VIII | 
    
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         ...A menudo se oculta un sentido sublime Jugaba el niño, en el jardín 
            de la casa, con una copa de cristal que, en el límpido ambiente 
            de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, 
            no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el 
            que golpeaba acompasadamente en la copa. Después de cada toque, 
            inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas 
            sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro, se desprendían 
            del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó 
            así su improvisada música hasta que, en un arranque 
            de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó 
            a la tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia 
            del sendero, y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada 
            esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. 
            No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al 
            cristal, su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si 
            hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía 
            más que con un ruido de seca percusión al golpe del 
            junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. 
            Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. 
            Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos 
            se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de 
            un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se 
            adelantaba, parecía rehuir la compañía de las 
            hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, 
            sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, 
            con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la 
            rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en 
            la copa de cristal, vuelta en ufano búcaro, asegurando el tallo 
            endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma 
            musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan 
            alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en un triunfo, 
            por entre la muchedumbre de las flores.  | 
    
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