, comenc� a ser escritor. Fue para m� una buena decisi�n. Era lo mejor que pod�a haber hecho; cualquiera otra cosa me habr�a dado m�s molestias y menos alegr�as. Yo me he entretenido mucho escribiendo, y he ganado alg�n dinero, poco, pero lo suficiente para hacer algunos viajes, que de otra manera no los hubiese hecho nunca.
La primera cantidad que cobr� un poco fuerte fue al publicar la novela El mayorazgo de Labraz. La casa Henrich, de Barcelona, me dio por ella dos mil pesetas.
Estas dos mil pesetas las met� en una combinaci�n burs�til, y a los quince d�as de haberlas empleado hab�an desaparecido.
El dinero que cobr� por otros libros lo aprovech� mejor.
Nunca he sido practicamente de ese mito rid�culo que se llama la bohemia. Vivir alegre y desordenadamente en Madrid o en cualquier otro pueblo de Espa�a, sin pensar en el d�a de ma�ana, es tan ilusorio que no cabe m�s. En Par�s y en Londres, esta bohemia es falsa; en Espa�a, en donde la vida es tan dura, es mucho m�s falsa a�n.
No s�lo es falsa la bohemia, sino que es vil. Es como una peque�a secta cristiana de menor cuant�a, hecha para uso de desharrapados de caf�.
Enrique Murger era el hijo de una portera.
Esto hubiera sido lo de menos, si no hubiera tenido adem�s un sentimiento de la vida digno del hijo de una portera.
En general, el aprendiz de literato suele avanzar a trav�s de una sociedad literaria que tiene sus grados y sus jerarqu�as respetados por �l.
No nos pas� a nosotros, a los de mi tiempo, lo mismo. En el periodo de 1898 a 1900 nos encontramos de pronto reunidos en Madrid una porci�n de gentes que ten�an como norma pensar que el pasado reciente no exist�a para ellos.
Cualquiera hubiera dicho que este tropel de escritores y de artistas hab�a sido congregado por alguien y para algo; pero el que hubiera pensado esto se hubiera equivocado.
Era la casualidad la que nos reuni� por un momento a todos, un momento muy corto, que termin� en una desbandada general. Hubo un d�a en que nos reunimos treinta o cuarenta aprendices de literato en las mesas del antiguo caf� de Madrid.
Este aflujo de gente nueva, que sin m�rito y sin tradici�n quiere intervenir e influir en una esfera de la sociedad, debe ser, m�s en grande, un fen�meno corriente en las revoluciones.
Como nosotros no ten�amos , ni pod�amos tener, una obra com�n que realizar, nos fuimos pronto dividiendo en peque�os grupos, y concluimos por disolvernos.
Unos d�as despu�s de publicar mi primer libro, Vidas sombr�as, Miguel Poveda, que se hab�a encargado de imprimirlo, envi� un ejemplar a Mart�nez Ruiz, que por entonces estaba en Mon�var.
A vuelta de correo, Mart�nez Ruiz le escribi� una larga carta habl�ndole del libro; al d�a siguiente le envi� otra.
Poveda me dio a leer estas cartas, que me produjeron una gran sorpresa y una gran alegr�a. Una semana despu�s, en Recoletos, volviendo de la Biblioteca, se me acerc� Mart�nez Ruiz, a quien yo conoc�a ya de vista.
Nos dimos la mano y nos hicimos amigos.
Por entonces emprendimos viajes juntos, colaboramos en los mismos peri�dicos, atacamos los mismos ideales y los mismos hombres.