Particularidades y an�cdotas del reinado de Luis XIV

Las an�cdotas son un campo limitado en el que se espiga despu�s de la vasta cosecha de la historia; son peque�os detalles largo tiempo ocultos, de donde les viene, el nombre de an�cdotas; interesan a la gente cuando conciernen a personas ilustres.

Las Vidas de los grandes hombres, de Plutarco, son una recopilaci�n de an�cdotas m�s agradables que ciertas: �c�mo podr�a haber memorias fieles de la vida privada de Teseo y de Licurgo? En la mayor parte de las m�ximas que pone en boca de sus h�roes hay m�s utilidad moral que verdad hist�rica.

La Historia secreta de Justiniano, de Procopio, es una s�tira dictada por la venganza; y aunque la venganza pueda decir la verdad, esa satira, que contradice la historia p�blica de Procopio, no parece siempre veraz.

No est� permitido hoy imitar a Plutarco y todav�a menos a Procopio. Admitimos como verdades hist�ricas s�lo las que est�n garantizadas. Cuando contempor�neos como el cardenal de Retz y el duque de La Rochefoucauld, enemigos uno del otro, confirman el mismo hecho en sus Memorias, ese hecho es indudable; cuando se contradicen, hay que dudar: lo que no es veros�mil no debe ser cre�do en lo absoluto, a menos que varios contempor�neos dignos de fe lo atestig�en un�nimemente.

Las an�cdotas m�s �tiles y preciosas son los escritos privados que dejan los grandes pr�ncipes, cuando el candor de su alma se manifiesta en esos momentos; tales son las que tomo de Luis XIV.1 [Nota 1]

Los detalles dom�sticos halagan solamente la curiosidad; las debilidades sacadas a luz agradan tan s�lo a la malicia, a menos que esas debilidades instruyan por las desgracias que las han seguido o por la virtudes que las han reparado.

Las memorias privadas de los contempor�neos son sospechosas de parcialidad, y los que escriben una o dos generaciones, despu�s deben usar la mayor circunspecci�n, apartar lo fr�volo, reducir lo exagerado y combatir la s�tira.

Luis XIV puso en su corte, como en su reinado tanto brillo y magnificencia, que los menores detalles de su vida, que fueron objeto de la curiosidad de todas las cortes de Europa y de todos sus contempor�neos, parecen interesar a la posteridad, El esplendor de su gobierno se derram� sobre sus menores acciones. Se tiene m�s inter�s, especialmente en Francia, por conocer las particularidades de su corte que por conocer las revoluciones de algunos otros estados. Tal es el efecto de la gran fama. Se prefiere saber lo que pasaba en el gabinete y en la corte de Augusto a conocer los detalles de las conquistas de Atila o de Tamerl�n.

Por eso hay pocos historiadores que no hayan publicado las primeras inclinaciones de Luis XIV por la baronesa de Beauvais, por mademoiselle de Argencourt, por la sobrina del cardenal Mazarino, que se cas� con el conde de Soissons, padre del pr�ncipe Eugenio; sobre todo, por Mar�a Mancini, su hermana, quien se cas� despu�s con el condestable Colonne.

No reinaba todav�a cuando estos pasatiempos ocupaban la ociosidad en que el cardenal Mazarino, que gobernaba desp�ticamente, lo dejaba languidecer.

S�lo la atracci�n que sinti� por Mar�a Mancini fue un asunto serio, porque la quiso lo bastante para sentirse tentado de casarse con ella, y fue lo suficiente due�o de s� mismo para separarse. Esta victoria obtenida sobre su pasi�n comenz� a hacer ver que hab�a nacido con un alma grande. Obtuvo una m�s valiente y dif�cil al dejar al cardenal Mazarino como amo absoluto. El agradecimiento le impidi� sacudir el yugo que empezaba a pesarle. Era una an�cdota muy conocida en la corte, la de que hab�a dicho al morir el cardenal: "No s� qu� hubiera hecho yo, si �l hubiera vivido m�s tiempo".2 [Nota 2]

Aprovechaba esa ociosidad leyendo libros de distracci�n; le�a sobre todo con la condestablesa de Colonne, espiritual como todas sus hermanas. Se complac�a en los versos y las novelas que, pintando la galanter�a y la grandeza, halagaban en secreto su car�cter. Le�a las tragedias de Corneille, y se formaba el gusto, que es el fruto de un sentido recto y el sentimiento vivo de un esp�ritu bien formado. La conversaci�n de su madre y de las damas de la corte contribuy� no poco a hacerle gustar esa flor del esp�ritu y a educarlo en esa cortes�a singular que ya empezaba a caracterizar a la corte. Ana de Austria hab�a llevado a ella cierta galanter�a noble y altiva, propia del genio espa�ol de esos tiempos, a la cual hab�a agregado las gracias, la dulzura y una libertad decente, que exist�an �nicamente en Francia. El rey hizo m�s progresos en esa escuela de placer desde los dieciocho a los veinte a�os que los que hab�a hecho en las ciencias bajo la direcci�n de su preceptor, el abate de Beaumont, despu�s arzobispo de Par�s. No se le hab�a ense�ado casi nada. Habr�a sido de desear que se le instruyera en historia, y sobre todo en historia moderna; pero lo publicado hasta entonces sobre esta materia estaba muy mal escrito. Era triste que s�lo se hubiera logrado �xito con las novelas in�tiles y que lo necesario fuera desagradable. Se hizo imprimir con su nombre una Traducci�n de los comentarios de C�sar, y otra de Floro con el nombre de su hermano: pero toda la colaboraci�n de los pr�ncipes en ellas fue el haber tenido in�tilmente como temas de sus traducciones pasajes de esos autores.

El que cuidaba de la educaci�n del rey, bajo la direcci�n del primer mariscal de Villerroi, su preceptor, era una persona a la altura de su tarea, sabia y amable; pero las guerras civiles perjudicaron esta educaci�n y el cardenal Mazarino toleraba con gusto que se le diera al rey poca ilustraci�n. Durante sus relaciones con Mar�a Mancini aprendi� f�cilmente el italiano con ella; y en el tiempo de su matrimonio se aplic� al espa�ol menos felizmente. El descuido del estudio con sus preceptores, al salir de la infancia; una timidez que proven�a del temor de comprometerse y la ignorancia en que lo ten�a el mariscal Mazarino hicieron pensar a toda la corte que ser�a gobernado siempre como Luis XIII, su padre.

S�lo hubo una ocasi�n en la cual quienes saben juzgar con anticipaci�n previeron lo que llegar�a a ser; fue en 1655, cuando despu�s de la extinci�n de las guerras civiles, despu�s de su primera campa�a y su consagraci�n, el Parlamento quiso reunirse nuevamente con motivo de algunos edictos. El rey parti� de Vincennes, en traje de caza, seguido por toda su corte; entr� en el parlamento con sus gruesas botas y el l�tigo en la mano, y pronunci� estas palabras: "Sabemos las desgracias que han causado vuestras asambleas, y ordeno que cesen las comenzadas por mis edictos. Se�or primer presidente, os proh�bo autorizar asambleas y a todos vosotros solicitarlas".3 [Nota 3]

Su talla ya majestuosa, la nobleza de sus rasgos, el tono y el aire de soberano que us� al hablar impusieron m�s que la autoridad de su jerarqu�a, hasta entonces poco respetada. Pero estas primicias de su grandeza parecieron perderse al instante siguiente; y los frutos no aparecieron sino despu�s de la muerte del cardenal.

Despu�s del regreso triunfal de Mazarino, la corte se ocupaba de juegos, ballets, comedias —que, apenas nacidas en Francia, no eran todav�a un arte— y tragedias, que se hab�an convertido en un arte sublime en manos de Pierre Corneille. Un cura de Saint-Germain-I'Auxerrois, influido por las ideas rigurosas de los jansenistas, hab�a escrito repetidas veces a la reina contra esos espect�culos, desde los primeros a�os de la regencia. Aseguraba que el que asistiera a ellos se condenaba, y hasta hizo firmar este anatema por siete doctores de la Sorbona; pero el abate de Beaumont, preceptor del rey, recogi� m�s aprobaciones doctorales que condenaciones hab�a obtenido el riguroso cura. Con ello calm� los escr�pulos de la reina; y cuando fue arzobispo de Par�s autoriz� la opini�n que defendiera siendo abate. Encontrar�is este hecho en las Memorias de la sincera madame de Motteville. Es menester observar que desde que el cardenal de Richelieu introdujo en la corte los espect�culos regulares, convirtiendo a Par�s en la rival de Atenas, no s�lo hubo siempre un banco para la Academia —que ten�a varios eclesi�sticos en su cuerpo—, sino que hubo uno particular para los obispos.

El cardenal Mazarino, en 1646 y 1654, hizo representar en el teatro del Palais Royal y del Petit Bourbon, cerca del Louvre, �peras italianas interpretadas por voces que hizo venir de Italia. Este nuevo espect�culo hab�a nacido poco tiempo antes en Florencia, comarca en aquel entonces favorecida por la suerte y por la naturaleza, y a la cual se debe el resurgimiento de diversas artes olvidadas durante siglos y la invenci�n de algunas otras. Oponerse al establecimiento de esas artes en Francia era un resto de la antigua barbarie.

Los jansenistas, a quienes los cardenales de Richelieu y Mazarino quisieron reprimir, se vengaron oponi�ndose a los placeres que los dos ministros procuraban a la naci�n. Los luteranos y los calvinistas hicieron lo mismo en la �poca del papa Le�n X, Basta, por otra parte, con ser innovador para ser austero. Los mismos esp�ritus que trastornar�an un estado para imponer una opini�n con frecuencia absurda anatematizan los placeres inocentes necesarios a una gran ciudad y las artes que contribuyen al esplendor de una naci�n. La supresi�n de los espect�culos ser�a una idea m�s digna del siglo de Atila que del siglo de Luis XIV.

La danza, que tambi�n puede contarse entre las artes4 [Nota 4] porque est� sometida a reglas y da gracia al cuerpo, era una de las m�s grandes diversiones de la corte. Luis XIII bail� una sola vez en un ballet, en 1625; ese ballet era de mal gusto, y no anunciaba lo que ser�an las artes en Francia treinta a�os despu�s. Luis XIV sobresal�a en las danzas graves, convenientes a la majestad de su figura y que no ofend�an la de su rango. Los juegos de sortijas que se hac�an a veces y en los que se desplegaba ya una gran magnificencia, mostraban brillantemente su destreza en todos los ejercicios. En todo se manifestaban los placeres y la suntuosidad conocidos entonces, que poco eran, sin embargo, en comparaci�n con lo que se vio cuando el rey rein� por s� solo; pero eran sorprendentes, despu�s de los horrores de una guerra civil, y de la tristeza de la vida sombr�a y retra�da de Luis XIII. Este pr�ncipe enfermo y melanc�lico no fue servido, ni alojado ni provisto de muebles como un rey. No pose�a ni cien mil escudos de pedrer�as de la corona. El cardenal Mazarino dej� joyas por valor de un mill�n doscientos mil, y las de hoy ascienden a alrededor de veinte millones de libras.

(1660) El casamiento de Luis XIV fue un derroche de fausto y de buen gusto, que se acrecentaron despu�s incesantemente. Cuando hizo su entrada con la reina su esposa, Paris vio con admiraci�n tierna y respetuosa a esa joven reina, que no carec�a de hermosura, llevada en una carroza soberbia de reciente invenci�n; al rey a caballo, a su lado, engalanado con todo lo que hab�a podido a�adir a su belleza varonil y heroica, que atra�a todas las miradas.

Al extremo de las alamedas de Vincennes se prepar� un arco de triunfo cuya base era de piedra; pero la premura no permiti� terminarlo de manera que durara; se construy� en yeso y fue despu�s totalmente demolido. Claude Perrault hizo el dise�o. La puerta de San Antonio se reconstruy� para la misma ceremonia; monumento de un gusto menos noble, pero ornado por trozos de escultura bastante hermosos. Todos los que hab�an visto, el d�a de la batalla de San Antonio, entrar en Par�s por esa puerta, entonces adornada con un tenebrario, los cuerpos muertos o moribundos de tantos ciudadanos, y ve�an ahora una entrada tan diferente, bendec�an al cielo y daban gracias por tan feliz cambio.

El cardenal Mazarino, para solemnizar este enlace, hizo representar en el Louvre la �pera italiana titulada Ercole amante. No agrad� a los franceses. S�lo vieron con placer bailar al rey y a la reina. El cardenal quiso destacarse con un espect�culo m�s del gusto de la naci�n, y el secretario de Estado, de Lionne, se encarg� de hacer componer una especie de tragedia aleg�rica por el estilo de Europa, en la que hab�a trabajado el cardenal de Richelieu. Afortunadamente para el gran Corneille, no lo eligieron para llenar esa mala trama. El tema eran Lisis y Hesperia. Lisis personificaba a Francia y Hesperia a Espa�a. Se le encarg� la obra a Quinault, que acababa de ganarse una gran reputaci�n con la pieza del Falso Tiberino, que, a pesar de su poca calidad, obtuvo un �xito prodigioso. No ocurri� lo mismo con Lisis. Se la ejecut� en el Louvre, y lo �nico hermoso en ella fue la maquinaria. El marqu�s de Sourdeac, apellidado de Rieux, a quien se le debi�, m�s tarde, la implantaci�n de la �pera en Francia, hizo ejecutar en ese mismo tiempo, a sus expensas, en su castillo de Neuburgo, el Tois�n de oro de Pierre Comeille, con maquinaria, Quinault, joven y de agradable apariencia, ten�a a su favor la corte: Corneille ten�a su nombre y a Francia. De esto resulta que en Francia debemos la �pera y la comedia a dos cardenales.

Despu�s de las bodas del rey hubo toda una sucesi�n de fiestas, galanter�as, placeres; dobladas con las de Monsieur, hermano del rey, con Enriqueta de Inglaterra, hermana de Carlos II; y no se interrumpieron hasta 1661, con la muerte del cardenal Mazarino.

Pocos meses despu�s de la muerte del ministro ocurri� un acontecimiento sin par, siendo no menos extra�o que todos los historiadores lo hayan ignorado. Se envi� con el m�s grande secreto al castillo de la isla Santa Margarita, en el mar de Provenza, a un prisionero desconocido, de talla superior a la ordinaria, joven y de la m�s noble y bella figura. Durante el viaje, este prisionero llevaba una m�scara, cuya mentonni�re ten�a resortes de acero que le permit�an comer sin quitarse la m�scara. Se hab�a ordenado matarlo si se descubr�a. Permaneci� en la isla hasta que un oficial de confianza, llamado Saint-Mars, gobernador de Pignerol, siendo gobernador de la Bastilla el a�o 1690, fue a buscarlo a la isla Santa Margarita y lo condujo a la Bastilla, todav�a enmascarado. El marqu�s de Louvois lo visit� en la isla antes del traslado, y le habl� de pie, con consideraci�n y respeto. El desconocido fue llevado a la Bastilla, en la que fue alojado con todas las comodidades posibles en ese castillo. No se le negaba nada de lo que ped�a. Gustaba de la ropa blanca de finura extraordinaria y de los encajes. Tocaba la guitarra, Se le daba una comida excelente, y el gobernador rara vez se sentaba en su presencia. Un anciano m�dico de la Bastilla, que atendi� muchas veces las enfermedades de este hombre singular, ha dicho que jam�s vio su rostro, aunque le examin� con frecuencia la lengua y el resto del cuerpo. Estaba admirablemente bien formado, dec�a el m�dico; su piel era algo morena; interesaba con s�lo el tono de su voz; no se quejaba nunca de su estado y no dejaba suponer en forma alguna qui�n pod�a ser.5 [Nota 5]

Este desconocido muri� en 1703 y lo enterraron de noche en la parroquia de San Pablo. Lo asombroso se dobla por el hecho de que no desapareci� de Europa ning�n hombre importante cuando lo enviaron a la isla Santa Margarita. Y el prisionero era indudablemente importante, a juzgar por lo que ocurri� en los primeros d�as de su permanencia en la isla. El gobernador en persona pon�a los platos en la mesa y se retiraba inmediatamente despu�s de haberlo encerrado. Un d�a el prisionero escribi� con un cuchillo sobre un plato de plata y arroj� el plato por la ventana hacia un bote que estaba en la orilla, casi al pie de la torre. Un pescador, a quien pertenec�a el bote, recogi� el plato y se lo llev� al gobernador. �ste, asombrado, le pregunt� al pescador: "�Hab�is le�do lo escrito en este plato, y alguien lo ha visto en vuestras manos?" "No, no s� leer —respondi� el pescador—. Acabo de encontrarlo y nadie lo ha visto." El campesino qued� detenido hasta que el gobernador se inform� bien de que jam�s hab�a sabido leer y de que nadie hab�a visto el plato. "Idos —le dijo— sois muy afortunado por no saber leer." Entre las personas que tuvieron conocimiento directo de este hecho hay, una muy digna de fe que vive a�n. 6 [Nota 6] Chamillart fue el �ltimo ministro que conoci� este raro secreto; y su yerno, el segundo mariscal de La Feuillade, me ha dicho que a la muerte de su padre pol�tico le rog� de rodillas le dijera qui�n era ese hombre conocido con el apodo del hombre de la m�scara de hierro. Chamillart le contest� que era secreto de Estado y que hab�a hecho juramento de no revelarlo jam�s. En fin, quedan a�n muchos de mis contempor�neos que atestiguan la verdad de lo que apunto, y no conozco hecho m�s extraordinario ni mejor comprobado.

Luis XIV, entretanto, repart�a su tiempo entre los placeres propios de su edad y los asuntos de Estado que eran de su incumbencia. Reun�a el consejo de ministros todos los d�as y despu�s trabajaba en secreto con Colbert. Este trabajo secreto fue el origen de la cat�strofe del c�lebre Fouquet, en la cual se vieron envueltos el secretario de estado Gu�n�gaud, Pellison, Gourville y tantos otros. La ca�da de aquel ministro, mucho menos reprobable que el cardenal Mazarino, prob� que no a todo el mundo le est� permitido cometer las mismas faltas. Su p�rdida estaba ya decidida cuando el rey acept� la magn�fica fiesta que el ministro le dio en su casa de Vaux. El palacio y los jardines le hab�an costado dieciocho millones, equivalentes a treinta y cinco de hoy, sobre poco m�s o menos.7 [Nota 7] Hab�a edificado el palacio dos veces y comprado tres aldeas, cuyo terreno qued� encerrado en sus inmensos jardines, plantados en parte por Le Notre y considerados entonces como los m�s bellos de Europa. Los surtidores de Vaux, que los de Versalles, Marli y Saint-Cloud hicieron parecer despu�s m�s que medianos, eran entonces prodigiosos. Pero por hermosa que fuera esa casa, el gasto de dieciocho millones, cuyas cuentas todav�a existen, prueba que el ministro hab�a sido servido con tan poca econom�a como con la que serv�a al rey. En verdad, Saint-Germain y Fontainebleu, las �nicas casas de recreo habitadas por el rey, distaban mucho de tener la belleza de la de Vaux. Luis XIV, al notarlo, se irrit�. En la casa se ven por todas partes las armas y la divisa de Fouquet, una ardilla con la siguiente leyenda: Quo non ascendam? "�A d�nde no subir� yo?" El rey se la hizo explicar. La ambici�n de la divisa no apacigu� al monarca. Los cortesanos advirtieron que la ardilla aparec�a pintada en todas partes perseguida por una culebra, que ten�a Colbert en sus armas. La fiesta result� superior a las ofrecidas por el cardenal Mazarino, no solamente por la suntuosidad, sino por el gusto. Se represent� por primera vez Les F�cheux de Moli�re con un pr�logo de Pellison, que fue admirado. Los placeres p�blicos ocultan o preparan tan frecuentemente en la corte desastres particulares, que, de no haber estado la reina madre, el superintendente y Pellison hubieran sido detenidos en Vaux el d�a de la fiesta. Aumentaba el resentimiento del rey al ver que mademoiselle de La Vallière, por quien empezaba a sentir una verdadera pasi�n, hab�a sido objeto de uno de los gustos pasajeros del superintendente, quien no ahorraba nada para satisfacerlos. Le hab�a ofrecido a mademoiselle de La Valli�re doscientas mil libras, ofrecimiento que fue recibido con indignaci�n, antes de que ella pensara siquiera en tener alg�n poder en el coraz�n del rey. El superintendente quiso convertirse en confidente de la que no pudo poseer, con lo que aument� la irritaci�n del pr�ncipe.

El rey, en un primer movimiento de indignaci�n, estuvo tentado de hacer detener al superintendente en medio de la fiesta que le ofrec�a, pero mostr� en seguida un disimulo poco necesario. Se hubiera dicho que el monarca, ya todo poderoso, tem�a al partido que se hab�a hecho Fouquet.

Fouquet era procurador general del Parlamento, cargo que le otorgaba el privilegio de ser juzgado por las c�maras reunidas; pero despu�s de haber sido juzgados por comisarios tantos pr�ncipes, mariscales y duques, hubiera podido tratarse en igual forma a un magistrado, puesto que quer�an servirse de esas v�as extraordinarias, que, sin ser injustas, dejan siempre una sospecha de injusticia.

Colbert lo comprometi�, mediante un artificio poco honroso, a vender su cargo, ofreci�ndosele hasta un mill�n ochocientas mil libras, equivalentes hoy a tres millones y medio; y por un malentendido lo vendi� s�lo en un mill�n cuatrocientos mil francos. El precio excesivo de los puestos en el Parlamento, tan disminuido despu�s, prueba la consideraci�n que todav�a conservaba ese cuerpo, incluso en su humillaci�n. El duque de Guisa, gran chambel�n del rey, hab�a vendido este cargo de la corona al duque de Bouillon por ochocientas mil libras apenas.

La Fronda y la guerra de Par�s pusieron este precio a los cargos de la judicatura. El que Francia fuera el �nico pa�s de la tierra donde los cargos de los jueces fueran venales, constitu�a uno de los grandes defectos y una de las mayores desgracias de un gobierno tanto tiempo cargado de deudas. Era una consecuencia del fermento sedicioso, y constitu�a una especie de insulto hecho al trono el que un empleo de procurador del rey costara m�s que las primeras dignidades de la corona.

Fouquet, a pesar de haber disipado las finanzas del Estado y de haberlas usado como las suyas propias, no carec�a de grandeza de alma. Sus depredaciones hab�an sido fruto de sus licencias y liberalidades. (1661) Llev� hasta el ahorro el precio de su cargo, pero esta bella acci�n no lo salv�. Llevaron con habilidad a Nantes a un hombre a quien un oficial y dos guardias pod�an detener en Par�s. El rey lo trat� afectuosamente antes de su desgracia. No s� por qu� la mayor parte de los pr�ncipes aparentan generalmente enga�ar con falsas bondades a los s�bditos que desean perder. El disimulo en esos casos se opone a la grandeza; jam�s es una virtud y se convierte en un talento estimable s�lo cuando es absolutamente necesario. Luis XIV pareci� contradecir su car�cter; pero se le hab�a hecho saber que Fouquet hac�a grandes fortificaciones en Belle-Isle y que pod�a tener demasiados aliados fuera y dentro del reino. Se comprob�, cuando fue conducido a la Bastilla y a Vincennes, que su partido no era otra cosa que la avidez de algunos cortesanos y de algunas mujeres favorecidas con pensiones, que lo olvidaron en cuanto no se las pudo dar. Otros amigos le fueron fieles, prueba de que los merec�a. La ilustre madame de Sevign�, Pellison, Gourville, mademoiselle Scud�ry, varios literatos, se declararon abiertamente en su favor y lo ayudaron con tanta decisi�n que le salvaron la vida.

Se conocen estos versos de Hesnault, el traductor de Lucrecia, contra Colbert, el perseguidor de Fouquet:

Ministre avare et l�che, esclave malheureux,
Qui g�mis sous le poids des affaires publiques;
Victime devou�e aux chagrins politiques
Fant�me r�v�r� sous un titre on�reux;
Vois combien des grandeurs le comble est dangereux;
Contemple de Fouquet les funestes reliques,
Et, tandis qu'� sa perte en secret tu t'appliques,
Crains qu'on ne te pr�pare un destin plus affreux.
Sa chute quelque jour te peut �tre commune
Crains ton poste, ton rang, la cour et la fortune.
Nul ne tombe innocent d'o� l'on te voit mont�.
Cesse donc d'animer ton prince � son supplice;
Et, pr�s d'avoir besoin de toute sa bont�,
Ne le fais pas user de toute sa justice.

Cuando se le habl� a Colbert de este soneto injurioso, pregunt� si hab�a ofendido al rey; como se le contestara que no, dijo: "Pues entonces a m� tampoco".

No hay que dejarse enga�ar nunca por estas respuestas meditadas, por estas manifestaciones p�blicas que el coraz�n desaprueba. Colbert parec�a moderado, pero persegu�a la muerte de Fouquet con encarnizamiento. Se puede ser buen ministro y vengativo. Es triste que no haya sabido ser tan generoso como diligente.

Uno de sus m�s implacables perseguidores era Michel Le Tellier, entonces secretario de Estado, y su rival en prestigio. Es el mismo que luego fue canciller. Cuando se lee su oraci�n f�nebre y se la compara con su conducta, �qu� puede pensarse sino que una oraci�n f�nebre es mera declamaci�n? Pero fue el canciller S�guier, presidente de la comisi�n, de todos los jueces de Fouquet, quien busc� su muerte con m�s encarnizamiento y lo trat� con mayor dureza.

Es cierto que procesar al superintendente era acusar la memoria del cardenal Mazarino. Las mayores depredaciones en las finanzas eran obra suya. Se hab�a apoderado, como si fuera el soberano, de varias ramas de las rentas del Estado y hab�a negociado, en su nombre y en su provecho, con las provisiones de los ej�rcitos. "Impon�a —dijo Fouquet en su defensa—, mediante lettres de cachet [�rdenes reales firmadas por su secretario], sumas extraordinarias sobre los gastos generales; lo que jam�s se hizo sino por �l y para �l, y que merece pena de muerte seg�n ordenanzas." De esta manera, el cardenal hab�a amasado fortunas inmensas que ni �l mismo conoc�a.

Le he o�do contar al difunto se�or de Caumartin, intendente de finanzas, que en su juventud, pocos a�os desp�es de la muerte del cardenal, estuvo en el palacio Mazarino, en el que resid�a su heredero el duque y la duquesa Hortensia; que vio all� un gran armario de marqueter�a, muy profundo, que ten�a de arriba a bajo la capacidad de un gabinete. Las llaves se hab�an perdido hac�a mucho tiempo y no se hab�an preocupado de abrir los cajones. Caumartin, asombrado de esta negligencia, le dijo a la duquesa de Mazarino que quiz� habr�a curiosidades en el armario. Lo abrieron y estaba repleto de cu�druplos, fichas de juego y medallas de oro. Madame Mazarino arroj� al pueblo pu�ados de ellas por las ventanas durante m�s de ocho d�as.8 [Nota 8]

El abuso que hizo Mazarino de su poder desp�tico no justificaba al superintendente; pero la irregularidad de los procedimeintos efectuados contra �l, la duraci�n de su proceso, el encarnizamiento odioso del canciller S�guier, el tiempo que apaga la irritaci�n p�blica e inspira compasi�n por los desdichados; por �ltimo, las apelaciones cada vez m�s vigorosas en favor de un infortunado contra el que no se apresuraban los pasos para perderlo, todo esto le salv� la vida. El proceso se juzg� hasta tres a�os despu�s, en 1664. De veintidos jueces que opinaron, solamente nueve dictaminaron la pena de muerte, y los otros trece,9 [Nota 9] entre los cuales hab�a algunos a quienes Gourville les hab�a hecho aceptar presentes, aconsejaron el destierro perpetuo. El rey conmut� la pena por otra m�s dura. Esta severidad no estaba conforme ni con las antiguas leyes del reino ni con las de la humanidad. Sublev� m�s los animos de los ciudadanos el que el canciller hiciera desterrar a uno de los jueces, llamado Roquesante, porque hab�a puesto gran inter�s en que la c�mara de justicia fuera indulgente.10 [Nota 10] Fouquet fue encerrado en el castillo de Pignerol. Todos los historiadores dicen que muri� all� en 1680; pero Gourville asegura en sus Memorias que sali� de la prisi�n alg�n tiempo antes de su muerte. Su nuera, la condesa de Vaux, me hab�a confirmado este hecho; sin embargo, en su familia se cree lo contrario. As�, pues, no se sabe d�nde muri� este desventurado, cuyas menores acciones resonaban cuando era poderoso.

El secretario de Estado Gu�n�gaud, que vendi� su cargo a Colbert, no fue menos perseguido por la c�mara de justicia, que le quit� la mayor parte de su fortuna. Lo m�s singular de los fallos de esta c�mara es el haber condenado a un obispo de Avranches a pagar una multa de doce mil francos; se llamaba Boisl�ve y era hermano de un recaudador copart�cipe suyo en las concusiones.11 [Nota 11]

Saint-�vremond, adicto al superintendente, qued� envuelto en su desgracia. Colbert, buscando por todas partes pruebas contra el que deseaba perder, mand� apoderase de los papeles confiados a madame de Plessis-Belli�vre, y en esos papeles se encontr� la carta manuscrita de Saint-�vremond sobre la paz de los Pirineos. Le leyeron al rey esta broma, haci�ndola pasar por crimen de Estado. Colbert, que desde�aba vengarse de Hesnault, hombre oscuro, persigui� en Saint-�vremond al amigo de Fouquet que odiaba y al elevado esp�ritu que tem�a. El rey tuvo la extrema severidad de castigar una burla inocente hecha hac�a mucho tiempo contra el cardenal Mazarino, a quien, por otra parte, no echaba de menos, y a quien toda la corte hab�a injuriado, calumniado y proscrito impunemente durante varios a�os. De mil escritos dirigidos contra el ministro fue castigado el menos mordaz, y lo fue cuando ya hab�a muerto.

Saint-�vremond, retirado en Inglaterra, vivi� y muri� como hombre libre y como fil�sofo. Su amigo, el marqu�s de Miremond, me dec�a una vez en Londres que su desgracia ten�a otra causa, y que Saint-�vremond nunca hab�a querido explic�rsela. Cuando Luis XIV le permiti� a Saint-�vremond regresar a su patria, al final de su vida, este filósofo desde�� considerar el permiso como una gracia; probando que la patria est� donde se vive feliz, como lo era �l en Londres.

El nuevo ministro de finanzas, con el simple t�tulo de inspector general, justific� la severidad de sus persecusiones, restableciendo el orden alterado por sus predecesores y trabajando por la grandeza del Estado.

La corte se convirti� en el centro de los placeres y en el modelo de las dem�s cortes. El rey se vanaglori� de dar fiestas que hiciesen olvidar las de Vaux.

La naturaleza parec�a complacerse entonces en producir en Francia los m�s grandes hombres en todas las artes, y en reunir en la corte todo lo que de m�s hermoso y m�s perfecto en hombres y mujeres haya habido jam�s. El rey aventajaba a todos sus cortesanos por su excelente talla y por la belleza majestuosa de sus rasgos; el timbre de su voz, noble y conmovedora, ganaba los corazones de quienes se sent�an intimidados en su presencia. Ten�a una manera de caminar que s�lo pod�a convenir a �l y a su categor�a, y que hubiera sido rid�cula en cualquier otro. La turbaci�n que provocaba a quienes le hablaban halagaba �ntimamente la complacencia que sent�a en su superioridad. A un viejo oficial que se turbaba y tartamudeaba al pedirle una gracia, y que no pudiendo acabar su discurso, le dijo: "Sire: no tiemblo as� delante de vuestros enemigos", no le cost� trabajo conseguir lo que ped�a.

El gusto por la sociedad no hab�a alcanzado toda su perfecci�n en la corte. La reina madre, Ana de Austria, empezaba a amar el retraimiento y la reina reinante apenas sab�a el franc�s, y la bondad era su �nico m�rito. La princesa de Inglaterra, cu�ada del rey, llev� a la corte el atractivo de una conversaci�n afable y animada, perfeccionada por la lectura de buenas obras y por un gusto certero y delicado. Se perfeccion� en el conocimiento del idioma que escrib�a mal por el tiempo de su casamiento. Inspir� una nueva emulaci�n espiritual e introdujo en la corte una gracia y una cortes�a apenas conocidas por el resto de Europa. Madame pose�a tanto talento como su hermano Carlos II, embellecido por los encantos de su sexo, por el don y el deseo de agradar . En la corte de Luis XIV se manifestaba vivamente una galanter�a que la decencia hac�a m�s excitante; en cambio, la que reinaba en la corte de Carlos II era m�s atrevida, y un exceso de groser�a rebajaba sus atractivos.

Hubo al principio, entre Madame y el rey, muchas coqueter�as espirituales e inteligencias secretas que se notaron en peque�as fiestas frecuentemente repetidas. El rey le enviaba versos y ella le contestaba. Sucedi� que un mismo hombre era, a la vez, el confidente del rey y de Madame en ese comercio ingenioso: el marqu�s de Dangeau. El rey le encargaba que escribiera por �l y la princesa lo compromet�a a contestarle al rey. As�, pues, sirvi� a los dos, sin dejar que el rey sospechara que la princesa lo empleaba, y �sta fue una de las causas de su fortuna.

Esas inteligencias sembraron la alarma en la familia real. El rey redujo la resonancia de ese trato a un fondo de estima y de amistad jam�s alterado en lo sucesivo. Cuando Madame hizo trabajar a Racine y Corneille en la tragedia B�r�nice, pens� no s�lo en la ruptura del rey con la condestablesa de Colonne, sino en el freno que ella misma hab�a puesto a su propia inclinaci�n, de miedo a que se hiciera peligrosa. Luis XIV est� bastante bien descrito en estos dos versos de la B�r�nice, de Racine:

Qu'en quelque obscurit� que le ciel l'e�t fait na�tre,
Le monde, en le voyant, eût reconnu son ma�tre.

Estos entretenimientos cedieron su lugar a la pasi�n m�s seria y m�s constante que sinti� Luis XIV por mademoiselle de La Valli�re, dama de honor de Madame. Con ella goz� de rara felicidad al ser querido �nicamente por s� mismo, y durante dos a�os fue ella el m�vil oculto de todos los pasatiempos galantes y de todas las fiestas ofrecidas por el rey. Un joven ayuda de c�mara del monarca, llamado Belloc, escribi� varios relatos con los que acompa�aban los bailes dados en casa de la reina o en la de Madame; relatos que expresaban con misterio el secreto de sus corazones, secreto que pronto dej� de serlo.

Todas las diversiones p�blicas que se hicieron por iniciativa del rey eran otros tantos homenajes a su amada. En 1662 se organiz� un carrousel frente a las Tuller�as,12 [Nota 12] en un vasto recinto que ha conservado el nombre de plaza del Carrousel. Hubo cinco cuadrillas. El rey estaba al frente de los romanos; su hermano, de los persas; el pr�ncipe de Cond�, de los turcos; el duque de Enghien, su hijo, de los indios; el duque de Guisa, de los americanos. El duque de Guisa, nieto del de la Cara cortada, era c�lebre en el mundo por la audacia infortunada con la que intent� hacerse due�o de N�poles. Su prisi�n, sus duelos, sus amores novelescos, su prodigalidad, sus aventuras, lo hac�an singular en todo. Parec�a ser de otro siglo. Dec�an de �l, vi�ndolo correr con el gran Cond�: "He ah� los h�roes de la historia y de la f�bula".

La reina madre, la reina reinante, la reina de Inglaterra, viuda de Carlos I, olvidando por un momento sus desgracias, asist�an bajo un dosel al espect�culo. El conde de Sault, hijo del duque de Lesdigui�res, gan� el premio, recibi�ndolo de manos de la reina madre. Estas fiestas reanimaron m�s que nunca la afici�n por las divisas y los emblemas, que los torneos hab�an puesto de moda anta�o y que hab�an subsistido despu�s.

Un anticuario llamado Douvrier imagin� en esta �poca como emblema de Luis XIV el de un sol lanzando sus rayos sobre un globo, con esa leyenda: Nec pluribus impar. La idea se inspir� un poco en una divisa espa�ola hecha para Felipe II, y m�s conveniente a este rey due�o de la parte m�s hermosa del Nuevo Mundo, y de tantos estados en el Viejo, que a un joven rey de Francia, que s�lo hac�a concebir esperanzas todav�a. Esta divisa tuvo un �xito prodigioso. Las armas del rey, los muebles de la corona, las tapicer�as, las esculturas fueron adornados con ella, pero el rey no la llev� nunca en sus carrouseles. Se le reproch� injustamente a Luis XIV esta divisa ostentosa, como si hubiera sido elegida por �l; y ha sido criticada —quiz� m�s justamente— por el fondo. El cuerpo no representa lo que la leyenda significa y la leyenda no tiene un sentido bastante claro y bastante determinado. Lo que puede explicarse de diversas maneras no merece ser explicado de ninguna. Las divisas —ese resto de la antigua caballer�a— pueden estar bien en fiestas y tienen atractivo cuando las alusiones son justas, nuevas o ingeniosas. Vale m�s carecer de ella que tolerar una divisa mala o baja, como la de Luis XII; era un puerco esp�n con esta inscripci�n: Qui s'y frotte s'y pique. Las divisas son, por lo que respecta a las inscripciones, lo que las mascaradas en comparaci�n con las ceremonias augustas.

La fiesta de Versalles en 1664 super� la del carrousel por su singularidad, por su magnificencia y por los placeres del esp�ritu que, mezclados al esplendor de esas diversiones, pon�an en ellas un gusto y un atractivo como no se hab�an visto todav�a en fiesta alguna. Versalles empez� a ser una residencia deliciosa, sin acercarse a la grandeza que alcanz� despu�s.

(1664) El 5 de mayo lleg� el rey con la corte, integrada por seiscientas personas, cuyos gastos y los de su s�quito fueron costeados, as� como los de los que se ocuparon en los preparativos de esos encantos. S�lo faltaron en estas fiestas monumentos construidos expresamente para darlas, como los que elevaron los griegos y los romanos; pero la rapidez con la que se constru�an teatros, anfiteatros, p�rticos, adornados con tanto gusto como suntuosidad, era una maravilla que se agregaba a la ilusi�n, y que, diversificada luego de mil maneras, aumentaba todavia el hechizo de estos espect�culos.

Hubo primero una especie de carrousel. Los que deb�an correr desfilaron el primer d�a como en una revista; iban precedidos por heraldos de armas, pajes y escuderos que llevaban sus divisas y sus escudos; y sobre esos escudos estaban escritos en letras de oro versos compuestos por P�rigni y por Benserade. Este �ltimo, sobre todo, ten�a un talento especial para las piezas galantes, en las que hac�a siempre alusiones delicadas y espirituales a los caracteres de las personas, a los personajes de la Antig�edad o de la f�bula que se representaba, y a las pasiones que animaban la corte. El rey representaba a Rogelio: todos los diamantes de la corona brillaban en su traje y en el caballo que montaba. Las reinas y trescientas damas, bajo arcos de triunfo, presenciaban esta entrada.

El rey, entre todas las miradas fijas en �l, distingu�a tan s�lo la de mademoiselle de La Valli�re. Disfrutaba la fiesta, que era para ella sola, confundida entre la multitud.

Tras de la cabalgata segu�a un carro dorado de dieciocho pies de alto, quince de ancho y veinticuatro de largo, que representaba el carro del Sol. Las cuatro Edades, de oro, de plata, de bronce y de hierro; los signos celestes, las estaciones, las horas segu�an al carro a pie. Todo estaba caracterizado. Pastores llevaban las piezas de la barrera que se ajustaban al son de trompetas, a las que acompa�aban a intervalos las gaitas y los violines. Algunos personajes que segu�an al carro de Apolo fueron primero a recitar a las reinas versos adecuados al lugar, al momento, al rey y a las damas. Al terminar las carreras y llegar la noche, cuatro mil grandes antorchas iluminaron el espacio en que se realizaban las fiestas. Se sirvieron mesas para doscientos personajes que representaban las estaciones, los faunos, los silvanos, las dr�adas, con pastores, vendimiadores, segadores. Pan y Diana avanzaban sobre una monta�a movediza y descendieron de ella para hacer colocar sobre las mesas los m�s deliciosos productos de los campos y los bosques. Detr�s de las mesas, en semic�rculo, se elev� de pronto un teatro repleto de concertistas. Las arcadas que rodeaban la mesa y el teatro estaban adornadas con quinientas gir�ndulas verde y plata que sosten�an buj�as, y una balaustrada dorada cerraba el vasto recinto.

Estas fiestas, tan superiores a las inventadas en las novelas, duraron siete d�as. El rey gan� cuatro veces el premio de los juegos, y los cedi� despu�s para que los dem�s jinetes disputaran los premios ganados por �l.

La comedia La princesa de �lide, aunque no sea una de las mejores de Moli�re, fue uno de los m�s agradables ornamentos de los juegos, por su infinidad de alegor�as finas sobre las costumbres del tiempo y por los prop�sitos que constitu�an la atracci�n de tales fiestas, cuyo valor se ha perdido para la posteridad. En la corte se obstinaban todav�a en creer en la astrolog�a: varios pr�ncipes pensaban —por orgullosa superstici�n— que la naturaleza los distingu�a hasta llegar a escribir su destino en los astros. El duque de Saboya, V�ctor Amadeo, padre de la duquesa de Borgo�a, tuvo un astr�logo a su lado hasta despu�s de la abdicaci�n. Moli�re se aventur� a atacar esta ilusi�n en Los amantes magn�ficos, representada en otra fiesta, en 1670.

En ella, aparece tambi�n un buf�n, como en La princesa de �lide. Estos desdichados estaban a�n muy de moda, resto de una barbarie que ha durado m�s tiempo en Alemania que en otras partes. La necesidad de diversiones, la impotencia de procur�rselas agradables y honestas en los tiempos de la ignorancia y del mal gusto, hicieron imaginar ese triste placer que degrada el esp�ritu humano. El buf�n que ten�a entonces Luis XIV hab�a pertenecido al pr�ncipe de Condé: se llamaba l'Angeli. Seg�n dec�a el conde de Grammont, de todos los bufones que hab�an seguido al Se�or Pr�ncipe, solamente l'Angeli hab�a hecho fortuna. Este buf�n no carec�a de ingenio; fue �l quien dijo "que no iba al sem�n porque no le gustaba el gritar y no entend�a el razonar".

La farsa El casamiento a la fuerza se represent� tambi�n en aquella fiesta; pero lo verdaderamente admirable fue la primera representaci�n de los tres primeros actos de Tartufo. El rey quiso ver esta obra maestra aun antes de estar terminada, y la defendi� despu�s de los falsos devotos que movieron cielo y tierra para prohibirla; y subsistir�, como ya se ha dicho en otras partes, mientras haya en Francia gusto e hip�critas,

La mayor parte de estas brillantes solemnidades no lo son, a menudo, m�s que para los ojos y los o�dos. Lo que s�lo es pompa y magnificencia pasa en un d�a, pero cuando las obras maestras del arte, como el Tartufo, hermosean esas fiestas, dejan tras de s� un recuerdo imperecedero.

Se recuerdan todav�a algunos trozos de las alegor�as de Benserade que adornaban los ballets de aquel tiempo. S�lo citar� estos versos dedicados al rey, que representaba el sol:

Je doute qu'on le prenne avec vous sur le ton
De Daphn� ni de Pha�ton,
Lui trop ambitieux, elle trop inhumaine
Il n'est point l� de pi�ge o� vous puissiez donner: Le moyen de s'imaginer
Qu'une femme vous fuie, el qu'un homme vous m�ne?

Lo m�s glorioso de estos entretenimientos, que perfeccionaban en Francia el gusto, la cortes�a y el talento, estribaba en que no sustra�an al monarca de sus continuos trabajos. Sin esos trabajos, hubiera sabido tener una corte, pero no habr�a sabido reinar; y si los placeres magn�ficos de esa corte hubiesen ofendido la miseria del pueblo, hubieran sido odiosos; pero el mismo hombre que daba esas fiestas hab�a dado pan al pueblo durante la miseria de 1662. Hizo traer cereales que los ricos compraron a �nfimo precio, don�ndolos a las familias pobres a las puertas del Louvre; devolvi� al pueblo tres millones de impuestos; ning�n aspecto de la administraci�n interna fue descuidado; su gobierno era respetado en el exterior. El rey de Espa�a, obligado a cederle la precedencia; el papa, forzado a darle satisfacci�n; Dunkerque, anexado a Francia por un contrato glorioso para el que lo adquir�a y deshonroso para el vendedor; en fin, todos sus pasos, desde que ten�a las riendas, hab�an sido nobles o �tiles; despu�s de eso, era hermoso dar fiestas.

(1664) El legado a latere Chigi, sobrino del papa Alejandro VII, que acudi� a Versalles en lo mejor de las diversiones para dar satisfacci�n al rey por el atentado de los guardias del papa, llev� a la corte un espect�culo nuevo. Esas grandes ceremonias son fiestas para el p�blico y los honores que se le rindieron produjeron la satisfacci�n m�s patente. Recibi� bajo palio los saludos de las cortes superiores, del cuerpo de la ciudad, del clero. Entr� en Par�s saludado con salvas de artiller�a, teniendo al gran Cond� a su derecha y al hijo de este pr�ncipe a su izquierda, y fue con todo ese aparato a humillarse, �l, representante de Roma y del papa, ante un rey que todav�a no hab�a sacado la espada. Cen� con Luis XIV despu�s de la audiencia, y todos se esforzaron por tratarlo con magnificencia y procurarle placeres. Despu�s se trat� al dux de G�nova con menos honores, pero con el mismo af�n de agradar que el rey supo conciliar siempre con sus altivas decisiones.

Todo esto le daba a la corte de Luis XIV un aire de grandeza que eclipsaba a las dem�s cortes de Europa. Quer�a que el brillo que rodeaba a su persona se reflejara en todo lo que hab�a a su alrededor, que todos los grandes recibieran honores, sin que ninguno fuera poderoso, empezando por su hermano y por el Se�or Pr�ncipe. Con esta mira fall� en favor de los pares en su antigua querella con los presidentes del Parlamento. �stos pretend�an opinar antes que los pares y se hab�an adue�ado de ese derecho. Orden� en una reuni�n extraordinaria del consejo que los pares opinar�an en los lits de justice,13 [Nota 13] en presencia del rey, antes que los presidentes, como si s�lo debieran a su presencia esta prerrogativa; y dej� subsistir la antigua costumbre en las asambleas que no son lits de justice.

Para distinguir a sus principales cortesanos invent� casacas azules bordadas de oro y plata. El permiso de usarlas era un gran favor para hombres a quienes guiaba la vanidad. Se las ped�a casi como el collar de la orden. Puede hacerse notar, ya que tratamos aqu� de peque�os detalles, que en aquel tiempo se llevaban las casacas encima de un jub�n adornado con cintas, y sobre la casaca pasaba un tahal� del cual colgaba la espada. Usaban una especie de valona de encaje y un sombrero adornado con dos hileras de plumas. Esta moda dur� hasta el a�o 1684 y se sigui� en toda Europa, excepto en Espa�a y Polonia. En casi todas partes se preciaban ya de imitar la corte de Luis XIV.

Estableci� en su casa un orden que a�n perdura; regl� las funciones y las jerarqu�as; cre� cargos nuevos en tomo de su persona, como el de gran maestre de su guardarropa. Restableci� las mesas instituidas por Francisco I, y las aument�, llegando a tener doce para los oficiales comensales, servidas con tanta propiedad y abundancia como las de muchos soberanos; quiso que todos los extranjeros fueran invitados a ellas, atenci�n que continu� durante todo su reinado. M�s refinada y m�s cort�s todav�a fue la de edificar los pabellones de Marli en 1679, donde todas las damas encontraban en su departamento un toilette completo; nada de cuanto pertenece a un lujo c�modo fue olvidado; quienquiera que estuviera de viaje pod�a dar comidas en su departamento; y era servido con la misma delicadeza que el soberano. Estas peque�as cosas no adquieren valor m�s que cuando est�n sostenidas por las grandes. En todo lo que hac�a hab�a esplendor y generosidad. Al casarse las hijas de sus ministros les regalaba doscientos mil francos.

Una liberalidad sin par aument� su fama en Europa. Concibi� la idea por una conversaci�n con el duque de Saint-Aignan, quien le cont� que el cardenal de Richelieu hab�a enviado presentes a algunos sabios extranjeros que hab�an hecho su elogio. El rey no esper� ser elogiado; pero, seguro de merecerlo, encomend� a sus ministros Lionne y Colbert elegir cierto n�mero de franceses y de extranjeros distinguidos en la literatura, a los cuales demostrar�a su generosidad. Despu�s de escribir Lionne a los pa�ses extranjeros y de haberse informado, en la medida de lo posible, en materia tan delicada, en la que debe darse la preferencia a los contempor�neos, se hizo primero una lista de sesenta personas: unas recibieron presentes, otras pensiones, seg�n su categor�a, sus necesidades y su m�rito. (1663) El bibliotecario del Vaticano, Allacci; el conde Graziani, secretario de Estado del duque de M�dena; el c�lebre Viviani, matem�tico del gran duque de Florencia; Vossius, el histori�grafo de las Provincias Unidas; el ilustre matem�tico Huyghens, un residente holandés en Suecia; hasta profesores de Altorf y de Helmstadt, ciudades casi desconocidas de los franceses, se sorprendieron al recibir cartas de Colbert en las cuales les dec�a que aunque el rey no era su soberano, les rogaba aceptar ser su bienhechor. Las cartas estaban redactadas de acuerdo con la dignidad de las personas y todas iban acompa�adas de considerables gratificaciones o de pensiones.

Entre los franceses se distingui� a Racine, Quinault, Fl�chier, depu�s obispo de N�mes, muy joven todav�a, que recibieron presentes. Es cierto que Chapelain y Cotin tuvieron pensiones; pero es que el ministro consult�, sobre todo, a Chapelain. Estos dos hombres tan desacreditados en la poes�a no carec�an de m�rito. Chapelain era autor de una inmensa literatura, y, lo que resulta sorprendente, es que ten�a gusto y era uno de los cr�ticos m�s ilustrados. Hay una gran distancia de todo esto al genio, pues la ciencia y el ingenio gu�an a un artista, pero no lo forman. Nadie tuvo en Francia m�s reputaci�n, en su tiempo, que Ronsard y Chapelain, porque en el tiempo de Ronsard eran b�rbaros, y apenas se sal�a de la barbarie en el Chapelain. Costar, compa�ero de estudio de Balzac y de Voiture, llama a Chapelain el primero de los poetas heroicos.

Boileau no particip� de esas liberalidades; hasta entonces s�lo hab�a hecho s�tiras,y se sabe que esas s�tiras atacaban a los sabios consultados por el ministro. Algunos a�os despu�s el rey lo distingui� sin consultar a nadie.

Los presentes enviados a los pa�ses extranjeros fueron tan grandes, que Viviani hizo construir una casa en Florencia con la generosidad de Luis XIV. Puso en letras de oro sobre el frontispicio: Aedes a Deo datoe, alusi�n al sobrenombre de "Dios-Dado" con el que la voz p�blica llam� a este pr�ncipe al nacer.

Podemos imaginarnos f�cilmente el efecto producido en Europa por esta extraordinaria magnificiencia; y si consideran todo lo memorable que el rey hizo despu�s, los esp�ritus m�s severos y m�s dific�les deben tolerar los elogios inmoderados que se le prodigaron. No fueron los franceses los �nicos que lo alabaron. Se pronunciaron doce paneg�ricos de Luis XIV en diversas ciudades de Italia, y este homenaje, enviado al rey por el marqu�s de Zampieri, no le fue rendido ni por el temor ni por la esperanza.

Siguió derramando sus beneficios sobre las letras y sobre las artes. Las gratificaciones particulares de casi cuatro mil luises que dio a Racine, la fortuna de Despr�aux, la de Quinault, sobre todo la de Lulli y de todos los artistas que le consagraron sus trabajos, son pruebas de ello. Le dio incluso a Benserade mil luises para hacer huecograbados de sus Metamorfosis de Ovidio en redondillas: liberalidad mal aplicada que prueba solamente la generosidad del soberano, que recompensaba a Benserade el escaso m�rito que hab�an tenido sus ballets.

Varios escritores han atribuido �nicamente a Colbert la protecci�n concedida a las artes y la magnificencia de Luis XIV; pero no tuvo m�s m�rito en ello que el de secundar la magnanimidad y el gusto de su soberano. El ministro, a pesar de tener un gran talento para las finanzas, el comercio, la navegaci�n, la polic�a general, no ten�a el gusto ni la elevaci�n del rey; se pon�a a la tarea celosamente, pero estaba lejos de inspirarle lo que la naturaleza otorga.

Considerando esto, no vemos en qu� se fundan algunos escritores para acusar de avaro al monarca. Un pr�ncipe cuyos dominios est�n absolutamente separados de las rentas del Estado puede ser avaro como un particular; pero es casi imposible que ese vicio se apodere de un rey de Francia que no es, realmente, sino el dispensador del dinero de sus s�bditos. El gusto y la voluntad de recompensar pueden faltarle, pero esto precisamente es lo que no se le puede reprochar a Luis XIV.

Por la �poca en que empezaba a estimular los ingenios con tantos beneficios, el uso que el conde de Bussi hizo del suyo fue rigurosamente castigado. Lo encerraron en la Bastilla en 1665. Los amores de las Galias fueron pretexto de su prisi�n, pues la verdadera causa era esta canci�n, en la que el rey quedaba muy comprometido, y que fue recordada para perder a Bussi, a quien se la atribu�an:

Que De�datus est heureux
De baiser ce bec amoureux,
Qui d'une oreille a l'autre va!
Alleluia.

Sus obras no eran lo suficientemente buenas como para comprensarle el da�o que le acarrearon. Hablaba s�lo su lengua; ten�a alg�n m�rito, pero m�s amor propio, y casi no se sirvi� de ese m�rito m�s que para hacerse de enemigos. Luis XIV hubiera obrado generosamente perdon�ndolo, pero veng� la injuria hecha a su persona aparentando ceder a la voz p�blica. Sin embargo, pusieron en libertad al conde de Bussi al cabo de dieciocho meses, lo privaron de sus cargos y qued� en desgracia todo el resto de su vida, haci�ndole en vano a Luis XIV protestas de una ternura que ni el rey ni nadie cre�an sincera.

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