La historia de la economía y de la sociedad sinaloenses en el periodo de 1831 a 1853 aún está por investigarse; por ahora sólo disponemos de algunas fuentes de información con datos fragmentarios.
En lo que se refiere a las actividades agrícolas y ganaderas, parece que no hubo cambios sustanciales en relación con épocas anteriores. Había agricultura de riego en las vegas de los ríos, desde el de Las Cañas hasta El Fuerte, y de temporal en las tierras altas. Los principales cultivos eran maíz, trigo, frijol, garbanzo, caña dulce, algodón, tabaco, hortalizas y frutales. En todo el estado se criaba ganado bovino y equino, y en menor proporción ovino, caprino y porcino. Los productos agropecuarios se destinaban al abasto de las propias comunidades y a los mercados locales; tan sólo el algodón, la caña dulce y el tabaco se empleaban en los pocos establecimientos industriales que había en el estado. No hay noticia de alguna innovación tecnológica en los trabajos del campo. El fenómeno más importante fue la continuación del cambio iniciado a fines de la época colonial, que consistió en la privatización de la tenencia de la tierra en los antiguos pueblos de misión que se localizaban en los partidos de Sinaloa y El Fuerte. La agricultura dejó de ser una actividad preponderantemente indígena debido a que eran ya muchas las personas distintas que poseían ranchos y haciendas y que los trabajaban con peones indios.
La minería continuaba siendo una actividad económica, privilegiada, porque los metales preciosos eran el principal producto de exportación, y con ello impulsaban el comercio interior y exterior. Disponemos de algunos datos sobre producción de plata que compiló José Agustín de Escudero en su folleto titulado Noticia estadística de Sonora y Sinaloa, en el cual asienta que, en la década de 1830, en Sonora y Sinaloa se comercializaron legalmente 163 000 kilos de plata, equivalentes a 5% de la producción nacional, es decir, un volumen inferior a los montos de la producción registrados a principios del siglo. Notemos también que la cifra citada correspondía a los tres principales reales mineros, El Rosario, Cosalá y Álamos, y este último ya no pertenecía a Sinaloa.
El comercio fue la actividad preferida por los notables de Sinaloa y por los extranjeros establecidos en Mazatlán, por ser la más lucrativa; sólo ellos tenían la capacidad económica para importar mercancías extranjeras y distribuirlas en los mercados locales a cambio, principalmente, de plata, Los notables de Culiacán importaban las mercancías de contrabando, ya que no había vigilancia alguna en las costas sinaloenses, y las distribuían sobre todo en los partidos de El Fuerte, Sinaloa, Culiacán y Cosalá. Los extranjeros de Mazatlán, además de sobornar a los administradores de la aduana, usaban otro procedimiento que describe Eustaquio Buelna y que consistía en organizar algún motín en el puerto mientras descargaban y cargaban los barcos surtos en la bahía. La zona de influencia de estos comerciantes comprendía los partidos de San Ignacio, Concordia y El Rosario, además de extenderse a los estados vecinos.
Las mercancías importadas, tanto por Mazatlán como por Altata, eran principalmente telas y ropa hecha, abarrotes, herramientas, artículos domésticos de uso común y también suntuarios. Las exportaciones fueron, básicamente, plata acuñada y en pasta. Hubo relaciones comerciales con Inglaterra, los Estados Unidos, Alemania, Francia, España, y también con países sudamericanos y asiáticos por intermediación de comerciantes ingleses y estadunidenses. La estructura de este comercio era comparable, en algunos puntos, a la de la época colonial en cuanto que era un reducido grupo el que controlaba los intercambios, importaba manufacturas y exportaba materias primas, circunstancias que se traducían en altas ganancias para los mercaderes, crecidos precios al consumidor y escaso fomento al sector manufacturero de la economía del estado, que era el menos desarrollado, pues predominaban los talleres artesanales que fabricaban muchos de los productos de consumo corriente, como calzado, sombreros, ropa, muebles, cigarros y mezcal. Había pequeños ingenios que producían azúcar sin refinar y aguardiente de caña. Hacia mediados del siglo XIX
se instalaron en Culiacán una casa de moneda y la fábrica de hilados Vega Hermanos. Algunos empresarios sinaloenses se dedicaban a la pesca de perlas y concha nácar; de la pesca alimenticia no tenemos información, pero es seguro que se practicaba a pequeña escala para abastecer el consumo local.
En cuanto a los cambios en la sociedad sinaloense entre 1831 y 1853, es poco lo que conocemos por falta de investigación histórica. La información disponible se refiere principalmente a la elite, y sólo permite algunas conjeturas.
Dijimos en el capítulo anterior que los notables del estado interino de Occidente se escindieron y formaron dos estados diferentes, Sonora y Sinaloa, que fueron los respectivos campos de acción de sus actividades políticas y económicas. En Sinaloa quedaron dos fracciones de aquel grupo, la de Culiacán, aglutinada alrededor de la familia De la Vega, y la de Cosalá-El Rosario, encabeza por la familia Iriarte. Vimos en este capítulo cómo prosiguió la lucha entre estos dos bandos, que culminó con el triunfo militar de los culiacanenses en 1834. A partir de esta fecha desaparecieron del ámbito político los nombres de los notables cosaleños y rosarenses, aunque esto no significa que fueran eliminados de la elite social. La información que tenemos se refiere al grupo de Culiacán, y casi nada sabemos de los sureños; pudo ocurrir que algunos se subordinaran a los triunfadores de Culiacán, o bien que se integraran a la red de distribuidores que formaron los comerciantes de Mazatlán. Fueron estos notables, separados o unidos, los principales integrantes de la elite sinaloense, los que detentaron el poder político y rigieron la economía del estado. Consideramos también como parte de la elite a todos los que colaboraron estrechamente con ellos en el gobierno y en la administración de sus empresas.
En Mazatlán radicó el grupo de comerciantes extranjeros, muy importante por su actividad política y económica, pero que no podemos considerarlo parte de la sociedad sinaloense porque sus miembros conservaron su nacionalidad y no se integraron, sino que formaron un grupo de poder incrustado en Mazatlán, cuyos intereses estaban comprometidos con las firmas extranjeras que representaban. Algo semejante ocurrió con el destacamento del ejército federal acantonado en Mazatlán, que influyó mucho en la política del estado pero no era un grupo integrado a la sociedad sinaloense. Los mexicanos que sirvieron a los extranjeros como testaferros y colaboradores cercanos, tanto en el puerto como en otros lugares del estado, sí pueden considerarse parte de la elite social de Sinaloa.
Por su parte, los indígenas se localizaban en los partidos del norte del estado, en Sinaloa y El Fuerte, y en menor proporción en Culiacán. En El Fuerte habitaban los indios mayos, cuyo territorio se extendía hasta el Río Yaqui, en el estado de Sonora. En el partido de Sinaloa se asentaban otros grupos cahitas, menos numerosos que los mayos. Para los indígenas la formación del estado de Sinaloa no trajo beneficio alguno, y sí una ley constitucional que negaba a sus comunidades el derecho a la propiedad de la tierra, a más de una línea divisoria por la mitad del territorio mayo, que para ellos no tuvo ningún significado. Los sonorenses y los sinaloenses fueron tan agresivos con los indios como lo habían sido los españoles y los mestizos en la época colonial. El proceso de despojo de las tierras de comunidad, iniciado en 1767, prosiguió de manera lenta pero sostenida, y a medida que la propiedad de la tierra quedaba en manos de los terratenientes, las comunidades se disolvían y los indios pasaban a ser peones o aparceros de los hacendados. Los indios mayos resistieron con mejor éxito el embate de los hacendados y rancheros, mientras que los demás indígenas, los de los partidos de Sinaloa y Culiacán, perdieron con mayor rapidez la tierra, la identidad cultural y hasta su propia lengua.
En cuanto a los mulatos y los mestizos, desposeídos por estar excluidos de la propiedad de la tierra y de otros bienes inmuebles, no tenemos información ni siquiera demográfica; sin embargo, podemos afirmar, como opinión muy probable, que continuaba siendo el grupo más numeroso en el estado y que crecía con mayor rapidez que los otros. Su importancia para el estado era grande porque, junto con los indios, proporcionaba la fuerza de trabajo en los ranchos y haciendas, en las minas y haciendas de beneficio, en los ingenios, en las fábricas, en los talleres artesanales, en la pesca y en la arriería; en una palabra, en todas las actividades productivas y de servicios, además de que también proporcionó los soldados que lucharon y murieron en los conflictos entre las elites.
La historia eclesiástica de Sinaloa registra en esta época un hecho excepcional, a saber, que la sede episcopal quedó vacante por un largo tiempo. En efecto, desde la muerte de fray Bernardo del Espíritu Santo, en 1825, hasta la toma de posesión de su sucesor, Lázaro de la Garza y Ballesteros, en 1838, transcurrieron 13 años en los que la diócesis de Sonora fue gobernada por sucesivos vicarios capitulares, sin que ninguno alcanzara el episcopado. Esta irregularidad se debió a que después de 1821 el papa se abstuvo de nombrar obispos para las diócesis mexicanas a fin de no irritar al rey de España, quien seguía reclamando la propiedad de las colonias americanas y el ejercicio del real patronato, es decir, el derecho del rey a proponer los candidatos al episcopado. En 1836 España reconoció la independencia de México, por lo que el papa consideró abolido el real patronato y nombró directamente a los obispos de las diócesis mexicanas.
Como obispo, monseñor Lázaro de la Garza y Ballesteros se dedicó a cumplir su labor pastoral y poco se ocupó de la política. Entre sus logros principales se cuenta la fundación del Seminario Conciliar en la ciudad de Culiacán, la primera institución de educación superior que funcionó en el noroeste y que sirvió a la juventud del obispado, tanto clerical como laica. Uno de sus más distinguidos alumnos fue el sabio sinaloense don Eustaquio Buelna. La obra del obispo De la Garza consistió también en la reorganización del obispado y en la reactivación de la disciplina que debían observar los clérigos para cumplir con su labor de curas de almas. En el curso de este periodo se segregó la Baja California de la diócesis de Sonora para transformarse en vicariato apostólico independiente. El obispo De la Garza permaneció en Sinaloa hasta el año de 1850, cuando fue nombrado arzobispo de México y partió para la capital de la República, donde enfrentaría los difíciles problemas de la Reforma.
En los anales de la sociedad sinaloense se registra el "año maldito" o el "año del horror" que empezó en noviembre de 1833, cuando nuestra tierra padeció una epidemia del colera morbus que azotó a la población, y que retornó hacia la mitad del siglo con mayor virulencia. No hay estadísticas de mortalidad completas, pero conocemos algunos datos que muestran los estragos que causó la epidemia. En Escuinapa hubo 140 muertos en sólo dos meses, y 158 en Chametla en el mismo lapso. Cuando recrudeció el mal, en 1849 y 1851, El Fuerte, Mazatlán y Culiacán fueron las poblaciones más dañadas. Se dijo que en Culiacán no hubo familia que no contara un muerto o un enfermo entre sus miembros. Eran tantas las defunciones que los cadáveres se depositaban en fosas comunes y se cubrían con cal, y no había en la ciudad suficientes ataúdes ni quién los fabricara. Las crónicas también registran que don Antonio Eraclio Núñez, alcalde de Culiacán, organizó y alentó a la población en la lucha contra la enfermedad, y a su firmeza y buen sentido se debió que los estragos no fueran mayores. El cólera fue, y sigue siendo, la enfermedad de la pobreza, porque se propaga donde falta la higiene y es mortal para los mal nutridos.