Silvio Zavala, al referirse a la encomienda en Nuevo León, expresa:
Es natural que en una población indígena dispersa se procurase la congregación [de indios] a fin de contar con mano de obra [....]. La falta de poblados indígenas sedentarios agrega influyó para que los españoles fuesen a buscar indios y que la encomienda de servicio personal no se erradicara. El proceso de congregación dio origen aquí al derecho de encomienda.
Esta necesidad propició que se diese licencia para ir a buscarlos, surgiendo el derecho de propiedad de las rancherías agregadas a las haciendas. La solicitud de mercedes de tierras llevaba implícita la de la gente que habría de trabajarlas. Aunque no se específica facultad alguna en el título, los indios eran vendidos, traspasados, alquilados, heredados o dados en dote. La venta o traspaso de la tierra incluía las rancherías de indios. Se tenía plena conciencia de la prohibición para muchos de estos casos, pero "las condiciones de vida de la frontera de guerra opina el mismo doctor Zavala no facilitaban la aplicación de la ley".
Cuando un encomendero moría sin sucesión, se ausentaba definitivamente o renunciaba o hacía "dejación" a su derecho, los indios quedaban "por vacos" y eran encomendados a otro. Las mujeres, de acuerdo con la prohibición por cédulas reales, eran consideradas inhábiles para recibir encomiendas. Pero tampoco esta regla fue obedecida. Mónica Rodríguez, Juliana de las Casas, María Cantú y muchas otras matronas se preciaban de ser "mineras, labradoras y encomenderas de este reino".
Las comunidades o personas religiosas eran también dueñas de indios. El fundador de Monterrey señaló a los franciscanos algunas rancherías para servicio del convento. Una india que tocó a Francisco González en un repartimiento fue vendida al prior del convento de Santo Domingo de Zacatecas, en 120 pesos. El deán de Guadalajara, Juan de Ortega y Santelices, residente en Nuevo León; el padre Baldo Cortés y el cura Martín Abad de Uría, dueños de minas, tenían indios trabajándolas.
La encomienda no era privativa del Nuevo Reino de León. Vecinos de Saltillo "sin licencia ni comisión" en 1627 hacían entradas "con copia de españoles e indios amigos" a dar albazos para prender naturales, a fin de "quitarles sus mujeres e hijos" y llevarlos a Saltillo, a la estancia del mayordomo Landeros, vendiéndolos en San Luis, Zacatecas y otras partes. El cronista Alonso de León, al relatar sucesos de 1634, dice:
Ya parecía [....] que la tierra estaba quieta y no se podía temer alteración cuando por costumbre antigua que tenía Martín López, alguacil mayor del Saltillo, de hurtar indizuelos para vender; entraron por las Palomas y salieron a este reino por la Boca del Pilón él y Juan de Minchaca y con el ayuda de sus indios que eran los hualahuises de la propia Boca, quitaban de estas rancherías los hijos a las madres y se iban.
Una real cédula de 1672 ordena reprimir los excesos en Río Verde y en Tampico y, por otra parte, si los indios eran sacados a vender a Zacatecas, San Luis, México, Puebla o Amilpas, ello significa que las cosas andaban igual en esos lugares.
Pero no solamente el español o el criollo sojuzgaban al indio. Irónicamente el indio también intervenía en ello. En las entradas participaban invariablemente "indios amigos", conocedores del medio, informaban del sitio en que se hallaban. El cronista menciona en 1625 al indio Huajuco (o Cuaujuco).
Alto de cuerpo, feroz de natural; mandaba con imperio y hablaba varias lenguas [...] tenía por mercaderia hurtar a muchachos y muchachas y vendíalos [...] entraba con tres o cuatro la tierra adentro y de su vista temblaban, dejándose sacar sus hijos que ponía en collera sin ninguna resistencia.
En 1627, el indio Tomasillo fue acusado "de sacar indizuelas del servicio de los vecinos [...] y aprovecharse de lo que por ellas le dan".