Valle-Incl�n 1898

La primera noticia escrita que de la legendaria cr�nica de D. Ram�n del Valle Incl�n nos ha legado la historia es la que constituye el pr�logo que all�, en el a�o 1895, escribiese el historiador y viudo don Manuel Murgu�a para las seis historias amorosas publicadas por Valle bajo el t�tulo de Femeninas.

El que fuera esposo de Rosal�a de Castro, entre ditirambos y forzados elogios, muy de circunstancia prologu�stica, despu�s de hablar de la entra�able amistad que en vida le uni� al padre del autor de Femeninas y predecir que el libro es "fruto de una inspiraci�n due�a ya de las condiciones necesarias para alcanzar de golpe un primer puesto en la literatura del pa�s", termin� con estas palabras, que tan saboreadas debieran ser por el esp�ritu novelesco del joven Valle-Incl�n: "Nobleza obliga. Desciende de una gloriosa familia en la cual lo ilustre de la sangre no fue estorbo, antes acicate, que le llevara a las grandes empresas. De antiguo cont� su Casa grandes capitanes y notables hombres de ciencia y literatura, gloria y orgullo de esta pobre Galicia".

Y desde el d�a 28 de octubre de 1866, en que naci� en Villanueva de Arosa, hasta el a�o 1895, en que Murgu�a le predice porvenir y gloria en las letras, �qu� hizo don Ram�n Mar�a del Valle Incl�n? Su historia, a�n enterrada bajo la cincelada hojarasca con que quiso imaginarla su fantas�a, si no es sencilla, no tiene mucho de esot�rica.

Parece ser verdad que entre sus ascendientes hubo grandes capitanes, comendadores y obispos. Y hasta hay quien cree —esto le entusiasmaba a D. Ram�n— que los Montenegro de Galicia descend�an de una emperatriz alemana.

Los estudios de Valle-Incl�n no fueron muy esmerados, aunque su padre, hombre dado a las buenas letras, le hizo estudiar lat�n con un d�mine de Puebla del De�n, al que no se sabe por qu� llamaban Bichuqui�o. Curs� el bachillerato en Pontevedra y la carrera de leyes en Santiago, aunque no hay constancia oficial de que sacase el t�tulo ni tuviera en gran estima aquellos estudios, m�s bien seguidos por imposici�n paterna.

Muerto el padre, Valle-Incl�n se traslad� a Madrid. Aqu� comenz� a frecuentar el peque�o mundo aislado de las letras que presid�a la vejez ingeniosa de D. Miguel de los Santos �lvarez, y gust� m�s que otra cosa de las salas de esgrima, entonces de �ltima moda. Volvi� a Galicia un tanto desenga�ado de la vida cortesana, y hay quien quiere creer que de verdad intent� profesar en un convento de frailes trapenses.

Quiz� con mayores influencias que las confesadas —"Decid� irme a M�xico porque M�xico se escribe con X"—, zarp�, como en otra hora lo hiciese alguno de sus ascendientes, hacia las tierras de Nueva Espa�a. Cuando lleg� a Veracruz, un peri�dico local acababa de publicar un art�culo ofensivo contra todos los espa�oles, "desde Cort�s hasta el �ltimo llegado", y sinti�ndose directamente aludido, se present� en la Redacci�n, dispuesto a poco menos que pegarle fuego. All� y en la capital federal escribi� en algunos peri�dicos, tales como El Veracruzano y El Imparcial. Tambi�n parece ser que sent� plaza en el VII Regimiento ligero, donde alcanz� algo as� como el grado de sargento, que su hiperb�lica fantas�a no tard� en transformar en "Coronel General de los Ej�rcitos de Tierra Caliente".

En las tierras mejicanas public� Valle-Incl�n sus primeros cuentos —"Octavia Santino" y "La condesa de Cela"—; pero debieron ser tales los desbarramientos que como periodista y militar cometiese en aquel pa�s, que el gobierno lo rembarc� por su cuenta como individuo peligroso para la tranquilidad de la naci�n.

Vuelto a Espa�a en la primavera de 1893, residi� unos meses en Pontevedra. Con las novelitas publicadas en M�jico y otras de su nueva invenci�n form� el volumen de Femeninas, en donde se transparentan lecturas decadentes de Barbey, E�a de Queiroz y D�Annunzio.

Se dej� larga barba y melena merovingia en aquellos d�as pontevedreses, y con esta "pinta" se present� en Madrid cuando mediaba el a�o 1896. Aqu� comenz� la leyenda de Valle-Incl�n. La gente invent� y �l dej� decir. De vez en cuando, queriendo corroborar la imaginaci�n popular, daba suelta al ca�o libre de su fantas�a. Cuando le toc� escribir su autobiograf�a —a�os m�s tarde, en Alma espa�ola—, se present� con estas palabras: "Este que veis aqu�, de rostro espa�ol y quevedesco, de negra guedeja y luenga barba, soy yo, D. Ram�n Mar�a del Valle-Incl�n". "Estuvo el comienzo de mi vida lleno de riesgos y azares. Fui hermano converso en un monasterio de cartujos y soldado en las tierras de Nueva Espa�a." M�s abajo, despu�s de sentar que ten�a como divisa la de los capitanes de Flandes: "Desde�ar a los dem�s y no amarse a s� mismo", hilvan� en la novelesca narraci�n de su vida otro cap�tulo: "Apenas cumpl� la edad que se llama juventud, como final a unos amores desgraciados me embarqu� para M�xico en La Dalila, una fragata que al siguiente viaje naufrag� en las costas de Yucat�n. Por aquel entonces era yo algo poeta, con ninguna experiencia y cierta noveler�a en la cabeza. So�aba realizar altas empresas, como un aventurero de otros tiempos y despreciaba las glorias literarias".

Y para no dejar defraudados a los que esperaban algo de aquel fant�stico personaje, como quien no quiere la cosa, hizo esta diab�lica confesi�n: "A bordo de La Dalila —lo recuerdo con orgullo— asesin� a sir Roberto Yones. Fue una venganza digna de Benvenuto Cellini".

Con los escasos ejemplares de Femeninas, distribuidos por las redacciones, y un cuento, que en noviembre del 96 publicase en Blanco y negro, hab�a conseguido cr�dito literario para "posar" de poeta. Temeroso de encontrarse desamparado econ�micamente, pudo conseguir —los gallegos eran sabios en esto— una credencial en el Ministerio de Fomento, que le proporcionaba poco m�s de treinta duros mensuales. Lo suficiente entonces para vivir con cierta holgura, aunque sin excesos. Hubiera sido c�moda su vida mientras llegaba la hora del �xito; pero ante un malentendido, renunci� al gaje oficial y aprendi� a vivir estrechamente en un helado chisc�n de la calle de Calvo Asensio, donde pasaba la mayor parte del tiempo metido en la cama, cuya escasa ropa reforzaba con su capa y un pu�ado de peri�dicos, aliment�ndose de t� azucarado y alg�n que otro panecillo...

El a�o 1897, en una ef�mera "Colecci�n Flirt" public� Epitalamio, el segundo de sus libros, con mucho menor �xito, si cabe, que el anterior.

Crey�ndose fracasado en la literatura, obtuvo de D. Tirso Escudero, ya empresario del Teatro de la Comedia, y por mediaci�n de Benavente, que se le racionase un papel en su compa��a teatral. Su debut como actor lo hizo precisamente en el estreno de "La comida de las fieras", benaventiana. El autor hab�a creado un tipo muy a prop�sito para el futuro autor de las "Sonatas", y la m�s exigente cr�tica le augur� �xitos si persist�a sobre las tablas. S�lo aguant� otra obra: un mal arreglo de "Los reyes, en el destierro", donde hizo un papel muy marcial y guerrero, y el tiempo suficiente para hacer la corte a la joven actriz Josefina Blanco, que hab�a de ser la madre de sus hijos. Esto ya suced�a en el a�o 1898.

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