La sociedad del estado interno de Occidente


Aunque de corta duración, el periodo del estado interno de Occidente (1824-1830) fue de cambios significativos en la estructura de la sociedad, una secuela de las profundas modificaciones que vivió la región con las reformas borbónicas.

El pequeño grupo que constituía la elite de la sociedad regional fue de hecho el que más cambió después de dos siglos de relativa estabilidad. Entre sus principales representantes se habían contado las autoridades coloniales que llegaban a la región con nombramientos civiles o militares, pero con la independencia y hacia 1824 este grupo había desaparecido. El espacio que dejaron fue ocupado por los notables de la región, que iniciaban su ascenso a los puestos públicos. Otro sector de la elite era el clero, que también sufrió modificaciones: las funciones económicas y políticas de los misioneros franciscanos, dentro de las comunidades indígenas, estaban muy limitadas; además sufrieron otro golpe con la ley de expulsión de españoles de 1828, pues, como veremos, obligó a salir del estado a 14 de los 18 misioneros que había. Los clérigos seculares, encabezados por el obispo, mostraron mucha actividad política en el periodo, pues ocuparon puestos importantes en los congresos local y nacional; sin embargo, todavía queda por dilucidar si su influencia política y social se debía a su calidad de clérigos o de notables, porque todos los que participaban en política también eran miembros de las familias distinguidas. A mi parecer, hay que inclinarse por la segunda posibilidad, pues no se nota, por lo menos en este periodo, que formaran un grupo homogéneo, sino que hubo entre ellos las rivalidades y los conflictos que se dieron entre los notables.

En efecto, este sector añadió al poder económico, que ya poseía, el poder político al ocupar puestos en los ayuntamientos, en los congresos, en la gubernatura, en las jefaturas políticas, en el poder judicial, en la administración pública y en las milicias, pero tenía fracturas por las disensiones y rivalidades entre las familias distinguidas, y entre sus correspondientes grupos de paniaguados. Las desavenencias, que en las épocas anteriores se mantuvieron ocultas, se hicieron manifiestas e irreconciliables, hecho que tendría graves consecuencias en la historia del estado de Occidente y, por tanto, en la historia de Sinaloa.

En el periodo 1824-1830 empezó a formarse un nuevo sector de la elite: el de los comerciantes extranjeros establecidos en Guaymas y en Mazatlán, que, si bien no participaron en la política del estado interno de Occidente, después lo hicieron gracias al poder económico de las casas comerciales que representaban. Algunos se integraron a la sociedad local por lazos familiares, otros permanecieron como extranjeros y formaron grupos de presión económica y política, como veremos. Así, la elite de la sociedad del estado interno de Occidente se transformó gracias al reacomodo de sus sectores, un reacomodo que originó rivalidades y fracturas entre las familias de los notables.

Habíamos dicho que la política reformadora de los borbones, a partir de la expulsión de los jesuitas, había afectado a los indígenas. En este periodo (1824-1830), los nuevos dirigentes mantuvieron la misma política, y con menos tacto que los funcionarios de la corona española. Los notables del norte y del centro del estado interno de Occidente compartían la ideología liberal borbónica de José de Gálvez ("liberal", porque tenía elementos de lo que más tarde sería el liberalismo mexicano, como por ejemplo la imposición de la propiedad privada de la tierra y la eliminación de la propiedad corporativa). Esta política se mostró en las leyes expedidas por la legislatura local, cuya aplicación provocó graves conflictos. Examinemos sus aspectos principales, uno referente a las misiones y otro a la privatización de la tenencia de la tierra.

Ni la constitución federal de 1824 ni la del estado interno de Occidente reconocían explícitamente la propiedad colectiva de la tierra ni la personalidad jurídica de las comunidades indígenas. Los indios eran ciudadanos con derecho a la propiedad privada y debían establecerse en pueblos, según el régimen municipal, sin distinción entre indios y no indios. Como la constitución federal dejó en manos de los estados lo relativo a la propiedad de la tierra, los notables de Sinaloa y Sonora pudieron actuar libremente para continuar con la privatización de la tenencia de la tierra.

El Congreso del estado legisló sobre la adjudicación de predios urbanos en las poblaciones que fueron misiones y también sobre el reparto de las tierras comunes de las antiguas misiones y la adjudicación de tierras baldías. La legislación de predios urbanos tenía por objeto legalizar la propiedad de los solares que ocupaban los que sin ser indígenas se habían avecindado en las antiguas misiones y en los pueblos de misión administrados por los religiosos franciscanos. La repartición de las tierras de comunidad pretendía eliminar la propiedad colectiva y socavar las bases de las comunidades indígenas; la adjudicación de tierras baldías buscaba entregar a los notables las grandes extensiones de terrenos que había, sobre todo, en el norte del estado. Es evidente que éstos hicieron leyes que los beneficiaban abiertamente, pues para obtener los predios se requería una buena cantidad de dinero, a fin de pagar el precio de la tierra, los derechos de traslado de dominio y cubrir los onerosos gastos de ejecución de los trámites administrativos.

Estas leyes provocaron violentas reacciones de los indígenas. Los ópatas del centro de Sonora, que se habían rebelado contra el gobierno español en 1820, ahora, en 1824, se sublevaron contra el estado interno de Occidente y propusieron la creación de un gobierno indígena independiente del de los blancos.

En el mismo año, las autoridades estatales quisieron obligar a los yaquis a pagar impuestos y a repartir sus tierras. Los indígenas se negaron y presentaron su inconformidad. La respuesta del gobierno fue enviar tropas al Río Yaqui y fusilar a los representantes de las demandas de la comunidad. Los yaquis se lanzaron entonces a la guerra contra los yoris capitaneados por Juan Banderas, quien logró establecer alianzas con los ópatas y su caudillo Dolores Gutiérrez, y también con los mayos de los ríos Mayo y Fuerte. Las guerrillas indígenas atacaban y saqueaban ranchos y pueblos de yoris en una amplia zona que abarcaba desde Horcasitas y Oposura por el norte, hasta El Fuerte por el sur. La capital del estado y su gobierno se trasladaron a Cosalá mientras pasaba el peligro. Las milicias sonorenses recibieron refuerzos de Chihuahua y de otros estados, con los que lograron contener a los sublevados, mas no lograron vencerlos. En 1827 los indígenas y el gobierno llegaron a un arreglo por el que los primeros deponían las armas y el gobierno reconocía la autonomía —de hecho— de sus comunidades; sin embargo, sólo fue una tregua temporal, porque el gobierno no cejó en su propósito de repartir las tierras de los indios y sólo cambió de táctica.

Como parte del proyecto de privatización de la tenencia de la tierra, los notables de Sonora y Sinaloa también impulsaron una campaña de restricciones al régimen misional con la intención de secularizar las pocas misiones restantes; sólo querían conservar las de la Pimería Alta (actual estado de Arizona) porque eran útiles para controlar a los indios pimas, los que a su vez eran la mejor defensa del estado en contra de los apaches que venían del norte. A la destrucción de las misiones ayudó la ley de expulsión de españoles expedida por el gobierno federal en diciembre de 1827, que afectaba a la mayoría de los misioneros franciscanos. En el estado interno de Occidente la ley se aplicó de manera selectiva; se obligó a salir del estado a los españoles que podían estorbar los planes de los notables, pero no se molestó a aquellos cuya presencia les era útil. De los 18 misioneros que quedaban en Sonora, 14 salieron del país y dejaron las misiones de los ópatas en completo abandono o en manos de comisarios gubernamentales; este golpe significó, de hecho, la secularización de las misiones de la opatería. Los cuatro franciscanos que quedaron en el estado se concentraron en la Pimería Alta para prolongar, por dos décadas más, la agonía del sistema misional del noroeste.

En cuanto al grupo de los mestizos y mulatos, aunque legalmente fueran ciudadanos, habitualmente eran excluidos de la propiedad de los bienes raíces y tenían que ganarse la vida con el trabajo manual, ya como asalariados, como sirvientes o como artesanos. Para este grupo, ni las reformas borbónicas ni la independencia significaron alguna mejoría en sus condiciones de vida. Pero su número aumentaba a medida que desaparecían las comunidades y los indios perdían la propiedad de la tierra.


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