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          La sucesión rítmica y gradual de 
          la vida, sin remansos ni rápidos, de modo que la voluntad, rigiendo 
          el paso del tiempo, sea como timonel que no tuviera más que secundar 
          la espontaneidad amiga de la onda, es, pues, idea en que debemos tratar 
          de modelarnos; pero no ha de entenderse que sea realizable por completo, 
          mucho menos desde que falta del mundo aquella correlación o conformidad, 
          casi perfecta, entre lo del ambiente y lo del alma, entre el escenario 
          y la acción, que fue excelencia de la edad antigua. Las mudanzas 
          sin orden; los bruscos cambios de dirección, por más que 
          alteren la proporcionada belleza de la vida y perjudiquen a la economía 
          de sus fuerzas, son, a menudo, fatalidad de que no hay modo de eximirse, 
          ya que los acontecimientos e influencias del exterior, a que hemos de 
          adaptarnos, suelen venir a nosotros, no en igual y apacible corriente, 
          sino en oleadas tumultuosas, que apuran y desequilibran nuestra capacidad 
          de reacción. 
        No es sólo en la vida de las colectividades donde hay lugar 
            para los sacudimientos revolucionarios: Como en la historia colectiva, 
            prodúcense en la individual momentos en que inopinados motivos 
            y condiciones, nuevos estímulos y necesidades aparecen, de 
            modo súbito, anulando quizá la obra de luengos años 
            y suscitando lo que otros tantos requeriría, si hubiera de 
            esperárselo de la simple continuidad de los fenómenos; 
            momentos iniciales o palingenésicos, en que diríase 
            que el alma entera se refunde y las cosas de nuestro inmediato pasado 
            vuélvense como remotas o ajenas para nosotros. El propio desenvolvimiento 
            natural, tal como es por esencia, ofrece un caso típico de 
            estas transiciones repentinas, de estas revoluciones vitales: lo ofrece, 
            así en lo moral como en lo fisiológico cuando la impetuosa 
            transformación de la pubertad: cuando la vida salta, de un 
            arranque, la valla que separa el candor de la primera edad de los 
            ardores de la que la sigue, y sensaciones nuevas invaden en irrupción 
            y tumulto la conciencia, mientras el cuerpo, transfigurándose, 
            acelera el ritmo de su crecimiento. 
           Suele el curso de la vida moral, según lo determinan los declives 
            y los vientos del mundo, traer en sí mismo, sin intervención, 
            y aun sin aviso de la conciencia, esos rápidos de su corriente; 
            pero es también de la iniciativa voluntaria provocar, a veces, 
            la sazón o coyuntura de ellos; y siempre, concluir de ordenarlos 
            sabiamente al fin que convenga. Así como hay el arte de la 
            persistente evolución, que consiste en guiar con hábil 
            mano el movimiento espontáneo y natural del tiempo, arte que 
            es de todos los días, hay también el arte de las heroicas 
            ocasiones, aquellas en que es menester forzar la acompasada sucesión 
            de los hechos; el arte de los grandes impulsos, y de los enérgicos 
            desasimientos, y de las vocaciones improvisas. La voluntad, que es 
            juiciosa en respetar la jurisdicción del tiempo, fuera inactiva 
            y flaca en abandonársele del todo. Por otra parte, no hay desventaja 
            o condición de inferioridad que no goce de compensación 
            relativa; y el cambiar por tránsitos bruscos y contrastes violentos, 
            si bien interrumpe el orden en que se manifiesta la vida armoniosa, 
            suele templar el alma y comunicarle la fortaleza en que acaso no fuera 
            capaz de iniciarla más suave movimiento: bien así como 
            el hierro se templa y hace fuerte pasando del fuego abrasador al frío 
            del agua. 
         
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