Uno de los aspectos importantes para la organización de la sociedad de las provincias del noroeste fue el laboral, la manera de conseguir operarios para las diversas unidades productivas y la forma de retribuirles el trabajo proporcionado. En el siglo XVI
se había empleado el trabajo gratuito de los indios encomendados y el de los esclavos, pero en el siglo XVII
ambas formas habían desaparecido casi por completo: las encomiendas se habían extinguido y la esclavitud de negros, mulatos e indios rebeldes, aunque permitida, fue rara en el noroeste. Durante el siglo XVII,
en estas provincias los operarios se reclutaban de entre los indios y de los estratos bajos de los mestizos, mulatos y negros. Como los indios formaban el sector más numeroso de la población, también ellos fueron los trabajadores más copiosos, sobre todo en la provincia de Sinaloa; en Culiacán, Maloya, Copala y El Rosario predominaban los trabajadores no indígenas. El reclutamiento de los trabajadores se hacía por voluntad de los operarios o bien bajo presión de la autoridad; en ambos casos, el trabajo era remunerado con un salario cuyo monto fijaban las autoridades y que por esas fechas fluctuaba entre 2.5 y tres reales de plata por día, más una ración alimenticia cada semana.
En las misiones de Sinaloa, como ya vimos, el trabajo de los indios era compulsivo y rígidamente disciplinado; tres días al servicio de la misión y otros tres en la propia parcela del indígena. Los jesuitas tenían la obligación de remunerar el trabajo de los nativos en la misión, pero no lo hacían cabalmente, pues tan sólo les proporcionaban alimento y telas para vestido. Decían los productores españoles que si los jesuitas pagaran el salario justo no obtendrían las crecidas ganancias que acumulaban al vender los productos de la misión.
En otras unidades productivas, salinas, pesquerías, minas, perlerías, ranchos y estancias ganaderas, debido a la escasa disponibilidad de operarios, los patrones conseguían trabajadores voluntarios mediante la oferta de salarios atractivos. Los mineros eran empresarios privilegiados por el rey y en su favor se había establecido el repartimiento, que consistía en la obligación de las comunidades indígenas de aportar un cierto número de trabajadores, llamados tapisques, por tandas, para que trabajaran al servicio de cierto minero, o bien en la realización de obras públicas como caminos, puentes y edificaciones. El alcalde mayor tenía la facultad de obligar a los gobernadores de las comunidades indígenas a que proporcionaran tapisques, con severas penas en caso de incumplimiento. El repartimiento se aplicó donde había comunidades indígenas, como en Sinaloa y Culiacán, y dio lugar a muchos abusos en contra de los indios, como exigir más tapisques de los que la comunidad podía proporcionar, llevarlos a minas muy distantes de sus pueblos, retenerlos por más tiempo del contratado y no pagarles el salario justo.
En la provincia de Sinaloa se manifestaron los mayores problemas por asuntos laborales. Durante las dos primeras décadas del siglo XVII
los jesuitas establecieron los pueblos de misión entre los ríos Mocorito y Mayo; las comunidades eran numerosas y podían aumentar su población con indios no cristianos. En estas misiones, la producción agrícola y ganadera era abundante y, además de atender sus propias necesidades, pudieron auxiliar a la fundación de pueblos en Sonora y abastecer a los colonos de la provincia. Pero esta bonanza atrajo a los colonos, porque donde había misiones había alimentos y trabajadores, los dos recursos necesarios para el funcionamiento de las minas. La obligación de aportar tapisques no era muy gravosa para los misioneros porque la demanda era moderada y no mermaba la producción de las misiones.
Ahora bien, al empezar la segunda mitad del siglo XVII
las circunstancias empezaron a modificarse. Por una parte, aumentó la inmigración de colonos cuando se abrieron las minas de Álamos y de Ostimuri; por la otra, la población indígena de las misiones disminuyó de manera acelerada, según los datos citados. Estos cambios significaban que con menos indios se debía cubrir la creciente demanda de trabajo tanto en las minas como en las misiones. Los jesuitas trataron de limitar la leva de tapisques de los centros misionales; argumentaron que los colonos permitían a los indios la bebida, el juego y los amancebamientos y que hacían odioso el cristianismo por los malos tratamientos a que los sometían. Era verdad, pero la principal razón era que en las misiones faltaban brazos para el cultivo de las milpas y el pastoreo del ganado.
Esta contradicción entre los intereses económicos de los misioneros y de los colonos se manifestó en dos sonados conflictos entre los jesuitas y los alcaldes mayores, ya que estos funcionarios eran los responsables de que se trabajaran las minas y sus propios negocios comerciales quedaban afectados. El primero ocurrió en 1657, cuando el alcalde mayor de Sinaloa, el capitán Gaspar Quezada y Hurtado de Mendoza, por medio de amenazas a los gobernadores indígenas y a los misioneros, exigió los tapisques que se le negaban. Los jesuitas recurrieron al gobernador de la Nueva Vizcaya y lograron que el alcalde cesara sus pretensiones.
El segundo conflicto fue más serio que el anterior; duró de 1672 a 1679 e implicó a las provincias de Sinaloa, Ostimuri y Sonora. Empezó cuando el misionero de Tehueco, el padre Jacinto Cortés, se negó a proporcionar tapisques al alcalde mayor Mateo Ramírez de Castro para la edificación del Fuerte de Montesclaros. Ambas partes se acusaron mutuamente ante la Audiencia de Guadalajara de no pagar a los indios el salario establecido por la ley. Al año siguiente, la audiencia resolvió que los empleadores de los indios, tanto colonos como misioneros, debían pagarles 2.5 reales por jornada más una ración semanal de alimentos. El alcalde pensó que había triunfado sobre los jesuitas y pregonó la provisión de la Audiencia en todos los pueblos de la provincia, y lo mismo hicieron los alcaldes de Ostimuri y de Sonora. Hubo entonces abiertos enfrentamientos entre los alcaldes mayores y los jesuitas, que se prolongaron por seis años. Los misioneros alegaban que sí pagaban el salario pero en mercancías, porque además de no haber moneda en estas provincias, el trato resultaba más benéfico para los indios que si tuvieran que comprar a los abultados precios que imponían los comerciantes locales. Por su parte, los alcaldes acusaban a los jesuitas de rebelión contra la resolución de la Audiencia. Como el problema crecía, la Audiencia de Guadalajara turnó el asunto al Consejo de Indias, que en 1679 confirmó sus provisiones y ordenó que se cumplieran. Con todo, no se llevaron a la práctica, porque los misioneros restringieron la venta de alimentos a los reales mineros para obligar a los colonos a presentar testimonios en su favor y a solicitar ante la Audiencia que no se cambiaran los procedimientos que hasta entonces se habían usado en la provincia.
Este conflicto puso de manifiesto el poder económico y político del sistema de misiones de Sinaloa y la debilidad de los colonos. No era esto lo que deseaba el gobierno español, mas por el momento aceptó la situación porque los misioneros eran indispensables para abastecer de alimentos a la provincia, aportar tapisques y mantener a los indios bajo la dominación real. Observemos que estos conflictos no ocurrieron en las misiones de la provincia de Culiacán, porque las comunidades eran de tan corta población que no producían cantidades apreciables de alimentos ni podían aportar indios de repartimiento.