Alejada del centro político y religioso de la Nueva España, pero asentada en un rico mineral, la conducta de la población de la ciudad de Zacatecas osciló entre un profundo fervor religioso y una vida relajada y libertina. Los delitos juzgados por la Inquisición fueron frecuentes y los cometían individuos de todos los estratos sociales: poderosos mineros, hijos de nobles familias, burócratas, vicarios y eclesiásticos, indios y mulatos. A estos últimos en numerosas ocasiones se les acusó de superstición, hechicería e idolatría, pero incluso españoles y mestizos estuvieron involucrados en este tipo de acciones.
Curiosamente, la misma sociedad zacatecana y el Santo Oficio mostraron una actitud tolerante ante lo que en otros lugares de la Nueva España hubiera sido inaceptable. Seguramente, la distancia que separaba a Zacatecas del corazón novohispano y el sello que le imprimió el temperamento de sus primeros pobladores aventureros y de espíritu audaz hizo de la ciudad un refugio para quienes defendían ideas avanzadas en una época marcada por el rigor de las normas.
Esta propensión al relajamiento y a la ruptura de los esquemas de pensamiento y de conducta establecidos que mostró la sociedad de la ciudad de Zacatecas sin duda influiría durante los últimos años del virreinato para que de ella surgieran individuos que enarbolarían el pensamiento liberal, el más avanzado de la época, pero sin erradicar la vena conservadora, haciendo de ella un sitio donde convivirían, a veces en paz, a veces en medio del conflicto, representantes de las dos tendencias ideológicas entre las que México, ya como país independiente, se debatió a lo largo del siglo XIX
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