Continuaci�n de las particularidades y an�cdotas

A la gloria, a los placeres, a la grandeza, a la galanter�a que ocuparon los primeros a�os de su gobierno, Luis XIV quiso a�adir las dulzuras de la amistad; pero le es dif�cil a un rey elegir con acierto. De los dos hombres en quienes puso mayor confianza, uno lo trat� indignamente, el otro abus� de su favor. El primero fue el marqu�s de Vardes, confidente del rey en su amor por madame de La Valli�re. Es sabido que cediendo a intrigas de la corte trató de perder a madame de la Vallière, que por la posici�n que ocupaba deb�a provocar la envidia y, por su car�cter, no deb�a tener enemigos. Se sabe que de acuerdo con el conde de Guiche y la condesa de Soissons, se atrevi� a escribir a la reina reinante una carta falsificada, en nombre de su padre, el rey de Espa�a. La carta informaba a la reina de cosas que deb�a ignorar, y que, de ser conocidas, servir�an tan s�lo para turbar la paz de la casa real. Aument� su perfidia con la maldad de hacer recaer la sospecha sobre las personas m�s honradas de la corte, el duque y la duquesa de Navailles. (1665) Estas dos personas inocentes fueron sacrificadas al resentimiento del monarca enga�ado. La atrocidad de la conducta de Vardes se conoci� demasiado tarde, y Vardes, a pesar de su crimen, apenas si fue m�s castigado que los inocentes acusados por �l, quienes se vieron obligados a renunciar a sus cargos y abandonar la corte.

El otro favorito fue el conde —despu�s duque— de Lauzun, tan pronto rival del rey en sus amores pasajeros, como su confidente; muy conocido m�s tarde por el matrimonio que quiso contraer a los ojos de todo el mundo con Mademoiselle, y realizado luego en secreto, a pesar de la palabra dada a su soberano.

El rey, enga�ado por sus elegidos, dijo que habiendo buscado amigos, encontr� tan s�lo intrigantes. Este conocimiento negativo de los hombres, que se adquiere demasiado tarde, le hac�a decir tambi�n: "Cada vez que doy un cargo vacante, creo cien descontentos y un ingrato".

Ni las diversiones ni el embellecimiento de las casas reales y de Par�s, ni la vigilancia de la polic�a del reino, cesaron durante la guerra de 1666.

El rey bail� en los ballets hasta 1670. Ten�a entonces treinta y dos a�os. Se represent� en su presencia, en Saint-Germain, la tragedia Britannicus; y qued� impresionado por estos versos:

Pour toute ambition, pour vertu singuli�re,
Il excelle � conduire un char dans la carri�re;
A disputer des prix indignes de ses mains;
A se donner lui-m�me en spectacle aux Romains.
Act. IV, esc. IV.

Desde entonces, no volvi� a bailar en p�blico; el poeta reform� al monarca. Segu�a unido a la duquesa de La Valli�re, a pesar de las frecuentes infidelidades cometidas por �l. Estas infidelidades lo inquietaban poco. Casi no hab�a mujeres que se le resistiesen; por lo que volv�a siempre a la que, con su dulzura y su bondad de car�cter, por su amor verdadero y hasta por la fuerza de la costumbre, lo hab�a subyugado sin ma�as; pero en el a�o de 1669, ella se dio cuenta de que madame de Montespan comenzaba a adquirir ascendiente sobre el monarca, combati� con su dulzura habitual, soport� casi sin quejarse la pena de ser largo tiempo testigo del triunfo de su rival; sinti�ndose todav�a feliz en su dolor, al ser mirada por el rey, a quien segu�a queriendo, y vi�ndolo sin ser querida por �l.

Por �ltimo, en 1675 tom� la decisi�n de las almas tiernas que necesitan sentimientos vivos y profundos que las subyuguen. Crey� que s�lo Dios pod�a suceder en su coraz�n a su amado. Su conversi�n fue tan c�lebre como su ternura; se hizo carmelita en Par�s, y persever�. Cubrirse con un cilicio, caminar descalza, ayunar rigurosamente, cantar de noche en el coro, en un idioma desconocido, todo esto no hiri� la delicadeza de una mujer acostumbrada a tanta grandeza, regalo y placeres. Vivi� con esa austeridad desde 1675 hasta 1710, con el nombre de hermana Luisa de la Misericordia. El rey que castigara de esta manera a una mujer culpable ser�a un tirano; y, sin embargo, as� se ha castigado a muchas mujeres por haber amado. Muy pocos ejemplos hay de pol�ticos que hayan tomado resoluci�n tan rigurosa, aunque los cr�menes de la pol�tica parecen exigir mayor expiaci�n que las debilidades del amor; pero los que gobiernan las almas apenas si mandan sobre las de los d�biles.

Es sabido que cuando le fue anunciada a la hermana Luisa de la Misericordia la muerte del duque de Vermandois, hijo suyo y del rey, dijo: "Debo llorar m�s su nacimiento que su muerte". Le qued� una hija —de todos los hijos del rey, la m�s parecida a su padre—, que se cas� con el pr�ncipe Armand de Conti, sobrino del gran Cond�.

Entretanto, la marquesa de Montespan gozaba de su favor con tanto brillo e imperio como modestia hab�a tenido madame de La Valli�re.

Mientras madame de La Valli�re y madame de Montespan se disputaban el primer lugar en el coraz�n del rey, la corte entera se entregaba a intrigas amorosas. Hasta Louvois era sensible a ellas. Una de las amantes que tuvo este ministro, cuya dureza de car�cter no parec�a avenirse con el amor, fue madame Dufresnoi, mujer de uno de sus comisarios, para la cual cre� un cargo en casa de la reina, vali�ndose de su prestigio. La hicieron camarera, y tuvo el privilegio de entrar en la c�mara del rey.

El rey favorec�a los gustos de sus ministros para justificar los suyos.

Ejemplo notable del poder de los prejuicios y de la costumbre es el de que fuera bien visto que todas las mujeres casadas tuvieran amantes y no se le permitiera a la nieta de Enrique IV tener marido. Mademoiselle, despu�s de haber rechazado a tantos soberanos, de haber tenido la esperanza de casarse con Luis XIV, quiso hacer, a los cuarenta y cuatro a�os, la felicidad de un gentilhombre. Obtuvo permiso de casarse con P�guilin, de la familia de Caumont, conde de Lauzun, �ltimo capit�n de una de las dos compa��as de los cien gentiles hombres del bec de corbin, que no existen ya, y el primero para quien el rey cre� el cargo de coronel general de dragones. Hab�a cientos de ejemplos de princesas casadas con gentileshombres: los emperadores romanos daban sus hijas a senadores; las hijas de los soberanos de Asia, m�s poderosos y m�s desp�ticos que un rey de Francia, se casan s�lo con esclavos de sus padres.

Mademoiselle le entregaba todos sus bienes, estimados en veinte millones, al conde de Lauzun, m�s cuatro ducados, la soberan�a de Dombes, el condado de Eu y el palacio de Orl�ans, llamado el Luxemburgo. (1669) No se reservaba nada para ella, entregada por completo a la idea halagadora de darle a aqu�l a quien quer�a la fortuna m�s grande que rey alguno haya dado a un s�bdito. El contrato fue redactado: Lauzun fue por un d�a duque de Montpensier. Todo estaba preparado y s�lo faltaba la firma cuando el rey, asediado por las argumentaciones de pr�ncipes, ministros y enemigos de un hombre demasiado feliz, falt� a su palabra y prohibi� la alianza. Hab�a escrito a las cortes extranjeras anunciando el enlace, y volvi� a escribir comunicando la ruptura. Lo censuraron por permitirlo y por prohibirlo. Llor� por hacer infeliz a Mademoiselle; pero el mismo pr�ncipe que se hab�a enternecido al faltar a su palabra, mand� encerrar a Lauzun, en noviembre de 1670, en el castillo de Pignerol, por haberse casado en secreto con la princesa, con la que le permitiera algunos meses antes casarse en p�blico. Lauzun estuvo preso diez a�os enteros. M�s de un reino hay donde el monarca no tiene este poder y quienes lo tienen son m�s queridos cuando no lo usan. �El ciudadano que no ofende las leyes del Estado debe ser castigado tan severamente por el que representa al Estado?�No hay una gran diferencia entre desagradar al soberano y traicionar al soberano? �Un rey debe tratar a un hombre con m�s dureza de la que usar�a la ley?

Los que han escrito que madame de Montespan, despu�s de impedir el matrimonio, irritada contra el conde de Lauzun, de quien sufri� violentos reproches, exigi� de Luis XIV esta venganza, no le hacen favor al monarca.14 [Nota 14]

Hubiera sido, a la vez, tir�nico y pusil�nime sacrificar a la c�lera de una mujer un hombre bueno, un favorito privado por �l de la mayor felicidad, y cuya �nica falta era la de haberse quejado demasiado de madame de Montespan. Perd�nense estas reflexiones que los derechos de la humanidad provocan. Pero no habiendo cometido Luis XIV, durante todo su reinado, ninguna acci�n de esta naturaleza, la equidad quiere que no se le acuse de una injusticia tan cruel. Es verdad que se excedi� al castigar tan severamente un matrimonio clandestino, una uni�n inocente, que debi� m�s bien ignorar. Retirar su favor fue muy justo, la prisi�n fue demasiado dura.

A los que dudan de ese matrimonio secreto les bastar� con leer atentamente las Memorias de Mademoiselle. En estas memorias leemos lo que ella no dijo. Vemos en ellas que la princesa, que se quej� tan amargamente al rey por la ruptura de su casamiento, no se atrevi� a lamentarse por la prisi�n de su marido. Confiesa que la cre�an casada, pero no lo desmiente; aunque s�lo hubiera escrito estas palabras: No puedo ni debo cambiar para �l, ser�an decisivas.

Lauzun y Fouquet se sorprendieron al encontrarse en la misma prisi�n; sobre todo Fouquet, porque en su gloria y su poder hab�a visto de lejos a P�guilin, entre la multitud, como a un gentilhombre de provincia sin fortuna, y cuando �ste le cont� que hab�a sido el favorito del rey, y que hab�a obtenido permiso de casarse con la nieta de Enrique IV, con todos los bienes y t�tulos de la casa de Montpensier, lo crey� loco.

Tras de consumirse diez a�os en la prisi�n, sali� por fin, despu�s de que madame de Montespan comprometi� a Mademoiselle a ceder la soberan�a de Dombes y el condado de Eu al duque de Maine, todavia ni�o, que los posey� despu�s de la muerte de la princesa. Le hizo esta donaci�n con la esperanza de que Lauzun fuera reconocido como su esposo, pero se equivoc�: el rey le permiti� tan s�lo entregarle a ese marido secreto e infortunado las tierras de Saint-Fargeau y Thiers, adem�s de otras grandes rentas que a Lauzun le parecieron insuficientes. Se vio reducida a ser su esposa en secreto, y sopotar desaires en p�blico a causa de ello. Desgraciada en la corte y desgraciada en su casa —efecto com�n de las pasiones—, muri� en 1693.15 [Nota 15]

En cuanto al conde de Lauzun, se fue a Inglaterra en 1688. Predestinado a las aventuras extraordinarias, condujo a Francia a la reina, esposa de Jacobo II, y a su hijo, todav�a en mantillas. Lo hicieron duque. Mand� en Irlanda con poco �xito, y volvi� con m�s fama, ganada por sus aventuras, que consideraci�n personal. Lo hemos visto morir a edad muy avanzada y olvidado, como les pasa a todos aquellos a quienes les han sucedido grandes cosas, pero que no han hecho nada extraordinario,

Madame de Montespan era todopoderosa desde el comienzo de las intrigas que acabamos de referir.

Ath�nais de Mortemart, mujer del marqu�s de Montespan; su hermana mayor, la marquesa de Thianges, y su hermana menor, para quien obtuvo la abad�a de Fontevrault, eran las mujeres m�s bellas de su tiempo, y las tres un�an a esta ventaja singulares atractivos espirituales. Su hermano, el duque de Vivonne, mariscal de Francia, era tambi�n uno de los hombres m�s instruidos de la corte y de mayor gusto. Un d�a el rey le pregunto: "�Pero para qu� sirve leer?" El duque de Vivonne, robusto y con buenos colores, le contest�: "La lectura hace al esp�ritu lo que vuestras perdices hacen a mis mejillas".

Estas cuatro personas agradaban a todo el mundo por el giro singular de su conversaci�n mezclada de broma, ingenuidad y sutileza, al que llamaban el esp�ritu de los Mortemart. Escrib�an todas con una agilidad y una gracia particulares. Por esto resalta la ridiculez de ese cuento, que circula de nuevo, seg�n el cual madame de Montespan se ve�a obligada a hacer escribir sus cartas al rey por madame Scarron, por lo cual �sta se convirti� en su rival, y en rival afortunada.

Madame Scarron —despu�s madame de Maintenon— ten�a, en verdad, una mayor ilustraci�n, adquirida por la lectura; su conversaci�n era m�s dulce, m�s insinuante. Hay cartas suyas en las que el arte embellece la naturaleza y cuyo estilo es sumamente elegante. Pero madame de Montespan no necesitaba valerse del talento de nadie; y fue la favorita, mucho antes de que madame de Maintenon le fuera presentada.

El triunfo de madame de Montespan se hizo ostensible en el viaje que el rey hizo a Flandes en 1670. En ese viaje se prepar� la mina de los holandeses en medio de las diversiones: fue una fiesta continua, dada con el m�s pomposo aparato.

El rey, que hab�a hecho todos sus viajes de guerra a caballo, hizo �ste, por vez primera, en una carroza con cristales; las sillas de posta no se hab�an inventado a�n. La reina, Madame, su cu�ada, la marquesa de Montespan, iban en esa soberbia comitiva, seguida de muchas otras; cuando madame de Montespan iba sola ten�a cuatro guardias de corps a las portezuelas de su carroza. Luego lleg� el delf�n con su corte, y Mademoiselle con la suya: esto ocurr�a antes de la fatal aventura de su enlace, y gozaba en paz de todos estos triunfos, viendo complacida a su prometido, favorito del rey, al frente de su compa��a de guardias. Hac�an traer a las ciudades en que dorm�an los m�s hermosos muebles de la corona. En cada ciudad se encontraban con un baile de m�scaras o de fantas�a, o con fuegos artificiales. Todo el cuarto militar acompa�aba al rey, y toda la casa de servicio lo preced�a o segu�a. Las mesas se serv�an como en Saint-Germain. La corte visit� con esta pompa todas las ciudades conquistadas, y las principales damas de Bruselas y de Gante acud�an a ver tanta magnificencia. El rey las invitaba a su mesa y les hac�a presentes plenos de galanter�a. Todos los oficiales de las tropas de guarnici�n recib�an gratificaciones. M�s de una vez se gastaron, en un solo d�a, mil quinientos luises de oro, en obsequios.

Todos los honores, todos los homenajes eran para madame de Montespan, excepto los que el deber confer�a a la reina. Sin embargo, esta dama no estaba en el secreto, pues el rey sab�a distinguir los asuntos de Estado de los placeres.

Encargada, ella sola, de la uni�n de los dos reyes y de la destrucci�n de Holanda, Madame se embarc� en Dunkerque en la flota del rey de Inglaterra, Carlos II, su hermano, con una parte de la corte de Francia. Llevaba consigo a mademoiselle de Keroual, m�s tarde duquesa de Portsmouth, cuya belleza igualaba a la de madame de Montespan, que fue despu�s en Inglaterra lo que madame de Montespan era en Francia, pero con m�s autoridad. El rey Carlos fue gobernado por ella hasta el �ltimo momento de su vida, y, a pesar de sus infidelidades, fue siempre dominado. Jam�s mujer alguna conserv� m�s tiempo su belleza; le hemos visto, a la edad de setenta a�os, un rostro todavia amable y, agradable que los a�os no hab�an marchitado.

Madame se dirigi� a Cantorbery a ver a su hermano y volvi� con la gloria de haber alcanzado el �xito. Gozaba del triunfo cuando una muerte s�bita y dolorosa se la llev� a la edad de veintis�is a�os, el 30 de junio de 1670. Esta desgracia sumi� a la corte en un dolor y una consternaci�n que la �ndole de su muerte aumentaba. La princesa se crey� envenenada; el embajador de Inglaterra, Montaigu, estaba convencido de ello; la corte no lo dudaba y toda Europa lo dec�a. Uno de los antiguos criados de la casa de su marido me nombr� al que (seg�n �l) le dio el veneno. "Ese hombre —me dec�a—, que era rico, se retir� inmediatamente despu�s a Normand�a, donde compr� una tierra y vivi� largo tiempo en la opulencia. El veneno —agregaba— era polvo de diamante puesto en lugar de az�car en las fresas." La corte y la ciudad pensaron que Madame hab�a sido envenenada con un vaso de agua de achicoria,16 [Nota 16] despu�s de lo cual sinti� horribles dolores y en seguida las convulsiones de la muerte. Pero la malignidad humana y la inclinaci�n por lo extraordinario fueron las �nicas razones de esta creencia general. El vaso de agua no pod�a estar envenenado, puesto que madame de La Fayette y otra persona bebieron el resto sin sentir la m�s ligera molestia. El polvo de diamante no es m�s venenoso que el polvo de coral.17 [Nota 17] Hac�a mucho tiempo que Madame estaba enferma de un absceso que se le formaba en el h�gado; adem�s, ten�a muy mala salud; hasta dio a luz a un ni�o completamente gangrenado. Su marido, de quien se sospech� mucho en Europa, no fue acusado ni antes ni despu�s de este acontecimiento de ninguna acci�n que pudiera indicar su perversidad; y rara vez se encuentran criminales que s�lo hayan cometido un gran crimen. El g�nero humano ser�a infinitamente desdichado si fuese tan com�n hacer como creer cosas atroces.

Se asegur� que el caballero de Lorena, favorito de Monsieur, para vengarse de un destierro y de una prisi�n ocasionados por su conducta culpable hacia Madame, hab�a cometido esa horrible venganza.

No se tiene en cuenta que el caballero de Lorena estaba entonces en Roma, y que le es muy dif�cil a un caballero de Malta de veinte a�os, que se halla en Roma, comprar en Par�s la muerte de una gran princesa.

Es m�s que cierto que una debilidad y una indiscreci�n del vizconde de Turena fueron la primera causa de todos aquellos rumores odiosos, que todav�a hay quien se complace en despertar. A los sesenta a�os de edad, era amante de madame de Co�tquen, que lo enga�aba, como lo hab�a enga�ado madame de Longueville. Le revel� a madame de Co�tquen el secreto de Estado que se le ocultaba al hermano del rey, y ella, que amaba al caballero de Lorena, se lo cont� a su amante; �ste advirti� a Monsieur. Los m�s amargos reproches y los celos m�s terribles se ense�orearon de la casa del pr�ncipe. Las discordias se produjeron antes del viaje de Madame, y a su regreso se recrudeci� la amargura. Los arrebatos de Monsieur, las querellas de sus favoritos con los amigos de Madame, llenaron su hogar de confusi�n y de dolor. Madame, poco antes de su muerte, le reprochaba con dulces y enternecedoras quejas a la marquesa de Co�tquen las desdichas que le hab�a causado. �sta, arrodillada junto al lecho, mojando sus manos en llanto, le contest� con los versos de Wenceslao:

J'allais ... J'�tais... l'amour a sur moi tant d'empire ...
Je me confonds, madame, et ne puis rien vous dire...
Acto IV, esc. IV.

El caballero de Lorena, causante de estas disensiones, fue enviado primero por el rey a Pierre-Encise; al conde de Marsan, de la casa de Lorena, y al marqu�s —despu�s mariscal— de Villeroi, los desterraron. Por �ltimo, se vio como la consecuencia culpable de estas disputas la muerte natural de la desventurada princesa. Lo que confirm� en el p�blico la sospecha de envenenamiento fue el que se comenzara a conocer este delito en Francia, sobre poco m�s o menos, por aquel tiempo. Jam�s se hab�a empleado esa venganza de cobardes en los horrores de la guerra civil, y, por una fatalidad singular, contamin� a Francia en la �poca de la gloria y los placeres que dulcificaban las costumbres, como se introdujo en la antigua Roma durante los m�s hermosos d�as de la Rep�blica.

Dos italianos, uno de ellos llamado Exili, trabajaron mucho tiempo con un boticario alem�n de apellido Glaser, en busca de la piedra filosofal. Los dos italianos perdieron en ello lo poco que ten�an y quisieron remediar el error de su locura con el crimen, vendiendo venenos secretamente. La confesi�n, el mayor freno de la maldad humana, pero de la cual se abusa creyendo l�cito cometer cr�menes que se podr�an expiar; la confesi�n, digo, hizo saber al gran penitenciario de Par�s que algunas personas hab�an muerto envenenadas. Le avis� al gobierno, y los dos italianos sospechosos fueron encerrados en la Bastilla, donde muri� uno de ellos. Exili permaneci� all� sin enmendarse, y desde el interior de su prisi�n desparram� por Par�s sus funestos secretos, que costaron la vida al teniente civil de Aubrai y a su familia, e hicieron fundar la c�mara ardiente.

El amor fue la causa primera de estas horribles aventuras. El marqu�s de Brinvilliers, yerno del teniente civil Aubrai, aloj� en su casa a Sainte-Croix,18 [Nota 18] capit�n de su regimiento, de muy bella apariencia. Su mujer le hizo temer las consecuencias, pero el marido se obstin� en hacer residir al joven con su mujer, tambi�n joven, bella y sensible. Lo que deb�a suceder sucedi�: se enamoraron. El teniente civil, padre de la marquesa, fue lo bastante severo y lo bastante imprudente para solicitar una orden de aprehensi�n con el sello real, y para hacer enviar a la Bastilla al capit�n, a quien bastaba con mandar a su regimiento. Desgraciadamente, pusieron a Sainte-Croix en la habitaci�n en que estaba Exili. El italiano le ense�ó a vengarse. Las consecuencias —ya conocidas— hacen temblar. La marquesa no atent� contra la vida de su marido, que hab�a sido indulgente con un amor que �l mismo hab�a provocado; pero el furor de la venganza la llev� a envenenar a su padre, a sus dos hermanos y a su hermana. A pesar de todos estos cr�menes, practicaba el culto e iba con frecuencia a confesarse; incluso, cuando la detuvieron en Lieja, se encontr� una confesi�n general escrita de su pu�o y letra, que sirvi� no de prueba contra ella, pero s� de presunci�n. Es falso que haya ensayado sus venenos en los hospitales, como lo dec�a el pueblo y como se lee en las Causas c�lebres, obra de un abogado sin causas y hecha para el pueblo; pero es verdad que tuvo, lo mismo que Sainte-Croix, relaciones secretas con personas acusadas m�s tarde de los mismos cr�menes. La quemaron en 1676 despu�s de cortarle la cabeza. Pero desde 1670, a�o en que Exili comenz� a preparar venenos, hasta 1680, este delito infest� Par�s. No puede ocultarse que Penautier, recaudador general del clero, amigo de aquella mujer, fue acusado poco tiempo despu�s de haber usado sus secretos, ni tampoco que le cost� la mitad de sus bienes detener las acusaciones.

La Voisin, La Vigoureux, un sacerdote llamado Le Sage y otros traficaron con los secretos de Exili so pretexto de entretener a las almas curiosas y d�biles con apariciones de esp�ritus. Se crey� este crimen m�s difundido de lo que en realidad estaba. La c�mara ardiente se estableci� en el Arsenal, cerca de la Bastilla, en 1680, y fueron citadas las m�s importantes personas, entre otras dos sobrinas del cardenal Mazarino,19 [Nota 19] la duquesa de Bouillon y la condesa de Soissons, madre del pr�ncipe Eugenio.

La duquesa de Bouillon recibi� tan s�lo orden de comparecer, pues no estaba acusada m�s que de una curiosidad rid�cula, muy com�n entonces, que no era de la competencia de la justicia. La antigua costumbre de consultar adivinos, de hacerse sacar el hor�scopo, de buscar secretos para ser querido, subsist�a todav�a en el pueblo y hasta en los principales del reino.

Ya hicimos notar que al nacer Luis XIV fue introducido en la c�mara de la reina madre el astr�logo Morin para que hiciera el hor�scopo del heredero de la corona. Hemos visto tambi�n al duque de Orl�ans, regente del reino, interesado por esta charlataner�a que sedujo a toda la Antig�edad, y al c�lebre conde de Boulainvilliers, a quien toda su filosof�a no pudo curarlo nunca de semejante quimera. Las mismas debilidades eran muy perdonables en la duquesa de Bouillon y en todas las se�oras. El sacerdote Le Sage, La Voisin y La Vigoureux se hab�an hecho de una renta con la curiosidad de los ignorantes, que eran numeros�simos. Dec�an el porvenir y hac�an ver al diablo, y si no hubieran pasado de ah�, s�lo se habr�an cubierto de rid�culo, tanto ellos como la c�mara ardiente.

La Reynie, uno de los presidentes de la c�mara, tuvo la imprudencia de preguntarle a la duquesa de Bouillon si hab�a visto al diablo; a lo que contest� que lo ve�a en ese momento, que era muy feo y muy desagradable, y que estaba disfrazado de consejero de Estado. El interrogatorio no fue llevado mucho m�s lejos.

El asunto de la condesa de Soissons y el mariscal de Luxemburgo fue m�s serio. Le Sage, La Voisin, La Vigoureux y otros c�mplices m�s, que estaban presos, acusados de haber vendido venenos con el nombre de polvo de herencia, inculparon a todos los que los que hab�an consultado. La condesa de Soissons se cont� entre ellos. El rey tuvo la condescendencia de aconsejarle a esta princesa que, si se cre�a culpable, se alejara. Ella afirm� ser completamente inocente, pero agreg� que no le gustaba ser interrogada por la justicia. Luego se retir� a Bruselas, donde muri� a fines de 1708, cuando su hijo el pr�ncipe Eugenio la vengaba con tantas victorias y triunfaba sobre Luis XIV.

Fran�ois-Henri de Montmorency Boutteville, duque, par y mariscal de Francia, que un�a el ilustre nombre de Montmorency al de la casa imperial de Luxemburgo, c�lebre en Europa por sus acciones de gran capit�n, fue denunciado a la c�mara ardiente. Uno de sus agentes de negocios llamado Bonard, que deseaba recobrar papeles importantes que se le hab�an perdido, se dirigi� al sacerdote Le Sage para que hiciera que los pudiera encontrar. Le Sage comenz� por exigirle que se confesara y que fuera despu�s durante nueve d�as a tres iglesias distintas, en las que recitar�a tres salmos.

A pesar de la confesi�n y los salmos, los papeles no aparecieron; estaban en manos de una joven de apellido Dupin. En presencia de Le Sage, Bonard hizo, en nombre del mariscal de Luxemburgo, una especie de conjuro por el cual la Dupin deb�a volverse impotente en el caso de no devolver los papeles. No tenemos una idea muy clara de lo que pueda ser una joven impotente. La Dupin no devolvi� nada y no tuvo por ello menos amantes.

Bonard, desesperado, hizo que el mariscal le diera de nuevo pleno poder, y entre el pleno poder y la firma se encontraban dos l�neas de escritura diferente, seg�n las cuales el mariscal se entregaba al diablo.

Encerraron en la Bastilla a Le Sage, Bonard, La Voisin, La Vigoureux y m�s de cuarenta acusados; Le Sage declar� que el mariscal se hab�a dirigido al diablo y a �l para hacer morir a la Dupin, que se hab�a negado a devolver los papeles; sus c�mplices agregaban que, por orden suya, hab�an asesinado a la Dupin, la hab�an descuartizado y arrojado al r�o.

Estas acusaciones eran tan poco probables como atroces. El mariscal deb�a comparecer ante la corte de los pares y el parlamento, y los pares deb�an reivindicar el derecho de juzgarlo, pero no lo hicieron. El propio acusado se present� en la Bastilla, paso que probaba su inocencia en ese supuesto asesinato.

(1679) El secretario de Estado Louvois, que no lo quer�a, lo hizo encerrar en una especie de calabozo de seis pasos y medio de largo, donde cay� muy enfermo. Lo interrogaron el segundo d�a y despu�s lo dejaron cinco semanas enteras sin continuar el proceso; injusticia cruel con un particular y m�s condenable a�n con un par del reino. Quiso escribirle al marqu�s de Louvois y no se lo pemitieron; por fin lo interrogaron. Le preguntaron si hab�a dado botellas de vino envenenado para matar al hermano de la Dupin y a una joven a quien �ste manten�a.

Parec�a absurdo que un mariscal de Francia, ex comandante de ej�rcitos, hubiese querido envenenar a un infeliz burgu�s y a su mujer, sin que pudiera obtener fruto alguno de un crimen tan grande.

Por �ltimo, lo carearon con Le Sage y otro sacerdote llamado de Avaux, junto con los cuales se lo acusaba de haber realizado sortilegios para hacer perecer m�s de una persona.

Toda su desgracia proven�a de haber visto una vez a Le Sage y haberle pedido el hor�scopo.

Una de las imputaciones horribles que constitu�an la base del proceso era la de que el mariscal, duque de Luxemburgo, seg�n dijo Le Sage, hab�a hecho pacto con el diablo a fin de poder casar a su hijo con la hija del marqu�s de Louvois. El acusado contest�: "Cuando Matthieu de Montmorency se cas� con la viuda de Luis el Gordo, no se dirigi� al diablo sino a los Estados generales, que declararon que, para ganar para el rey menor el apoyo de los Montmorency, era necesario que se realizara esa boda".

Era una respuesta altiva, y no la de un culpable. El proceso dur� catorce meses y no se dio fallo a favor ni en contra de �l. La Voisin, La Vigoureux y su hermano el sacerdote, tambi�n de apellido Vigoureux, fueron quemados con Le Sage en la Gr�ve. El mariscal de Luxemburgo se retir� por unos d�as al campo, y volvi� luego a la corte a desempe�ar las funciones de capit�n de las guardias, sin ver a Louvois y sin que el rey le hablara de todo lo pasado.

Hemos visto c�mo tuvo despu�s el mando de los ej�rcitos sin pedirlo, y con cu�ntas victorias impuso silencio a sus enemigos.

Podemos imaginarnos los terribles rumores que hac�an circular por París todas esas acusaciones. El suplicio de la hoguera con el que fueron castigados La Voisin y sus c�mplices puso fin a las investigaciones y a los cr�menes. Esta abominaci�n encontr� adeptos entre algunos particulares solamente, y no corrompi� las costumbres tranquilas de la naci�n; pero dej� en los �nimos una funesta inclinaci�n a sospechar que las muertes naturales hab�an sido violentas.

Al igual que se hab�a cre�do en el destino desgraciado de Enriqueta de Inglaterra, se crey� despu�s en el de su hija Mar�a Luisa, casada en 1679 con el rey de Espa�a, Carlos II. Esta joven princesa parti� a disgusto para Madrid. Mademoiselle le hab�a dicho muchas veces a Monsieur, hermano del rey: "No llev�is tan a menudo a vuestra hija a la corte; ser� demasiado desgraciada en otra parte". La joven princesa deseaba casarse con Monse�or. "Os hago reina de Espa�a —le dijo el rey— �qu� m�s podr�a hacer por mi hija?" "�Ah! —contesto ella—, podr�ais hacer m�s por vuestra sobrina." Se fue de este mundo a la misma edad que la madre. Todo el mundo crey� que el consejo austriaco de Carlos II quer�a deshacerse de ella porque amaba a su pa�s, y pod�a impedir al rey su marido decidirse por los aliados contra Francia. Hasta le enviaron desde Versalles lo que se cre�a que era un contraveneno; precauci�n un tanto ociosa, porque lo que es bueno para curar un mal puede envenenar de otra manera, y no hay ant�doto general; el supuesto contraveneno lleg� despu�s de su muerte. Quienes conocen las Memorias compiladas por el marqu�s de Dangeau habr�n le�do en ellas que el rey dijo mientras cenaba: "La reina de Espa�a ha muerto envenenada con una tortilla de anguila; la condesa de Pernits y las camareras Zapata y Nina, que comieron despu�s de ella, han muerto por el mismo veneno".

Despu�s de leer esta extra�a an�cdota en esas Memorias manuscritas, cuidadosamente hechas, seg�n se dice, por un cortesano que casi no hab�a abandonado a Luis XIV durante cuarenta a�os, no sal� por completo de dudas, y me inform� por unos antiguos sirvientes del rey si era verdad que el monarca, siempre circunspecto en su conversaci�n, hab�a pronunciado alguna vez palabras tan imprudentes. Todos me aseguraron que nada era m�s falso. Le pregunt� a la duquesa de Saint-Pierre, reci�n llegada de Espa�a, si era verdad que esas tres personas hab�an muerto con la reina; me atestigu� que las tres hab�an sobrevivido largo tiempo a su soberana. Finalmente, supe que las Memorias del marqu�s de Dangeau, consideradas como un monumento precioso, no eran sino gacetillas, escritas a veces por alguno de sus dom�sticos; lo cual se nota, a mi entender, con frecuencia en el estilo y en las abundantes inutilidades y falsedades de la colecci�n. Despu�s de todas estas ideas funestas a donde nos ha llevado la muerte de Enriqueta de Inglaterra, debemos volver a los acontecimientos de la corte posteriores a su p�rdida.

La princesa palatina le sucedi� un a�o m�s tarde y fue madre del duque de Orl�ans, regente del reino. Debi� renunciar al calvinismo para casarse con Monsieur; pero conserv� siempre por su antigua religi�n un respeto �ntimo difícil de borrar cuando la infancia lo ha impreso en el coraz�n.

La desdichada aventura de una dama de honor de la reina, en 1673, dio lugar a una nueva fundaci�n. De esta desgracia nos habla el soneto Aborto, cuyos versos han sido tan citados.

Los peligros inherentes al estado de soltera en una corte galante y voluptuosa, determinaron sustituir las doce doncellas de honor que embellec�an la corte de la reina con doce damas de palacio; y en adelante la casa de las reinas se form� as�. Con esta innovaci�n la corte se hizo m�s numerosa y magn�fica, al fijar en ella la residencia de los maridos y padres de las damas, con lo que aument� la sociedad y la opulencia.

La princesa de Baviera, esposa de Monse�or, agreg� desde los comienzos brillo y vivacidad a esa corte. La marquesa de Montespan segu�a atrayendo la principal atenci�n; pero dej�, a su vez, de agradar, y los arrebatos altivos de su dolor no hicieron volver a un coraz�n que se alejaba. Sin embargo, segu�a ligada a la corte por un importante cargo, pues ejerc�a la superintendencia de la casa de la reina, y al rey por sus hijos, por el h�bito y por su ascendiente.

Se guardaban con ella todas las formas debidas a la consideraci�n y la amistad, pero esto no la consolaba; y el rey, afligido por causarle violentos pesares, y atra�do por otras predilecciones, encontraba en la conversaci�n de madame de Maintenon una dulzura de la que ya no gozaba al lado de su antigua amante. Se sent�a, a la vez, dividido entre madame de Montespan, a quien no pod�a dejar, mademoiselle de Fontange, a quien amaba, y madame de Maintenon, cuya conversaci�n le era necesaria a su alma atormentada. Es muy honroso para Luis XIV el que ninguna de estas intrigas influyera sobre los asuntos generales, y que el amor, que trastornaba la corte, no haya provocado nunca la menor alteraci�n en su gobierno. Nada prueba mejor, a mi parecer, que Luis XIV ten�a un alma tan grande como sensible.

Y creo tambi�n que esas intrigas de corte, extra�as al Estado, no deber�an entrar en la historia, si el gran siglo de Luis XIV no lo hiciera todo interesante, y si el velo de esos misterios no hubiera sido levantado por tantos historiadores, que, en su mayor parte, los han desfigurado.

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