La falta de transporte obstaculizó el crecimiento de la producción, pero sin llegar a paralizarlo. Los terrenos de las grandes haciendas de la costa producían tabaco y algodón, otros terrenos de la zona templada producían un café que fue calificado en varias exposiciones como de clase superior; el alto precio de dichos productos hacía ventajoso su transporte fuera del territorio y del país; pero el maíz, el frijol y la cebada, que se producían en abundancia, no eran buen negocio debido al precio medio que siempre tenían y a su alto costo de transporte, mientras no llegaba el ferrocarril. Se producían solamente para el consumo local y seguían el crecimiento de la población.
Los rendimientos del maíz eran de 50 a 125 por uno, pero unos terrenos privilegiados como los de Jala, fertilizados por las cenizas del volcán Ceboruco (todavía en erupción en los años setenta del siglo XIX)
producían hasta 350 por uno.
Los agricultores esperaban milagros del ferrocarril: "cuando haya vías fáciles y prontas de transporte, se sentirán los agricultores impulsados a aumentar y mejorar sus siembras y los rendimientos serán suficientes para abastecer con abundancia a este territorio y para auxiliar a los Estados vecinos, en donde la producción agrícola no es tan fecunda como aquí".
En 1904 se produjeron: 726 000 hectolitros de maíz, 47 000 hectolitros de frijol, 196 000 toneladas de azúcar. Y cantidades importantes de arroz, café, algodón, tabaco y coco de aceite.
La minería repuntó. Se contaba con 27 minas en la Yesca, Jala, Compostela, Santiago Izcuintla, Acaponeta, Huajicori, Santa María del Oro y San Pedro Lagunillas, donde se empleaban miles de hombres en los campamentos mineros. Así las minas de oro y plata de la Compañía Buenavista y anexas ocupaban como 1 000 trabajadores en la Yesca. La mina del Zopilote (en Santiago) empleaba 400 mineros. En la minería, también gran parte de la riqueza permanecía sin explotación por la falta de ferrocarril. Un factor favorable fue la introducción de la fuerza eléctrica, novedad revolucionaria que permitió bombear el agua que inundaba muchas minas.
Las principales fábricas continuaron siendo las de la ciudad de Tepic, que conservó sus manufacturas de tejidos y de jabón, todas provistas de buenos edificios y equipadas con maquinaria moderna. La ciudad tenía también una gran destilería de mezcal, fábricas de azúcar y de aguardiente. Los obreros de la fábrica textil de Jauja fundaron en 1893 una sociedad mutualista y sus colegas de Bellavista realizaron, en 1894, la primera huelga en la historia de Tepic. La segunda ocurrió en Jauja en 1896, y la tercera, en Jauja también, en 1905, año de mucho descontento obrero en todo el país. La cuarta ocurrió en Jauja en septiembre de 1910, en plena agitación política antiporfirista. Faltaban pocos días para la Revolución que buscaba terminar con el orden porfirista y manifestar lo limitado de su indiscutible progreso.
En 1900-1910 el progreso parecía a la vuelta de la esquina en la ciudad de Tepic. La nueva iluminación pública resplandecía desde 1906, se instalaban 24 líneas de teléfonos, agua potable y drenaje; los parques eran ampliados, las plazas lucían quioscos y bancas. Los ricos levantaban mansiones de estilo europeo y los gustos de París estaban en boga entre las élites. Pero el progreso mismo venía subrayando las desigualdades sociales y económicas, con lo que se ahondaba la diferencia entre ciudades y campo, entre ricos y pobres.
Gran parte de la riqueza y del poder estaban en manos de unas cuantas familias de hacendados, banqueros, comerciantes e industriales; en Tepic reinaban unas cuantas familias, en realidad dos casas de negocios, la Aguirre, principalmente, y lejos después la Delius, alemana la segunda, española la primera. Siete familias y dos casas controlaban las 72 haciendas que cubrían 75% del territorio, las minas, las industrias, los negocios. La casa Aguirre controlaba el 60% de toda esta riqueza, y siguió controlándola hasta 1931-1933.
El progreso técnico que se dio entre 1870 y 1910 obedeció a un movimiento mundial, el de la llamada revolución industrial que vendría a modernizar totalmente a México hasta después de 1940. El régimen político porfirista no puede vanagloriarse de sus méritos que en justicia corresponden a la máquina de vapor, a la electricidad y a la ciencia en general. Tampoco tiene la culpa de todos los inconvenientes, a veces mayores, de dicho progreso. A veces éste no acerca a los hombres, sino que los separa, levantando barreras muy altas según se ve en la narración del viajero danés Lumholtz (1896):
Los muchos carros de bueyes que encontrábamos en el polvoroso camino,
nos recordaban que íbamos acercándonos a la civilización, y por la tarde
temprano llegamos a Tepic después de seis días y medio de viaje. Mis hombres,
los mexicanos como los indios, habían estado muy preocupados por su entrada
a la ciudad, porque hay en el territorio una disposición que prohibe aparecer
en las calles sin pantalones. Esta ley, en vigor en uno o dos Estados de
México, tiende a promover la cultura mejorando la apariencia de los nativos,
alegándose que los calzones blancos que usan las clases trabajadoras y los
indios civilizados no son bastante decentes. Afortunadamente el ilustrado
Jefe Político del Territorio ha modificado la ley en favor de los indios,
permitiéndoles andar con calzones. La figura de un indio con pantalones
ajustados es verdaderamente cómica.
Entré no obstante, sin que se me molestase, con mis huicholes de piernas desnudas y mis encalzonados mexicanos, pues la ley se aplica con todo buen sentido, dejándose oportunidad de comprarse pantalones, después de haber entrado en la ciudad, a los que por primera vez van a ella; pero; ¡ay de aquél que sigue presentándose en las calles sin la prescrita prenda! Prontamente lo arrestan y le imponen una multa superior al costo del atavío.
Lo cierto es que pueden comprarse pantalones muy baratos y aún alquilarse por un día, pues hay en Tepic quienes los ofrecen en alquiler a mexicanos y a huicholes. Uno de mis mestizos tomó un par de pantalones tan ajustados que le fue imposible sentarse todo el tiempo que estuvo en Tepic, pero como permaneció sólo un día, pudo pasarlo parado. Los arrieros que periódicamente visitan las ciudades llevan consigo por lo general el expresado requisito de civilización que se ponen antes de entrar.
Mi opinión y la de otros extranjeros con quienes me encontré en México, es que los calzones blancos son en todos sentidos preferibles a los pantalones. Como acostumbran usar los últimos muy estrechos, resultan en realidad menos decentes que aquellos. Los calzones, en cambio, son más adecuados, más higiénicos para el clima tropical, más fáciles de conservar limpios y mucho más baratos para la gente pobre. No sería malo que las autoridades reconsideraran el punto.