Amado Nervo (1870-1919), el famoso poeta nacido en Tepic, cantó "La aventura de Don Pascual".
En aquellos tiempos que vieron mi nacimiento y mi infancia, con lo
cual dicho está que no vieron gran cosa, el Occidente del país andaba muy
revuelto con especialidad el que hoy se llama Territorio de Tepic, disputado
sin tregua por los federales y los "lozadeños" y nido de inquietos caciques
que tenían a todo el mundo con el Jesús en la boca. A cada momento, una irrupción
repentina de indios ponía el pánico en los corazones, y las gentes pacíficas,
al grito de "¡Ahí vienen!", con un a agilidad ya habitual a fuerza de ejercitada,
echaban mano de lo mejorcito que tenían: alhajas, sedas, recuerdos de familia;
lo metían en los viejos baúles de alcanfor, cubiertos de cuero ornado éste
con intrincados follajes, y claveteados de cobre, y lo enviaban a los consulados
o al curato. Pasado el susto, casi todo permanecía empacado por miedo a las
subsecuentes sorpresas, y aquellos baúles viajaban cuando menos, cuatro veces
al mes. Las familias mismas solían refugiarse en los consulados, y recuerdo
que el alemán, que era el preferido como asilo, y que estaba instalado en
un caserón céntrico, solía albergar hasta veinte familias, que se la pasaban
ahí lo mejor que podían. Mientras se averiguaba si la ciudad quedaba por Corona
o por Lozada, las familias bailaban, jugaban juegos de prenda, y tenían serenata
los jueves y los domingos, sí, señor, porque no faltaba quien arreglase una
música para amenizar los ocios de los refugiados, en el gran patio, convertido
en parián gracias a los vendedores ambulantes. ¡Oh! os aseguro que no se fastidiaba
uno en los consulados... Para los muchachos, aquella situación era ideal.
En cuanto que una voz de alarma gritaba: "¡Ahí vienen!", grito al que hacia
coro el estruendo de las puertas de las tiendas que se cerraban, el maestro
los despachaba a sus casas, y mientras se ponía en limpio si vencían los tirios
o los troyanos, no había escuela. Pero no paraba ahí todo a la primera alarma,
las fruteras del portal echaban a correr desesperadamente, llevándose en su
precipitación la fruta que podían: el resto era para los escolapios atrevidos.
Figúrense ustedes si aquel estado de cosas no sería la beatitud suprema para
ellos...
Espectáculos familiarísimos de tan venturosos tiempos de préstamos forzosos
eran los asaltos a las casas particulares y aún los bombardeos de los zaguanes,
cuando los habitantes se resistían a entregar sus caballos: y previendo esto,
fortificaba todo bicho viviente sus portones, atracándolos con cuanto palo
había en el corral, y robusteciendo su resistencia con sacos de arroz, en
que se embotaban las balas de los cañones.
No acababa con esto la táctica: el jefe de la casa con sus mozos al primer
grito de alarma trepaba a los que pomposamente llamaban "las alturas", es
decir, a la azotea, o se congregaba con los principales vecinos en la torre
de la parroquia, concertándose con ellos para defender el centro de la ciudad.
Ah! Los que no alcanzaron tiempos tales y viajan ahora en Pullman y almuerzan
en restaurantes alumbrados por luz eléctrica, y sólo ven como en panorama
las asperezas de las montañas que la máquina perfora y ladea, no pueden darse
cuenta de lo que fueron aquellos tiempos.
en que Rocha ya andaba por el mundo
y ya no eran de chispa los fusiles...
Pero donde el romanticismo del bandidaje llegaba al colmo del encanto era
en el camino de Tepic a Guadalajara, digno de usurpar la fama de Sierra Morena,
de los Balcanes, de Sicilia y de Córcega, con Maffia y todo. Había y hay en
este camino, un monte denominado de los Cuartos, no sé por qué (acaso porque
en él hacían cuartos a los viajeros), y sin excepción, en cada viaje, a eso
de la medianía del monte, en medio del silencio interrumpido sólo por el ansioso
rechinar de la diligencia, se oía este grito, ya familiar a todo el mundo:
"¡Alto y azorríllense!..." Inmediatamente los cocheros obedecían: el sota
saltaba del pescante, abría las portezuelas del coche y hacía a los bandidos
un signo que indicaba que podían comenzar a desvalijar a los señores pasajeros.
Éstos por su parte resignados ya de antemano al despojo, se habían ido quitando
los trajes hasta quedar en ropas menores, que era regularmente lo que se les
dejaba; habían dado, para que las escondiese en las medias, sus alhajas al
cura, si había alguno en el coche, lo cual era magna fortuna, y se azorrillaban
humildemente, esperando con estoicismo el fin de la aventura para continuar
el camino. Los bandidos, después de abrir los baúles de la zaga y tomar lo
que creían conveniente, después de dejar en camisa a los viajeros, besaban
la mano al cura, le pedían su bendición, y se internaban en el monte silbando
tal o cual cancioncilla de actualidad; entre otras, aquella que decía:
Isabel ¿eres hombre?
No, señor; soy mujer;
pero tengo valor
de morir o vencer...
Generalmente, en lo que he contado paraba todo lo del asalto; pero a veces
la cosa se complicaba especialmente cuando los federales fusilaban a cinco
o seis bandidos lozadeños y éstos eran en general objeto de rigurosas persecuciones.
Entonces las represalias ejercidas llegaban a los más grandes horrores; las
mujeres, en presencia de sus maridos atados a los árboles, eran violadas por
aquella canalla; los hombres eran mutilados, martirizados, y morían oyendo
los insultos más soeces. En una de estas temporadas de represalias comienza
mi sucedido, héroe del cual fue don Pascual Buendía, persona especialísima
quien voy a presentar a mis lectores.
Don Pascual Buendía, comerciante de la cabecera del séptimo Cantón, era, sobre
todo, una persona formal, de una seriedad proverbial en toda la comarca, donde
lo mismo decía: "Hasta que se rió don Pascual".
Como a Jesucristo, según la tradición romana, "jamás se le vio reír", aunque
tampoco se le vio llorar. Era, de palo, y de buen palo. En la ciudad había
desempeñado cargos importantes: había sido Juez de lo civil, y hasta Presidente
del Ayuntamiento varias veces.
Se pintaba el bigote y usaba bastón de ébano con amatista, cosas que acrecían
extraordinariamente su importancia. Tenía tienda de ropa, carretela, y casa
propia y otras cosas que lo hacían más serio y respetable aún. Bueno; pues
este don Pascual tuvo que hacer en aquellos días un viaje a Guadalajara, y
comprendiendo lo aleatorio de su seguridad en el camino, especialmente en
el Monte de los Cuartos, llevó consigo la menor cantidad de equipaje posible.
En el Monte de los Cuartos aguardaba, en efecto, una cuadrilla de la peor
laya que pueda verse, y que, por desgracia, acababa de ser muy duramente escarmentada
por los liberales, quienes colgaron a varios bandidos. La noche había cerrado
por completo, una noche diáfana y tranquila?lt??A, toda temblorosa de astros.
De los árboles pendían aquí y ahí los cadáveres de los ahorcados recientemente,
proyectando sobre la tierra su sombra móvil y absurda, los odiosos ahorcados
que, según voz de la gente del monte, ¡"chiflan" con el viento!
El "azorríllense" vibró en aquella ocasión con más solemnidad que de costumbre.
La diligencia se detuvo, y a la rojiza y crepitante luz de las teas, los bandidos
empezaron a apoderarse, sin abrirlos siquiera de todos los baúles de la zaga,
y a cargar con ellos algunas mulas que traían, y que a medida que se les completaba
la carga eran internadas en el cerro. Cuando hubieron concluido esta faena,
en medio del silencio angustioso y lleno de presentimientos de los viajeros
(hombres todos), el capitán dijo a éstos gravemente: "Síganme", y antes de
que los malaventurados pensaran en hacer resistencia, fueron ligados de manos
y empujados hacia el monte.
¿A dónde nos lleva? se atrevió a preguntar, con tímida voz, un pobre
chiquillo, que temblaba repegado a su padre.
¿A dónde? ¡A tronarles! respondió bruscamente el capitán, para que
no nos denuncien y para que nos paguen las vidas de éstos (y señalaba a los
ahorcados).
El chiquillo se echó a llorar granjeándose así un puntapié de uno de los bandidos,
quien le dijo: "Sea hombrecito". Don Pascual hay que decirlo en su abono
no había desplegado los labios y marchaba altivo, adusto y grave en apariencia,
aunque en realidad tenía un terror de todos los diablos... Por lo demás, los
continuos azares de aquellos tiempos y el perpetuo codeo con la muerte habían
acostumbrado de tal modo a todo el mundo a las eventualidades trágicas, que
era frecuente ver a dos pasajeros ayudándose con toda calma a bien morir,
mientras marchaban hacia el paraje donde temían ser fusilados.
Llegados a un claro del monte, distante como un kilómetro del camino real,
el capitán se instaló tranquilamente sobre un baúl, dispuesto a divertirse:
ordenó que los pasajeros fueran sucesivamente atados a un tronco de árbol
corpulento, que limitaba el claro, y fusilados uno a uno. Luego pidió aguardiente,
que le alargaron en un bule, y bebió asaz. La escena era pintoresca en extremo,
como hubiera dicho una miss excursionista, de esas que se parecen por las
aventuras, y que en vano las buscan ahora en este México, que va perdiendo
su carácter romántico. Cuatro bandidos con hachones alumbraban el claro. Pegada
al tronco del árbol estaba la primera víctima a quien el capitán había ordenado
ofreciesen un trago de "revientatripas" "pa darle ánimo"; en rededor, los
otros infelices que esperaban su turno ligados y amordazados, y frente al
árbol cinco pelados que examinaban sus fusiles para proceder a la ejecución.
El primer disparo sonó, prolongando sus ecos en la infinita calma de la noche,
y el infeliz ejecutado se desplomó a medias, con un gemido, quedando detenido
por las cuerdas que lo ligaban al tronco. A la descarga siguió un grito de
horror, el del niño de marras; grito que le valió la muerte inmediata, pues
el capitán ordenó:
¡Ahora ese mocoso, para que no haga escándalo!
Don Pascual esperaba su turno, no por cierto con la altivez de un romano de
los buenos tiempos; tenía miedo, un miedo atroz, que había ido creciendo con
el espectáculo de aquella carnicería espantosa... Sí, tenía miedo (¿no estaba
acaso en su derecho?); y si a duras penas lo ocultaba, era porque no quería
que los otros lo notasen, los otros que "morían como los hombres", pero que,
a pesar de esto, tenían miedo también. Más cada nuevo testigo que desaparecía,
se hubiera dicho que le dejaba su miedo, de tal suerte que cuando desapareció
el último, don Pascual se quedó con el miedo de todos...
Sólo una vieja esperanza lo alentaba: la del rescate, por el cual pensaba
ofrecer una fuerte suma, llegado el momento supremo.
Ahora le toca a usted, amigo dijo el capitán, que ya estaba algo
chispo; venga antes a que yo le dé un trago "pa" que no diga que soy
mala gente: a ver, que le quiten la mordaza.
Así lo hicieron, y don Pascual se acercó más muerto que vivo al jefe, que
le alargaba el bule.
¡Don Pascual! exclamó éste al verle de cerca, con movimiento de
sorpresa pero si es don Pascual Buendía, el de Tepic, el hijo de don
Alejo, de mi protector.
¡A ver, desamárrenlo luego! añadió dirigiéndose a su gente.
¡Es don Pascual, el hijo de mi protector! >
Don Pascual sintió que el alma le volvía al almario, y hasta ganas le dieron
de besar al capitán. Afortunadamente, en aquel momento crítico se acordó que
había sido Juez de paz, Presidente del Ayuntamiento, etc., y de que su serenidad
era proverbial en Tepic, y se contuvo. Pero no cabía en toda su pomposa personalidad
el placer; porque de seguro, aquello quería decir que no lo mataban.
Sí, señor siguió diciendo el bandido. Su padre de usted me
sacó una vez de la cárcel, me salvó la vida, porque iban a fusilarme, y me
dio dinero. Le debo muchos servicios y valeduras, y yo seré lo que usted quiera,
pero a agradecido ni Dios me gana, y por eso no lo mato a usted. Venga a beber
otro trago, ándele.
Don Pascual, que ya había recobrado la noción de su respetabilidad, apartó
el bule diciendo con cierto melindre:
No bebo aguardiente. Yo sólo tomo vino de mesa...
¡Con mil de...! rugió entonces el capitán, echando al aire un expresivo
terno. No se le vaya a empollar la boca, hi... de... (aquí otro terno).
¡Conque me hace menos!
Es que me irrita el aguardiente...
Pues más le irritarán las balas... (aquí otro terno). A ver tú, Melquiades,
me amarren a este delicado en el árbol y que le truenen.
Don Pascual, olvidando su dignidad se echó a los pies del bandido, suplicando:
¡No me mate; beberé lo que usted quiera!
Es claro que beberá (...) y no sólo beberá, sino que bailará (...) aulló
el capitán, que ya estaba ebrio. ¡A ver, vaya pensando qué me baila,
y pronto, que tengo prisa!
Don Pascual sintió que se sublevaba en él todo el orgullo de su "posición
social"; pero ya no se atrevió a resistir. En los ojos del bandido había algo
tan amenazador, que hubiera sido una temeridad contrariarlo.
¿Qué quiere usted que baile? suspiró don Pascual.
!El Palomo! gritó el capitán.
Y don Pascual se puso a silbar y a bailar El Palomo...
Aseguro a ustedes que el espectáculo no tenía par por absurdo.
Don Pascual, en medio de aquella banda de forajidos, en ropas menores (con
calcetines blancos), rodeado de los cadáveres de sus compañeros y a la luz
de las fogatas rojizas, bailaba con la gracia y el primor de un oso de feria.
El capitán se divertía de lo lindo, y sus carcajadas, dignas de un dios de
la Iliada, resonaban en el bosque dormido.
Terminado el baile, se imponía el canto.
A ver, don Pascual gritó el capitán, una cancioncita.
Don Pascual lleno de vergüenza, se enjugaba en un rincón el rostro con el
dorso de la mano, único pañuelo que le habían dejado los salteadores. Pero
si no tengo voz..., si no sé cantar...
Masque replicó el capitán brevemente.
Don Pascual comprendió que tampoco en esta vez era oportuno hacer objeciones,
y se limitó a preguntar con voz dolorida:
¿Qué quiere usted que cante?
Las amapolas.
Y don Pascual, con las inflexiones armoniosas que puede tener un tambor, y
la afinación de una corneta de barro, cantó en un desolado falsete que lo
hacía deliciosamente cómico:
Amapolitas moradas
de los llanos de Tepic,
si no están enamoradas,
enamórense de mí...
Una salva de aplausos premió este nuevo y "gracioso" esfuerzo, después de
lo cual, el capitán quiso que don Pascual "echara maromas y en seguida que
hiciese el apache, y luego que bailase aún, y tornase y retornase a bailar,
hasta que, cansado de la diversión, y "pa que todos vieran que era agradecido
con el hijo de su bienhechor" ordenó que trepasen a don Pascual a un caballo,
y así, en ropas menores y con los ojos vendados, lo llevasen al camino real,
a unas dos leguas de aquel sitio, y lo dejasen libre.
Así se hizo, y la víctima fue abandonada al pie de un mezquite, donde más
tarde lo encontraron unos arrieros.
Una leve claridad empezaba a teñir el cielo de nácar; a cierta distancia se
perfilaba la masa sombría del monte, como una pesadilla lejana, y don Pascual,
restregándose los ojos, miraba el paisaje y se palpaba los miembros, temblorosos
con el frío de la mañana, como el que vuelve de la locura, y sintiendo vagamente
que algo muy importante de su personalidad había muerto aquella noche, con
sus compañeros, al pie del árbol-patíbulo: su prestigio y su respetabilidad.
¿Cómo se supo la escena en la ciudad? Dios lo sabe. El caso es que desde entonces
don Pascual cargó y ha de cargar aún, si es que no se lo ha comido la tierra,
con un sobrenombre o alías que le ha escocido siempre: San Pascual Bailón.
[Obras Completas, Aguilar, 1955,
Tomo I, pp. 226-229]