La expansión española derivada del surgimiento y auge de Parral se tradujo en una creciente presión sobre la población indígena. La fuerza de trabajo era el asunto más delicado en este tiempo. Ya se ha hablado del repartimiento como uno de los mecanismos empleados por los españoles para hacerse de mano de obra. Los líderes o jefes de los agrupamientos indígenas se encargaban de reclutar a los hombres para organizar los períodos de trabajo en las explotaciones españolas. En el caso de las misiones, los religiosos, con no poca resistencia, cumplieron ese papel. A diferencia de Sonora, en donde el conflicto entre los propietarios españoles y los misioneros sería mucho más grave, en esta porción de Nueva Vizcaya la tensión entre los estancieros y mineros españoles y los religiosos en torno al control del trabajo indígena no llegó a tanto, tal vez porque en esta zona los españoles tenían fuentes diversas de mano de obra, mientras que en Sonora la población indígena era controlada enteramente por los jesuitas.
A pesar de que indígenas de diversos grupos se instalaron voluntariamente en asentamientos españoles, el avance español constituía una amenaza contra la forma de vida indígena. Los españoles, propietarios y misioneros por igual, soñaban con incorporarlos a la civilización europea. La presión creciente, derivada del auge de Parral, y un periodo de malos temporales de lluvia, provocaron la primera gran reacción de conchos y tarahumaras, que consumió casi una década. Esta rebeldía se sumó a la tradicional belicosidad de tobosos y salineros, grupos que se habían mantenido en constante hostilidad contra los españoles. En 1644, empero, esta hostilidad había tomado grandes proporciones. Para este año, además, ya hay noticias de que los tobosos habían incorporado el caballo, lo que mejoraba su capacidad de ataque. Al parecer varios años de sequía habían agudizado las de por sí tensas relaciones entre los españoles y los diversos grupos indígenas.
El 25 de marzo de 1645 los indios de la misión de San Francisco de Conchos se rebelaron, atacaron la iglesia, a flechazos mataron a dos misioneros franciscanos y al gobernador de los propios conchos (don José); también prendieron fuego al convento. Los alzados se dirigieron luego a San Pedro de Conchos, donde reclutaron a más rebeldes e incendiaron la misión. Los conchos del Valle de San Bartolomé e incluso los de Parral se unieron a la rebelión, asaltaron haciendas, mataron a varios trabajadores y robaron ganado. Más tarde se siguieron hacia las misiones jesuitas de Satevó y San Lorenzo, que fueron destruidas. Los misioneros jesuitas, previamente advertidos, ya habían abandonado esos lugares. En agosto de ese mismo año, el levantamiento fue sofocado y las energías españolas se dirigieron a contrarrestar a los grupos del Bolsón de Mapimí, los nómadas tobosos, salineros y demás grupos aliados. A pesar del rápido desenlace, este levantamiento de los conchos fue una sorpresa para los españoles, pues hasta entonces eran considerados leales y pacíficos; incluso varias partidas de conchos habían colaborado en la represión de tobosos y salineros.
En este levantamiento estaba presente una profunda animadversión contra los españoles, tal y como había ocurrido durante la rebelión tepehuana. Según los testimonios disponibles, los líderes de los conchos alzados, Bautista y Tomás, mostraban un odio feroz contra la ocupación española, incluida por supuesto la religión católica. A pesar de su rápida represión, el conflicto seguía latente. Los conchos, sin embargo, no se volverían a levantar sino hasta varias décadas más tarde.
Pero los tarahumaras sí se levantaron. En 1648 atacaron las misiones, jesuitas en este caso. Una vez más, Parral sirvió como centro de organización de la defensa española. Desde allí salió primero el capitán Juan Fernández de Carrión, con una fuerza compuesta por casi un centenar de españoles e indios auxiliares. Pero esta expedición no tuvo éxito y fue necesario que el mismísimo gobernador de Nueva Vizcaya, Diego Guajardo y Fajardo, acudiera a principios de 1649 a reprimir el levantamiento. Éste emprendió una feroz campaña de exterminio que incluyó la destrucción de 4 000 fanegas de maíz y el incendio de más de 300 casas. La quema de cosechas era una táctica que obligaba a los rebeldes —generalmente fugados hacia montañas inaccesibles—, a rendirse. Los tarahumaras pidieron la paz; Guajardo aceptó a cambio de la cabeza de los cuatro líderes rebeldes; los tarahumaras sólo entregaron a dos, Bartolomé y Tepox. Para abril de 1649 Guajardo regresaba a Parral dejando tras de sí una estela de odio y destrucción. Tal vez por esa razón, y temiendo nuevos estallidos de violencia, el gobernador consideró conveniente fundar una población fortificada en plena zona rebelde que fungiría como centro de control de esa área tarahumara situada en el valle del río Papigochic. La villa de Aguilar fue fundada en julio de 1649. A pesar de la oposición de propios y extraños, entre ellos el obispo de Durango, Guajardo se mantuvo firme en su proyecto de fundar esa villa militar.
La villa de Aguilar era una verdadera provocación para los tarahumaras. En junio de 1650 un nuevo levantamiento de este grupo comenzó por destruir la misión jesuita del Papigochic, donde fue ahorcado un misionero jesuita. De nueva cuenta el gobernador Guajardo avanzó desde Parral para reprimir el levantamiento. Los tarahumaras huyeron hacia Tomóchic, donde el río crecido impidió a los españoles atacar a los rebeldes. Hacia fines de año, sin embargo, el levantamiento había sido sofocado y el gobernador Guajardo retornaba a Parral. Los tarahumaras poco a poco aceptaron las paces ofrecidas por los españoles.
Pero una vez más, en febrero de 1652, los tarahumaras se rebelaron, en esta ocasión encabezados por don Gabriel Teporame. Éste no ocultaba su intención de expulsar a los españoles del territorio tarahumara. El 3 de marzo los rebeldes tomaron y destruyeron la fortificación de la villa de Aguilar, ahorcaron al jesuita Basilio y al capitán De la Vega y mataron a la gente refugiada en el lugar. La rebelión se extendió por un extensa porción del territorio tarahumara; sólo los indios de Huejotitán y San Felipe mantuvieron su lealtad a los españoles. Los rebeldes también destruyeron siete misiones franciscanas, es decir, en territorio de los conchos; por ello, algunos conchos se sumaron a los españoles para combatir a los tarahumaras alzados. En esta ocasión, la respuesta fue más tardía, porque Guajardo se hallaba en campaña contra los tobosos y demás grupos hostiles del Bolsón de Mapimí. El gobernador no llegó a la zona de guerra tarahumara sino hasta septiembre; su campaña se prolongó hasta febrero de 1653, cuando el líder Teporame fue capturado. Se le hizo juicio y el gobernador Guajardo no dudó en condenarlo a la horca, sentencia que fue cumplida el 4 de marzo de 1653, casi un año después de la destrucción de la villa de Aguilar. Esta población jamás volvería a surgir como tal.
Durante la rebelión, los misioneros jesuitas, españoles e indios pacíficos huyeron y dejaron abandonados sus asentamientos, mientras que los rebeldes se esmeraban en destruir iglesias, imágenes, crucifijos y demás símbolos de la religión española. Se deshabitaron ranchos, pequeñas explotaciones mineras, varias misiones, como las de Papigochic, San Francisco de Borja y Satevó, permanecieron abandonadas durante años.
Todo ello significó un verdadero retroceso de la ocupación española en el territorio situado al norte de Parral. La resistencia indígena, en este caso de conchos y sobre todo de tarahumaras, imponía límites a la expansión española.
Hay que comprender las razones tarahumaras. A la violencia españsola, sobre todo en términos de explotación del trabajo y de imposición de formas de vida y creencias, oponían una violencia que buscaba establecer una distancia defensiva respecto al avance europeo sobre su territorio. Los jesuitas combatían ceremonias fundamentales del entramado social tarahumara, por ejemplo, las tesgüinadas, que reunían a los habitantes dispersos, o la poligamia. Los tarahumaras parecían dispuestos a establecer relaciones pacíficas con los españoles, siempre y cuando éstos no se asentaran en sus terrenos. Como se comprenderá, esta exigencia india iba en contra de las ideas de los españoles y por ello era inaceptable. Por todo esto, las razones más profundas de la violencia permanecieron latentes aunque pasaran décadas sin noticias de nuevas rebeliones.