La nueva guerra con los nómadas tenía lugar en un territorio que era muy diferente al de un siglo atrás. Para la década de 1830 el comercio con Santa Fe se había consolidado y una numerosa aunque dispersa población norteamericana comenzaba a irrumpir en los terrenos que antes eran del dominio de un gran número de grupos indios sedentarios y nómadas. Los Estados Unidos mostraban ya una gran dinámica demográfica gracias a la enorme emigración europea, que haría que casi 40 millones de europeos se asentaran en ese país entre 1820 y 1930. Parte de esa población creciente se había dirigido a las grandes llanuras del medio oeste y de allí a Texas, Nuevo México y California.
Ese gigantesco movimiento de población tenía dos efectos que eran muy evidentes en la frontera septentrional de México en los años treinta del siglo XIX: por un lado, los grupos indígenas se veían obligados a emigrar hacia el sur, empujados por el avance del poblamiento norteamericano; y, por otro, muchos de los grupos belicosos hallaron un mercado para sus productos robados en México en esa misma expansión estadounidense. Dicho de otro modo, los apaches —y los comanches, nuevos protagonistas de este escenario violento— obtuvieron caballos, alcohol y armas de fuego a cambio de las cabezas de ganado que obtenían de sus ataques a las haciendas y ranchos mexicanos. Como se deja ver en la prohibición decretada por Calvo, algunos comerciantes mexicanos también participaban en ese comercio. El resultado fue que los apaches mejoraron enormemente su capacidad guerrera. Esta mejora, como ya se dijo, tenía lugar al mismo tiempo que cundía la desorganización general de los sistemas defensivos mexicanos y cuando se hacía evidente el enorme divisionismo político. Estos dos hechos debilitaban aún más la capacidad de respuesta del poder público y de la misma sociedad.
El gran crecimiento demográfico norteamericano —uno de los efectos más claros de la revolución industrial capitalista— contrastaba con un aumento por demás lento de la población mexicana; además, en el norte de México el crecimiento demográfico comenzaría a estancarse, si no es que a disminuir, justamente a raíz del retorno de la guerra apache. Por esa razón la población mexicana era incapaz de avanzar en la ocupación de mayores porciones del enorme territorio septentrional.
Esa incapacidad se plasmaba claramente en Texas. En 1821, como se vio, el gobierno mexicano autorizó el arribo de Colonos angloamericanos a esa provincia. El objetivo era aumentar rápidamente la población para lograr una mejor explotación de los recursos naturales —que se consideraban de una enorme riqueza y abundancia— y con ello favorecer la prosperidad nacional. Los proyectos de los Austin, Moisés y su hijo Esteban, dieron resultado: la población de Texas aumentó de menos de 2 500 en 1821 a casi 40 000 en 1836. Este crecimiento, sin embargo, no fue visto con buenos ojos por los gobernantes mexicanos, porque era evidente que la gran mayoría de la población era norteamericana y porque los principales contactos texanos eran con ciudades e intereses norteamericanos. Desde 1827, por lo menos, hubo voces en México que advertían que Texas corría el peligro de perderse; el riesgo era aún más cierto en vista del interés norteamericano por expandir su territorio, a costa de las débiles provincias septentrionales mexicanas. Con base en las recomendaciones del general Mier y Terán, el gobierno mexicano intentó contrarrestar a partir de 1830 el fenómeno de extranjerización de Texas enviando soldados y colonos mexicanos. Pudo hacer lo primero, pero no lo segundo.
Al establecerse la primera república centralista en 1835-1836, los texanos decidieron independizarse de México. Desde tiempo atrás habían buscado separarse de Coahuila y de su capital, Saltillo, y formar un nuevo estado de la república mexicana. En ese sentido los colonos texanos coincidían con los grupos políticos de buena parte de las entidades septentrionales que apoyaban el sistema federalista, es decir, la república compuesta por estados libres y soberanos. Al imponerse la república centralista, mediante las Siete Leyes, los estados fueron sustituidos por departamentos, cuya autoridad recaía en un gobernador que era nombrado por el presidente de la república; además, el poder legislativo, que se organizaría en una junta departamental, quedaba reducido a una mera instancia de consulta del ejecutivo estatal. Ante eso, los colonos texanos no vieron ninguna posibilidad de sostenerse como parte de la república mexicana. La guerra estalló, y a pesar del esfuerzo militar mexicano, encabezado por el inefable Santa Anna, los texanos lograron su objetivo: en 1836 nacía la república de Texas.
Los acontecimientos texanos no tuvieron un efecto directo en Chihuahua. Pero sí se padecería su secuela. Por principio de cuentas, en 1837 una fuerza militar chihuahuense, comandada por el coronel Cayetano Justiniani, tuvo que trasladarse a Nuevo México para sofocar una rebelión que parecía tener un trasfondo texano. Esa rebelión le costó la vida al gobernador local, el general Albino Pérez. En 1841, y una vez más en 1843, las fuerzas chihuahuenses acudieron nuevamente a Nuevo México para combatir a dos expediciones texanas que intentaban controlar el comercio de Santa Fe. Texas se mantuvo como república independiente entre 1836 y 1845. Cuando se incorporó a los Estados Unidos, la guerra entre este país y México fue inevitable.
Los pobladores sedentarios de Chihuahua resintieron una creciente belicosidad de los "bárbaros", que fue atribuida por algunos sectores del gobierno mexicano a la ayuda texana y norteamericana. Lo cierto es que desde 1836 Chihuahua vivió años de gran precariedad. La guerra contra los apaches consumía los escasos recursos públicos. Algunos extrañaban las grandes sumas que el gobierno colonial invertía en la defensa del septentrión. El Supremo Tribunal de Justicia fue cerrado por falta de fondos, los burócratas y soldados dejaron de recibir sueldos y hasta el Periódico Oficial fue clausurado durante nueve meses. Algunos de los vecinos más ricos de la capital, como Ángel Trías y el francés Esteban Curcier, organizaron por su cuenta una suscripción pública para sostener una sección de 100 hombres armados mientras durara la guerra. Numerosos ranchos y pequeños poblados mineros y ganaderos fueron abandonados a causa de los ataques constantes de los nómadas. Poca gente se arriesgaba a salir sola a los caminos, por temor a ser víctima de robos o incluso sufrir heridas y muerte por parte de los apaches. El "camino de la plata", entre Jesús María y Chihuahua, era constantemente atacado. Como parte de esa crisis general, las escuelas de varios poblados dejaron de funcionar. En Buenaventura, en 1836, hubo una intentona de sublevación de varios vecinos que se hallaban desesperados ante la falta de apoyo gubernamental para enfrentar a los apaches. El gobierno general, alegando la organización de una campaña para reconquistar Texas, era insensible a las solicitudes de ayuda que le formulaban no sólo Chihuahua sino los demás estados norteños asolados por los ataques de los nómadas.
En diciembre de 1839 el gobernador José María Irigoyen tomó una decisión difícil: contratar a un ejército privado para combatir a los nómadas. Al mando del irlandés Santiago Kirker, es fuerza compuesta por 200 hombres haría la guerra a los apaches durante cuatro meses. Kirker recibiría un sueldo de cuatro pesos diarios y los soldados de cuatro reales. Para financiar este gasto, el gobernador tuvo que fijar una contribución extraordinaria de 100 000 pesos a los habitantes del estado, además de reducir los sueldos de los empleados gubernamentales. Esta contratación, que ilustraba con elocuencia las dificultades creadas por la guerra vieja que ahora retornaba, fue cancelada en mayo de 1840 por el nuevo comandante militar.
Este nuevo funcionario era el general Francisco García Conde, un militar de 36 años originario de Arizpe, Sonora, hijo de Alejo García Conde, el último comandante militar de la Nueva Vizcaya. Con el apoyo de la junta departamental, el presidente de la república lo designó más tarde gobernador del departamento. A pesar de su carrera militar, García Conde no comulgaba del todo con el belicismo de algunos sectores, expresado por ejemplo por José Agustín de Escudero. Éste decía en 1839:
¿Ciento cincuenta mil habitantes se retirarían ante un puñado de enemigos, que ni llevan el símbolo de la cruz, ni conocen la civilización ni son otra cosa bajo un símbolo humano que la fiera del desierto?
"Guerra a muerte a los apaches" era la divisa de Escudero y de otros. Pero García Conde, buen conocedor de la estrategia española, insistió en el arreglo de pactos y tratados de paz con los apaches, cosa en la que logró buenos resultados, aun a pesar del gasto tan grande que implicaba la dotación de raciones y subsidios a los indios pacificados.