Autobiograf�a de Ramiro de Maeztu

Juventud menguante

Hay en Espa�a un escritor que tiene la idea fija de s� mismo de hallarse a merced del mar y de los vientos, como boya desamarrada, y que encuentra, sin embargo, en ese juicio pesimista una fuente de actividad y una base de orientaci�n para hacer de la pluma un instrumento de alcance y de eficacia. Ese escritor se llama Ramiro de Maeztu.

Vosotros, lectores m�os, pensar�is que Maeztu es un fil�sofo o un buscavidas; un h�roe o un ignorante; un poeta o un charlat�n; un anarquista o un jesuita, o cualquier otra cosa. De Maeztu se ha dicho en letras de imprenta cuanto puede decirse de un escritor: que es poeta melanc�lico, que es erudito, que es pensador, que es humorista, que es fil�sofo, que es clown, que domina el genio del idioma, que no sabe escribir, que son sus cualidades la perspicacia y la claridad, que son sus defectos el confusionismo y la torpeza, que es en�rgico, que es dulce, que es sincero siempre, que no lo es nunca, que tiene la terquedad del lector de un solo libro, que es muy culto, pero inconsciente y contradictorio. Y lo curioso es que tales apariencias llevan las m�s autorizadas firmas de nuestro mundo literario.

Aunque Maeztu no es pol�tico, ni hombre de mundo, ni ha hecho libros, ni obras de teatro, no hay peri�dico en Espa�a que no se haya ocupado de su nombre; todos, desde El Siglo Futuro y El Universo hasta El Socialista y Tierra y Libertad; todos, desde los puramente cient�ficos hasta los netamente art�sticos, pasando por los profesionales y financieros, le han escarnecido y ensalzado. Pero la soluci�n de estas ant�tesis y tesis es la que da el protagonista: Maeztu no existe; es una boya desamarrada que flota en todos los mares y se acerca a todas las costas conocidas, para alejarse despu�s de ellas.

Aproximaos a su espectro carnal. �Es eso un hombre? Un d�a os parecer� viejo; joven el siguiente; ahora cansado; luego fuerte. Sus facciones se componen y descomponen con brusca rapidez. El pasado de una idea por su frente abate su rostro hata la angustia o lo anima hasta la exaltaci�n. Su semblante se mueve como si fuera a deshacerse o se sume en p�trea fijeza, indiferente al mundo externo. Habladle de proyectos, de planes para el futuro; hacedle entrever el camino que conduce a una brillante posici�n en cualquier ramo social, y Maeztu, problablemente, os mirar� satisfecho; se le iluminar� la cara como se ilumina una decoraci�n en el teatro. Su fantas�a comenzar� a revolotear en torno a vuestra idea, y �sta saldr� de sus labios m�s precisa, m�s brillante, m�s coloreada. A los pocos momentos os mirar� con grandes ojos miopes y apagados. Aquella idea se ha disuelto en la vor�gine de las suyas propias; acaso resucitar� meses despu�s en un art�culo, y hasta provocar� pol�micas; pero lo que en ella hab�a de aliciente y est�mulo se habr� desvanecido. Maeztu lleva en su boya sin amarras un alambique para convertir las emociones en sue�os y en ideas; le entran por un grifo alegr�a y pena y le salen por otro cr�nicas y art�culos.

Maeztu ha podido ser diputado y no lo ha sido; funcionario bien retribuido, y no lo es; escribir libros, y no los ha escrito; triunfar en el teatro, y no ha hecho dramas; vivir bien, y vive al d�a; salir de este peque�o mundo de los peri�dicos, y no ha salido; ser un sportman, y su existencia es pobre; congraciarse en los m�tines las ovaciones populares, y no es popular, a pesar de su renombre; gozar ampliamente de los placeres materiales, y se recoge lo m�s del a�o en la vida cenob�tica. Maeztu habla, r�e, discute, grita, se enfurece, viaja, lee, estudia, observa y escribe sus art�culos. Y pasa un a�o y sigue haciendo lo mismo. Y pasa un invierno y desaparece de Madrid, y comienza a olvid�rsele, y luego recobra en dos art�culos el terreno perdido en su larga desaparici�n.

Porque a veces los art�culos de Maeztu son malos, con maldad definitiva e irremediable. Parece que sus p�rrafos, sus ideas y sus palabras se engarzan unos con otros por presi�n mec�nica, pero no por amor, y que su �ntimo anhelo ser�a separarse malhumorados, tomar cada uno su camino y no volverse a encontrar nunca. Otras veces, en todo un art�culo no hay m�s que un periodo que viva vida org�nica, y los restantes son capaces yuxtapuestas de materia mineral. Pero a ratos, uno o dos ratos cada mes, todo el art�culo se anima con un fuego interno, plenitud cerebral, embriaguez ideol�gica, que reduce a la unidad suprema palabras y conceptos, como si los huesos y la m�dula, los m�sculos y la sangre se incorporaran al papel, y entonces, sea cualquiera la �ndole del escrito —cuento, cr�tica, art�culo pol�tico, lucubraci�n metafísica, estudio social, an�lisis econ�mico—, vibra con vibraciones de calor y luz, despierta curiosidades aletargadas, enciende pasiones y ternuras, provoca, indefectiblemente, ardorosas pol�micas, con adhesiones entusiastas y con protestas llenas de odio.

Pero resulta tan extra�a esa pasi�n fren�tica que pone Maeztu en algunos de sus escritos —a veces comerciales u obreros—, que sus amigos se preguntan asombrados que c�mo puede interesarse en esas cosas y escribir cual si de ellas dependiera su vida. �Es que lleva Maeztu a las letras un fondo de viejos rencores, de acres injusticias, de penas inextintas? Nada de eso. Maeztu es un hijo predilecto, un hermano privilegiado, un pariente feliz, un amigo estimado; jam�s trat� a hombres de edad que no le dispensaran paternal afecto, y si pudiera hablar de ciertas cosas, os dir�a que no tiene derecho a quejarse de las mujeres que ha querido. Y, sin embargo, cuando se le pregunta por qu� se apasiona tan vehementemente, a lo mejor por un problema arancelario, responde melanc�lico: "Me interesan las cosas ajenas porque las m�as no tienen remedio".

Maeztu fue un ni�o altanero y feliz; su padre, que le quer�a con cari�o ambicioso y exclusivo, le someti� en los primeros a�os a severa disciplina intelectual, moral y f�sica, reglamentando f�rreamente su vida, sujetando a horario sus estudios, sus ejercicios y sus juegos, d�ndole profesores de idiomas, de cultura general, gimnasia, esgrima, equitaci�n, dibujo y m�sica, y constituy�ndose en educador de su hijo. Y as� hizo el muchacho su primer premio del bachillerato, y el mocete m�s duro y m�s intr�pido entre los de su edad y poblaci�n. Por causas ajenas a la voluntad de nadie, hubo de quebrantarse la disciplina educativa y a la opulencia sucedi� la medianer�a, y a la medianer�a la pobreza, y a la pobreza la miseria. Su adolescencia se desarroll� entre los incidentes de la almoneda de su casa. Primero se march� el padre a Am�rica, en defensa del capital amenazado; luego fueron desapareciendo profesores particulares, sirvientes, caballos, coches, arneses, libreas, casa lujosa, muebles de precio, alhajas, sedas, libros; mientras de diez en diez d�as se aguardaban del correo de Cuba pliegos de valores que no llegaban nunca. Se hundi� el cr�dito de la casa; algunos acreedores se insolentaron; se vivi� una vida falsa durante a�os, sin otro aliciente que las cartas de Cuba, llenas de ilusiones, y del esplendor de la infancia no quedaron m�s restos que alg�n l�tigo roto y una vieja criada con la lealtad de las criadas del r�gimen antiguo. Al curso natural de los estudios sucedieron a�os de inacci�n forzosa, y el ni�o alegre y decidido cambi� de car�cter, se hizo temeroso y hura�o; acaso se afin� su inteligencia porque hubo de preguntarse muchas causas; pero aprendi� —funesto aprendizaje— que es posible substraerse de las espinas de la vida, sumi�ndose en ensue�os religiosos, sensuales o pol�ticos. La unidad y la disciplina de sus instintos fundamentales se hab�an roto para siempre. Hubiera resistido su voluntad a la crisis econ�mica de su familia, de haber llegado �sta algo m�s tarde; pero esa externa crisis se uni� a la fisiol�gica pubertad, y entre las dos acabaron con la cohesi�n de un alma fuerte en un cuerpo de atleta.

Despu�s..., despu�s vienen las mayores tristezas. Maeztu fue a Par�s, a los diecis�is a�os, con prop�sito de llegar a comerciante. El se�or que le recomendaba observ� un d�a que el joven espa�ol era demasiado so�ador para el comercio. Y, con efecto, pocos meses despu�s Maeztu pes� az�car, pint� chimeneas y paredes al sol, empuj� carros de masa cocida de seis de la tarde a seis de la ma�ana, cobr� recibos por las calles de La Habana, fue dependiente de una vidreria de cambio..., y desempe�� otros mil oficios, hasta que un d�a llamado por su familia, regres� a la Pen�nsula en la bodega de un barco transatl�ntico, convencido de no ser �til para nada y resuelto a morirse tranquilo en la tranquila ciudad donde naci� y vivi� con su familia, en su infancia espl�ndida, despu�s de haber dejado en las tierras de Am�rica el poder de los m�sculos y el color de las mejillas.

Sombra de s� mismo, vag� algunos meses sin saber por d�nde, hasta que el azar le condujo a un peri�dico bilba�no, y aunque hasta los veinti�n a�os jam�s pensara en dedicarse a escribir para el p�blico, el primer art�culo llam� la atenci�n de los compa�eros, y lo dem�s ya lo saben ustedes. �Se comprende ahora por qu� juzga Maeztu que sus cosas no tienen remedio? �De qu� pueden servirle en lo futuro el dinero, la posici�n y el triunfo si nunca recobrar� su alma la arm�nica unidad de su ni�ez, aquella magn�fica unidad en que acci�n y pensamiento eran la misma cosa? Maeztu est� roto. Maeztu est� deshecho. Si alg�n d�a le llega el triunfo desde fuera, la victoria ser�ale tan funesta como la estancia en Capua para An�bal —y por las mismsa causas—; los instintos incoherentes dispersar�an sus escombros org�nicos. En la soledad, Maeztu se descompone y dispersa. S�lo el combate, el combate espiritual, le vivifica; pero le espanta la perspectiva de la victoria, y por eso es tan amigo de provocar la lucha como de huir en la hora del triunfo.

Hombre disperso interiormente, Maeztu ha necesitado recobrar de alguna manera la unidad de su esp�ritu, y, huyendo de s� mismo, se ha refugiado en lo exterior y concebido un ideal. �Religioso? �Art�stico? �Pol�tico? �Social? Maeztu hubiera sido fraile de haber encontrado un confesor inteligente... Adem�s, Maeztu es un analista, algo intuitivo, pero firme; en el naufragio de su voluntad no pareci� su l�gica, y exige a su ideal ciertas condiciones intelectuales; no, por ejemplo, que su verdad sea demostrable, pero s� que no se halle desamparada ante los argumentos de los enemigos. �Ideal art�stico, como ese que lleva la bandera del "arte por el arte"? �Se ha escrito una l�nea, se ha compuesto una p�gina de m�sica, se ha pintado un cuadro en que el artista no escoja un tipo, una sensaci�n o un momento y lo glorifique contra los tipos, las sensaciones y los momentos antag�nicos? �Qu� hacen los propios panegiristas de esa vana especie sino defender por medio de su arte tipos, situaciones y momentos que en s� nada tienen de com�n con el arte?

Maeztu ha pasado por el enga�o esteticista, por el enga�o social; sabe, experimentalmente, lo que significan: cobard�a y decadencia. Si los pros�litos de estos ideales fueran sinceros, si tuvieran el valor de ser sinceros, dir�an a los hombres: "Somos ruines y entecos; pero a pesar de nuestra ruindad para la vida, queremos vivirla, y aspiramos al triunfo. En realidad valemos poca cosa para el combate, y por eso no queremos combatir; preferimos inventar un para�so celeste, art�stico o social, y os suplicamos que teng�is fe en nuestra invenci�n, porque de este modo nosotros los par�sitos creeremos tener alg�n derecho a la misericordia de las gentes sanas". Y como Maeztu ha visto que las gentes sanas, precisamente por serlo, no ignoran las sutilezas de la decadencia, pod�an llegar a ser sus v�ctimas. Maeztu ha concebido ante los enga�os de los decadentes un ideal curioso: el de combatirlos dondequiera que los halle; mejor dicho, el de revelarlos, penetrando en sus intenciones con sus ojos decadentes, y por decadentes, infalibles en asuntos de decadencia.

"�Es, pues, ser traidor a s� mismo!", dicen los que se sienten descubiertos. �Y qu� importa la traici�n? Es un deber cuando la propia causa es mala. Pero no hay tal cosa; Maeztu es hoy decadente, pero �qu� importa el Maeztu de hoy? El importante es el de ayer, el ni�o fuerte, intr�pido y feliz. Su recuerdo le arranca a la pluma advertencias de amigo para los hombres sanos y latigazos desde�osos para esos enfermos que esconden sus �lceras. Y en esta tarea recobrar la cohesi�n que a�n le es posible este otro Maeztu que termina su an�lisis triste y soberbio, a la vez necrolog�a y paneg�rico, afirmando la convicci�n soberbia y triste de que en �l se ha malogrado el mejor ejemplar, en su tiempo, de su pa�s y de su casta.

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