La economía de los pueblos de los valles de México y Toluca, que actualmente forman el Estado de México, tuvo su base en la agricultura y se organizó principalmente en unidades productivas conocidas como haciendas. Esta forma de propiedad territorial fue la riqueza más prestigiada a principios del siglo XVII. La palabra hacienda, tan usual a principios de la Colonia, significaba haber o riqueza personal en general y con el tiempo pasó a designar una propiedad territorial de importancia. Así, de ser la unidad económica por excelencia en la Nueva España se convirtió en una unidad autosuficiente; atrajo a los pueblos indios y otra población dispersa se fue asentando también en las haciendas; mantuvo servicios religiosos y aprovisionamiento seguro.
Desde mediados del siglo XVI la encomienda inició su decadencia como primera institución económica. No sólo habían quedado muchos españoles desprovistos de ella, sino que el sistema de tributo y servicios resultó insuficiente para el abastecimiento de las ciudades. Muchos españoles iniciaron la explotación de empresas agrícolas y ganaderas. Por otro lado, las grandes extensiones de tierras que los indígenas dejaron vacantes permitieron su aprovechamiento para la agricultura española, que inició un franco movimiento de expansión.
Muy pronto el valle de Toluca se convirtió en una zona de gran producción ganadera. Aunque se criaban caballos, bovinos y ovinos, fue esta última especie la que alcanzó mayor preponderancia, sobre todo en los pueblos de la parte norte de la región. En Toluca los ganaderos locales, agrupados en la asociación conocida como la Mesta, se reunían anualmente en agosto para sesionar. A principios del siglo XVII Toluca empezó a adquirir fama por la producción de jamones y chorizo.
La vida económica se vio afectada por diversas epidemias que causaron verdaderos estragos en 1531,1545, 1564 y otros años en las zonas de mayor población. La más terrible de todas, para el valle de México y de Toluca, fue tal vez la de 1576-1577, que acabó con poblaciones enteras. En 1588 las regiones de Tlaxcala, Tepeaca y Toluca sufrieron un nuevo azote. Esta vez la reducción imprudente ordenada por el virrey Conde de Monterrey agravó aún más la mortalidad entre los indígenas. Los pueblos más afectados tuvieron que vender sus tierras para pagar los tributos reales presentes y pasados. Varios caciques aprovecharon la situación para invadir terrenos que después ofrecían a los españoles, amparados con compras ficticias o asegurando que se trataba de sitios abandonados.
Deseosos de tierras, los personajes poderosos ejercieron su influencia para que las autoridades reales dieran licencia a las "pobres viudas" o a gente sin recursos para poder vender sus propiedades. Hacia 1588 el virrey Marqués de Villamanrique derogó algunas de las restricciones para vender. El propietario, para ser considerado dueño, debía cultivar la tierra por un plazo de cuatro, cinco y hasta ocho años. A pesar de estas normas, en el siglo XVII era frecuente otorgar una merced real de tierras acompañada de una licencia de venta.
El Consejo de Indias, mediante cédula de 1615, ordenaba al virrey vender en subasta pública nuevas mercedes de tierras con la condición de que los compradores se obligaran a reconfirmar sus títulos ante la Corona. "A los españoles que hubieran usurpado tierras, se les podía aceptar el pago de una composición moderada en caso de que desearan conservarlas", si no, se venderían en subasta pública.
El conde de Salvatierra (1642-1648) al ver que las órdenes de su antecesor, el marqués de Cadereyta, no lograron recabar el dinero esperado, despachó nuevas comisiones para medir las tierras y averiguar su riego. El fruto de este trabajo empezaba a llegar a la metrópoli medio siglo después de la orden original.
Esta política se sintió con más fuerza en las zonas de mayor población, como los valles de México y Toluca. Los corregidores, alcaldes mayores o sus tenientes y los jueces de congregación ejercieron la función de jueces demarcadores de tierras.
A mediados del mismo siglo, en 1643, se dispuso que todas las posesiones que no contaran con títulos legítimos serían consideradas tierras de realengo y, por ende, puestas en subasta pública. Para que una tierra fuera designada de realengo, se verificaba si reunía o no las características que las mercedes de población estipulaban. Se investigaban las sementeras y el número de ganado, mediante testimonios indígenas y de cualquier otra persona interesada, presentándose tanto títulos de propiedad como códices que relataban la historia del lugar.
El punto de vista de los dueños era que cada propiedad tenía su propia historia. Los propietarios de títulos legítimos poseían todo el derecho de disfrutarlos sin estar obligados a realizar una recomposición; en cambio, las propiedades ilegítimas o ilegales se obligaban a la composición o pago de acuerdo con la calidad y cantidad de las tierras y aguas. Claro que los poseedores de esas tierras tenían el derecho de ofrecer a la Corona una cantidad, a su parecer, de acuerdo con el valor real, a fin de legalizar los títulos.
Este mecanismo, llamado composición, lejos de lograr el éxito fue rechazado por los propietarios españoles, quienes se oponían a la investigación cuando carecían de títulos, como era frecuente. Asimismo, ejercían su influencia para evitar que sus terrenos fueran medidos, o si ya se habían recompuesto, de acuerdo con la ley, pedían que se anulara esa disposición.
Pronto lograron que la Corona expidiera dos mercedes: una que exceptuaba la medición de la tierra mediante el pago de una cuota, y otra para amparar a los dueños de haciendas de cierto prestigio en la región, por ser descendientes de conquistadores o formar parte de la clase social alta.
A mediados del siglo XVII, las composiciones tuvieron su punto culminante cuando los poseedores de tierras recibieron mercedes definitivas de sus propiedades que habían usufructuado con títulos irregulares o por tradición familiar, iniciando de este modo la fijación exacta de los linderos.
Esta recomposición de la propiedad llevó al establecimiento de las haciendas en las mejores tierras del Estado de México; se ejecutaron expropiaciones parciales y, en ciertos casos, totales, de las comunidades y de otros habitantes anteriores. La tierra era fértil, el agua no escaseaba y la mano de obra, a pesar de las epidemias, abundaba. Se aunaba a esto los medios de comunicación, que permitían la circulación de mercancías entre la capital del virreinato y los valles de Toluca y México. La tierra cobró un interés inusitado. Algunas familias aristocráticas de la región se vieron favorecidas con la expedición de títulos legales. Utilizando su poder político y social, así como sus influencias locales, lograban adquirir terrenos por un precio muy reducido y con muchas concesiones. En cambio, los poseedores de tierras sin influencia tuvieron muchos problemas para componer su parcela.
La mayoría de las propiedades, urbanas o rurales, adquiridas por las familias del valle de Toluca datan de finales del siglo XVI y principios del XVII, cuando la propiedad se adquiría por gracia o por compra a españoles que se deshacían de sus mercedes.
La hacienda comenzó a ser la institución económica central de México, pues se fue extendiendo más y más sobre los territorios baldíos y sobre aquellos que pertenecían a las comunidades indígenas y a otras corporaciones. Los indios, cercados en sus pueblos por los ganados y los cultivos de los españoles, se hicieron pleitistas y maliciosos; entre demandas de protección y amparo en las tierras de la comunidad y procesos interminables, vivían los pueblos gastando sus recursos, liquidando sus haberes. La tierra aumentó considerablemente de valor y llegó a ser el objeto más importante para naturales y españoles; los ocupantes de ella, siempre obligados a defenderla, poco a poco se fueron convirtiendo en sus poseedores reales, no siempre legales, y así surgieron los grandes señores de la tierra.
El éxito económico de la hacienda de todas maneras es inconcebible sin su articulación con la comunidad indígena. La hacienda captó y utilizó el conocimiento milenario de los agricultores nativos en el manejo de las plantas, de la tierra y del agua, y el empleo directo e indirecto de su fuerza de trabajo de manera casi ilimitada.
Las tierras otorgadas a indios y a españoles durante los siglos XVI y XVII mediante mercedes reales fueron adquiriendo diversos matices. Las de los indios conservaron su calidad de concesiones públicas; en cambio, las de los españoles se convirtieron en propiedades privadas, dando lugar a la concentración de grandes extensiones de tierra.
Para el siglo XVIII los diversos elementos de la economía de los valles de México y de Toluca, así como de las zonas aledañas y circundantes, se encuentran en pleno desarrollo después de haber asistido a un intenso proceso de formación y constitución del sistema económico general. Estos elementos se manifestaron con intensidad y dinamismo variable, aunque en realidad el sector agrario siguió siendo el dominante en el conjunto de la economía regional del centro de México. Había tomado su configuración definitiva con base en la expansión del latifundio y la proliferación de ranchos que se extendían entre los pueblos de indios y las tierras de comunidad, después de ese largo proceso de despoblación indígena que hizo posible, entre otras cosas, el acceso de españoles y criollos a las tierras antes ocupadas por las comunidades.
Concretamente en el valle de México, si bien los títulos de las haciendas muestran que los virreyes realizaron las concesiones originales a partir de tamaños relativamente pequeños, la población española, por su lado, empezó a comprar tierras aledañas y a dar el perfil definitivo que tuvo la propiedad agraria a finales del periodo colonial. En general, se calcula que alrededor de 160 haciendas surgieron en el valle en este lapso, mientras que para el valle de Toluca se contabilizaban alrededor de 84 haciendas y ranchos, de acuerdo con la información de los registros del diezmo; sin embargo, para toda la Intendencia de México se calcula que en 1810 existieron 821 haciendas, 864 ranchos pequeños y 57 estancias.
En el caso del valle de México, las haciendas tendían a ubicarse alrededor de las laderas del valle, fuera de la región lacustre, pues estaban distribuidas equitativamente en la zona de Chalco y en los lados este y oeste del valle, y casi no existían en la jurisdicción de Xochimilco. Por otro lado, el número relativamente pequeño que se observa hacía el norte de Zumpango y Xaltocan era consecuencia de la extensión considerable de las haciendas jesuitas de Xalpa, Santa Lucía y San Xavier.
De todas maneras, las haciendas de ambos valles se orientaron al abastecimiento del mercado de la ciudad de México y fueron la base de la oligarquía concentrada en la capital, aunque también la población minera y la provincial absorbió, secundariamente, una parte de la producción hacendaria, además de los propios trabajadores de las haciendas. En general, las haciendas de los valles centrales combinaron la producción de cereales con la cría de ganado y la producción de pulque, muchas veces creando complejos socioeconómicos amplios. Su funcionamiento estuvo a cargo de los mayordomos o arrendatarios, quienes tenían contacto con los indígenas y no con los hacendados que fungieron como empresarios, financieros aislados de la sociedad indígena por su riqueza, gusto, costumbres, preferencia y cultura.
En la base, en cambio, los trabajadores de la hacienda mantenían un estatus
cambiante de acuerdo con la actividad productiva predominante. Por ello hubo
trabajadores fijos y permanentes y otros movibles o temporales, para quienes
la hacienda fue una alternativa menos coactiva en relación con lo que habían
sido o eran la esclavitud, la encomienda, el repartimiento o los obrajes. De
hecho, la hacienda, según Gibson, no tuvo necesidad de poner en práctica mecanismos
de presión, pues su propia expansión y desarrollo ofreció soluciones a la incorporación
de trabajadores que eran difíciles de encontrar en otras partes, ya que a fin
de cuentas
la hacienda significaba una vivienda y un modo de vida. En condiciones que permitían sólo pequeños márgenes entre el ingreso y el sustento, la hacienda era una institución de crédito que permitía a los indígenas retrasarse libremente en sus obligaciones financieras sin perder su empleo ni incurrir en castigos.
Estas ventajas, por otra parte, parecen explicar el desarrollo extensivo del peonaje, la multiplicación de rancherías e incluso de pueblos en los límites de la hacienda y, además, la casi total ausencia de levantamientos indígenas en contra de aquélla. A su vez, las haciendas fueron una fuente adicional de ingresos para la gente de los pueblos cercanos, dado que proporcionaban empleo temporal a trabajadores necesitados de dinero y, para muchos indígenas que habían perdido sus tierras, fue una opción frente al hambre, el vagabundeo o el abandono de sus familias.
En general, las haciendas de los valles centrales de México no estuvieron alejadas de la dinámica que presentó la propiedad agraria de otros espacios del país. Según Chevalier, es indudable que la hacienda tradicional del siglo XVII y de la primera mitad del XVIII se transformó profundamente al final del periodo colonial, al menos en las partes más ricas y pobladas, debido, particularmente, al incremento rápido de la población, a la existencia de intercambios más dinámicos y al papel desempeñado por un Estado central más fuerte. Con todo, Revillagigedo atestiguaba que la "mala repartición de las tierras es todavía un obstáculo al progreso de la agricultura y del comercio en estos reinos".
En el conjunto de las haciendas que funcionaron en los valles de México y Toluca se destacan las que fueron propiedad de la Compañía de Jesús. Del total de haciendas que se registran como propiedad de esta orden, 50% se ubicó en el territorio que actualmente corresponde al Estado de México. En general, la forma en que los jesuitas adquirieron sus riquezas fue muy variada, destacándose particularmente las donaciones de tierra a través del sistema de mercedes reales o por concesiones dadas por los cabildos; luego las donaciones que hicieron los grandes hacendados; también figura la adquisición de tierras mediante el conocido sistema de las composiciones; por herencia y compra-venta o litigios y, finalmente, las donaciones que de sus tierras y sus bienes hicieron los clérigos o miembros de la Compañía.
Al momento de su expatriación, ocurrida en 1767, la Compañía de Jesús detentaba en el arzobispado de México la propiedad de 40 haciendas, 53 en el obispado de Puebla, dos en el de Oaxaca, 13 en el de Valladolid (Michoacán), tres en el de Guadalajara y 10 en el de Durango. En total fueron 121 las haciendas de su propiedad, de las cuales 20 se ubicaron en los valles de México y Toluca, que fueron destinadas a una serie de cultivos y producciones que, a diferencia de las otras órdenes, estuvieron orientadas al incremento de sus propios latifundios, al desarrollo de sus rentas, al incremento de sus capitales y, en general, a la multiplicación de sus recursos con el objeto de consolidar su prestigio y sostener sus colegios y misiones.
Algunas de las haciendas jesuitas tenían grandes extensiones de terrenos, como Santa Lucía, que llegó a reunir aproximadamente 150 000 hectáreas y se extendió por lo que actualmente son los estados de Hidalgo, México y Guerrero; en tanto, La Gavia se extendía a lo largo de 179 826 hectáreas y las de Xalpa y Temoaya sobrepasaron las 14 000. Toda esta gran extensión en general estuvo sometida a un planificado y racionalizado sistema de explotación que tomó en consideración el tipo y clima de la propiedad, el mejoramiento de técnicas y la renovación de los instrumentos de trabajo.
Más allá de la consolidación y extensión del latifundio jesuita, la dinámica general que siguió la hacienda mexiquense en el siglo XVIII es de constante movimiento y penetración en las tierras de los pueblos indígenas, a la vez que su funcionamiento inducía a éstos a trabajar en ella, incorporándolos como gañanes. De esta forma, en el siglo XVIII las mercedes virreinales y las disputas legales sobre la posesión de las tierras fueron las que determinaron los límites de la mayoría de la propiedad indígena privada. Así, un cacique o principal que hubiera disfrutado de un título virreinal formal o que poseyera una decisión a su favor por parte de la Audiencia, tenía la posesión legal similar a la de cualquier propietario blanco. Consecuentemente, el origen indígena de las tierras del cacicazgo dejó de tener vigencia y cayeron éstas de manera directa en el ámbito del derecho español. Al finalizar el periodo colonial, los caciques y los propietarios españoles podían ser mestizos y sus intereses en relación con las comunidades muy semejantes. Por ejemplo, el cacicazgo de Alva Cortés en Teotihuacan y el de Páez de Mendoza en Amecameca se convirtieron en posesiones diferentes de las haciendas españolas sólo por su origen, pero eran semejantes en relación con el acceso al mercado, en la renta de tierras a gente de otros lugares y en los pleitos con las comunidades; asimismo, heredaban sus posesiones a sus descendientes.
En resumen, toda la historia de las relaciones establecidas entre haciendas y comunidades indígenas se caracterizó por un continuo intercambio de presiones y contrapresiones, que a la larga fue ventajoso para los hacendados. Al menos en el valle de México, los indígenas trataban de defender en su beneficio los límites de sus pueblos construyendo al final o al filo de éstos sus viviendas temporales, logrando el beneficio de las 500 y luego 600 varas adicionales de tierras que debían adjudicarse a partir de la última casa del pueblo; sin embargo, esta protección fue suprimida por la oposición de los hacendados que presionaron para que las 600 varas se midieran desde el centro del pueblo. De hecho, en el siglo XVIII este territorio adicional se extinguió.
Así, la vida del poblador mexiquense de los valles de México y de Toluca se
caracterizó por una organización inserta en el entorno rural como soporte del
abastecimiento de la capital, los centros mineros y las poblaciones menores
de ambos valles. De sus tierras cualquiera que haya sido su sistema de
organización de la propiedad salieron productos fundamentales en la dieta
del hombre de la meseta central. El maíz, sin duda, fue el producto más importante
de la agricultura. Por ello se decía que en verdad los "indios comían bien cuando
el maíz era abundante y se morían de hambre cuando el maíz era escaso". Por
ejemplo, la severa helada de 1785 desató una de las crisis más desastrosas en
toda la historia de la agricultura colonial, al producir una aguda escasez al
año siguiente y hacer subir los precios del maíz hasta niveles nunca vistos:
el comercio indígena declinó, así como la manufactura y el trabajo. La decadencia afectó las ofertas y elevó los precios de la carne, el trigo y los frijoles [...]. Los indios comían raíces y hierbas en 1786 y vendieron sus animales y otras posesiones. El hambre vino aparejada con la enfermedad. Con la agricultura en crisis, la población indígena vagaba por el campo, moría en los caminos y huía a México en busca de un modo de ganarse la vida y el sustento.
Pero cuando los tiempos eran buenos, la extensión de las siembras y su cosecha
no era despreciable. Según Humboldt, sólo el valle de Toluca cosechaba al año
más de 600 000 fanegas a lo largo de 30 leguas cuadradas, en una proporción
que se calculaba en 150 por uno.
También fue importante la producción de pulque en la región de los valles de México y Toluca, aunque más en el primero que en el segundo. Los centros encargados de su elaboración en el siglo XVII se extendían a través de las regiones secas del norte, particularmente en Tequisquiac, Acolman, Chiconautla, Tecamac, Ecatepec, Jaltocan, Teotihuacan, Tequisistlán y Tepexpan, aunque también se producía en las zonas fértiles alrededor de Cuautitlán y Otumba, así como en las comunidades situadas hacía el sur, como Chalco, Tlalmanalco, Amecameca y Xochimilco. Cuautitlán, especialmente, era una de las zonas más fértiles del valle por sus suelos ricos y por su río, el cual, a fines del siglo XVIII, se había convertido en uno de los pocos que se mantenía con corriente y no se secaba durante el invierno. Esta característica física determinó que la producción del pulque se haya organizado como empresa con base en sus grandes utilidades y no como fruto de la erosión y aridez del suelo que padecían otros lugares. Por esta razón los mercados de Cuautitlán frecuentemente eran transitados por una gran cantidad de comerciantes, viajeros, muleros y otros agentes encargados del abastecimiento de las zonas mineras y rancheras del norte.
Por otra parte, los indígenas también cultivaron el frijol, la chía, el huautli (una especie de amaranto), el chile, la cebada y el tomate. Las habas se adoptaron de los españoles, así como la col, las alcachofas, la lechuga y los rábanos. A éstos se sumaron el nopal, las aceitunas y los productos no agrícolas, dada la abundancia de recursos. En el valle de México la sal, la pesca, la caza y la cría de animales fueron fundamentales; asimismo el consumo de bebidas no tóxicas, como el cacao. La producción de carne, en el valle de Toluca, ocupó un lugar importante, y para mediados del siglo XVIII se había intensificado, especialmente en torno a los productos que se obtenían del ganado de cerda, de los cuales se decía al terminar el período colonial "que eran muy estimados" y que las dos clases de cerdo que se conocían traídas de Filipinas y Europa " se han multiplicado muchísimo en el altiplano central, en donde en el valle de Toluca hacen un comercio de jamones muy lucrativo".
En general puede apuntarse que el cultivo y abastecimiento de los productos agrícolas, los usos tradicionales y las innovaciones marcaron gran parte de la relación entre el sector español y el indígena. En este movimiento las instituciones españolas se extendieron de manera dominante y absorbieron las formas de producción indígena, cuya agricultura tradicional persistió en la medida en que las comunidades pudieron conservar sus tierras; éstas, sobre todo las más fértiles y productivas, eran precisamente las tierras que más gustaban a los españoles, por lo cual su ocupación fue la que marcó los cambios más importantes que repercutieron directamente en la producción indígena.
Pero si bien el espacio mexiquense, tan amplio y heterogéneo, fue predominantemente agrícola y ganadero hasta constituirse en uno de los abastecedores más importantes de los centros mineros del norte, tampoco careció de minas, que se ubicaron en el sur del actual Estado de México, aunque en el siglo XVIII habían perdido la pujanza que originalmente tuvieron en el siglo XVI. Con todo, a fines del mismo siglo se decía que si bien la gente de Temascaltepec y Sultepec como de Metepec y Malinalco "se aplican regularmente al oficio de arrieros [...] la mayor parte son mineros de plata que producen bastante utilidad". Tal vez por esto en 1788-1789 los centros mineros mexíquenses ocupaban el cuarto lugar en la producción de plata quintada, con 1 055 000 marcos, después de Guanajuato, que producía para entonces 2 469 000, San Luis Potosí 1 515 000 y Zacatecas 1 205 000; pero siempre sobre Durango, que llegaba a 922 000; Rosario, 668 000; Guadalajara, 509 000; Pachuca, 455 000; Bolaños, 364 000; Sombrerete, 320 000, y Zimapan, 248 000.
Al despuntar el siglo XIX los centros mineros de Taxco y Temascaltepec además de Copala no parecen atravesar por una buena situación, al parecer no sólo por el agotamiento de sus yacimientos, sino por la falta de mercurio, monopolizado por los mineros de Guanajuato y Real del Monte, al decir de Humboldt.
El sector textil, por su parte, revelaba los desajustes de la presión poblacional sobre los recursos naturales y ofrecía al poblador mexiquense una alternativa para su subsistencia en varios puntos o zonas de su amplio y diverso mundo, atraídos principalmente por el crecimiento del gran mercado de las provincias internas y de su propio mercado.
Antes del siglo XVIII Texcoco fue uno de los centros textiles más afamados en la producción de tejidos de algodón y lana, primero en torno a los obrajes, que se extinguieron a principios del siglo XVIII, y luego mediante el sistema doméstico.
Más tarde, en 1740, Villaseñor y Sánchez advertía que "Texcoco, que antes y después de la Conquista se mantuvo en la opulencia, hoy se halla exterminado por falta de comercio". Sólo dos pueblos de su jurisdicción trabajaban tejidos de lana: Chiconcuac y San Salvador Atenco. Para 1780 lo único que quedaba eran tejedores de algodón que entregaban su producción a las tiendas de la ciudad, "exigiendo un peso del tendero por su manufactura, puesto que él les suministraba el hilado", para las piezas de algodón.
Como en otros lugares del país, la producción estaba articulada por los comerciantes. El tendero entregaba el hilado al tejedor por peso y le pagaba el importe de la manufactura, que era por lo general de ocho reales. Una pequeña parte de la producción era vendida directamente en el tianguis por algunos tejedores, quienes para evadir el pago de la alcabala empleaban indígenas, que estaban exentos de dicho impuesto.
De esta manera, tanto el tejedor del campo como el de la ciudad se acogían a un trabajo complementario para poder subsistir cuando los ciclos agrícolas lo permitían, en el primer caso, y como un trabajo principal, y de características urbanas, en el segundo. A estas modalidades se añadía la producción obrajera ya mencionada y la originada en el interior de la comunidad indígena para su autoconsumo. Sin embargo, no sólo fueron los oficios textiles los que ocuparon la atención del mexiquense de entonces; toda una gama de artesanías caracterizó su actividad, entre la que destacó el trabajo de la cerámica que hasta la actualidad ha sobrevivido y se ha multiplicado.