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          Soñé una vez que volviendo el gran Trajano de 
          una de sus gloriosas conquistas, pasó por no sé cuál 
          de las ciudades de la Etruria, donde fue agasajado con tanta espontaneidad 
          como magnificencia. Cierto patricio preparó en honor suyo el 
          más pomposo y delicado homenaje que hubiera podido imaginar. 
          Escogió en las familias ciudadanas las más lindas doncellas, 
          y las instruyó de modo que, con adecuados trajes y atributos, 
          formasen una alegórica representación del mundo conocido, 
          donde cada una personificara a determinada tierra, ya romana, ya bárbara, 
          y en su nombre reverenciase al César y le hiciera ofrecimiento 
          de sus dones. Púsose en ensayo este propósito; todo marchaba 
          a maravilla; pero sea que, distribuidos los papeles, quedase sin ninguno 
          una aspirante a quien no fuera posible desdeñar; sea que lo exigiese 
          el arreglo y proporción en la manera como debían tejerse 
          las danzas y figuras, ello es que hubo necesidad de aumentar en uno 
          el número de las personas. Se había contado ya con todos 
          los países del mundo, y se dudaba cómo salvar esta dificultad, 
          cuando el patricio, que era dado a los libros, se dirigió a un 
          estante, de donde tomó un ejemplar de las tragedias de Séneca, 
          y buscando en la Medea el pasaje donde están unos versos que 
          hoy son famosos, por el soplo profético que los inspira, habló 
          de la presunción que hacía el poeta de la existencia de 
          una tierra ignorada, que futuras gentes hallarían, yendo sobre 
          el misterioso Océano; más allá (añadió 
          el patricio) de donde situó a la sumergida Atlántida, 
          Platón. Este soñado país propuso que fuera el que 
          completase el cuadro, ya que faltaba otro. Poco apetecible destino parecía 
          ser el de representar a una tierra de la que nada podía afirmarse, 
          ni aun su propia existencia, mientras que todas las demás daban 
          ocasión para lucir pintorescos y significativos atributos, y 
          para que se las loase, o se las diferenciase cuando menos, en elocuentes 
          recitados. Pero hubo quien, renunciando al papel que ya tenía 
          atribuido, reclamó el humilde oficio para si. Era la más 
          joven de todas y la llamaban Leuconoe. No se halló el modo de 
          caracterizar, con apropiadas galas, su parte, y se acordó que 
          no llevara más que un traje blanco y aéreo como una página 
          donde no se había sabido qué poner... Llegado el día, 
          realizóse la fiesta; y noblemente personificadas, las tierras 
          desfilaron ante el señor del mundo, después de concertarse 
          en variadas danzas de artificio, y cada una de ellas le dedicó 
          sus ofrendas. 
         Presentóse, primero que ninguna, Roma, en forma casi varonil: 
            éste era el modo de hermosura de la que llevaba sus colores; 
            el andar, de diosa; el imperio en el modo de mirar; la majestad en 
            cada actitud y cada movimiento. Ofreció el orbe por tributo; 
            y la siguió, como madre que viene después de la hija 
            por ser ésta soberana Grecia, coronada de mirto. Lo que dijo 
            de sí sólo podría abreviarse en lápida 
            de mármol. Italia vino luego. Habló de la gracia esculpida, 
            en suaves declives, sobre un suelo que dora el sol, al son armónico 
            del aire. Celebró su feracidad; aludió al trigo de Campania, 
            al óleo de Venafro, al vino de Falerno. La rubia Galia, depuesto 
            el primitivo furor, mostró colmadas de pacíficos frutos 
            las corrientes del Saona y el Ródano. Iberia presentó 
            sus rebaños, sus trotones, sus minas. Ceñida de bárbaros 
            arreos, se adelantó Germania, e hizo el elogio de las pieles 
            espesas, el ámbar transparente, y los gigantes de ojos azules 
            cazados para el circo en la espesura de la Carbonaria y de la Hircinia. 
            Bretaña dijo que, en sus Casitérides, había el 
            metal de que toman su firmeza los bronces. La Iliria, famosa por sus 
            abundantes cosechas; la Tracia, que cría caballos raudos como 
            el viento; la Macedonia, cuyos montes son arcas de ricos minerales, 
            rindieron sus tesoros; y se acercó tras ellas la postrera Thule, 
            que ofreció juntos fuego y nieve, con la fianza de Pytheas. 
            Llegó el turno de las tierras asiáticas; y en el cuerpo 
            de faunesca hermosura, la Siria habló de los laureles de Dafne 
            y los placeres de Antioquía. El Asia Menor reunió, en 
            doble tributo, los esplendores del Oriente con las gracias de Jonia, 
            tendiendo, entre ambas ofrendas, la flauta frigia, como cruz de balanza. 
            Se ufanó Babilonia con el resplandor de sus recuerdos. La Persia, 
            madre de los frutos de Europa, brindó semillas de generosa 
            condición. Grande estuvo la India cuando pintó montañas 
            y ríos colosales, cuando invocó las piedras fúlgidas, 
            el algodón, el marfil, la pluma de los papagayos, las perlas; 
            cuando nombró cien plantas preciosas: el ébano, que 
            ensalzó Virgilio; el amono y el malabatro, braseros de raros 
            perfumes; el árbol milagroso cuyo fruto hace vivir doscientos 
            años... La Palestina ofreció olivos y viñedos. 
            Fenicia se glorió de su púrpura. La región sabea, 
            de su oro. Mesopotamia hizo mención de los bosques espesísimos 
            donde Alejandro cortó las tablas de sus naves. El país 
            de Sérica cifró su orgullo en una tela primorosa; y 
            Taprobana, que remece el doble monzón, en la fragante canela. 
            Vinieron luego los pueblos de la Libia. Presidiéndolos llegó 
            el Egipto multisecular: habló de sus Pirámides, de sus 
            esfinges y colosos; del despertar mejor de su grandeza, en una ciudad 
            donde una torre iluminada señala el puerto a los marinos. La 
            Cirenaica dijo el encanto de su serenidad, que hizo que fuese el lecho 
            a donde iban a morir los epicúreos. Cartago, a quien realzara 
            Augusto de las ruinas se anunció llamada a esplendor nuevo. 
            La Numidia expuso que daba mármoles para los palacios; fieras 
            para las theriomaquias y las pompas. La Etiopía afirmó 
            que en ella estaban el país del cinamomo, el de la mirra, los 
            enanos de un pigmo y los macrobios de mil años. Las Fortunadas, 
            fijando el término de lo conocido, recordaron que en su seno 
            esperaba a las almas de los justos la mansión de la eterna 
            felicidad. 
           Por último, con suma gracia y divino candor llegó Leuconoe. 
            En nada aparentaba formar parte de la viviente y simbólica 
            armonía. No llevaba sino un traje blanco y aéreo, como 
            una página donde no se ha sabido qué poner... En aquel 
            instante, nadie la envidiaba, por más que luciese su hermosura. 
            El César preguntó la razón de su presencia, y 
            se extrañó, cuando lo supo, viéndola tan mal 
            destinada y tan hermosa. 
           Leuconoe dijo con una benévola ironía: 
            no te ha tocado un gran papel. Tu poca suerte quiso que la realidad 
            concluyera en manos de las otras, y he aquí que has debido 
            contentarte con la ficción del poeta... Admiro tu dulce conformidad, 
            y me complace tu homenaje, puesto que eres hermosa. Pero ¿qué 
            bien me dirás de la región que representas, si has de 
            evitar el engañarme?... ¿Qué me ofreces de allí? 
            ¿Qué puedes afirmar que haya en tu tierra de quimera?... 
           ¡Espacio! dijo con encantadora sencillez Leuconoe. 
           Todos sonreían. 
          Espacio... repitió el César. ¡Es 
            verdad! Sea desapacible o risueña, estéril o fecunda, 
            espacio habrá en la tierra incógnita, si existe; y aun 
            cuando ella no exista, y allí donde la finge el poeta sólo 
            esté el mar, o acaso el vacío pavoroso, ¿quién 
            duda que en el mar o en el vacío habrá espacio?... Leuconoe: 
            prosiguió con mayor animación tu respuesta 
            tiene un alto sentido. Tiene, si se la considera, más de uno. 
            Ella dice la misteriosa superioridad de lo soñado sobre lo 
            cierto y tangible, porque está en la humana condición 
            que no haya bien mejor que la esperanza, ni cosa real que se aventaje 
            a la dulce incertidumbre del sueño. Pero, además, encierra 
            tu respuesta una hermosa consigna para nuestra voluntad, un brioso 
            estímulo a nuestro denuedo. No hay límite en donde acabe 
            para el fuerte el incentivo de la acción. Donde hay espacio, 
            hay cabida para nuestra gloria. Donde hay espacio, hay posibilidad 
            de que Roma triunfe y se dilate. 
          Dijo el César; arrancó de su pecho una gruesa esmeralda 
            que allí estaba de broche, y era de las que el Egipto produce 
            mayores y más puras; y prendiéndola al seno de la niña, 
            la dejó, como un fulgor de esperanza, sobre la estola, toda 
            blanca, mientras terminaba diciendo:
  ¡Sea el premio para la región desconocida; sea 
            el premio para Leuconoe!
         
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