DE ESTA nada, del hondo de estas minas,  
						de esto sin forma oscuro, levantarse. 
						 Hallar su gente el traje; las orejas,  
						su tumulto de leños crepitando,  
						y advertir el hueso su médula  
						y sus alas de carne apaciguada.  
						Oh combate, codicia de las fauces  
						de cada noche; boqueante  
						rabia de maniatado, sumergido  
						en un licor inmóvil que lo embiste  
						con argollas de peso; maniatado  
						y en la invasión inmóvil.  
						Y de aquí, de la obscena  
						quietud saliendo libre, de los charcos  
						lánguidos del espanto, y de su costra  
						de líquidos harapos en vapores,  
						resucitar, atónita,  
						la muchedumbre del abrazo.  
						Cicatriz bienvenida, prenda  
						de la alianza, tierra conquistada,  
						carne humana y celeste.  
						El envés del espejo recupera  
						su marítimo salto de ventana:  
						misterio placidísimo  
						del recobrado; del convaleciente  
						en su patio de miel cuando se alhaja  
						la visita solar; del expulsado  
						amante, que despierta  
						otra vez perdurable y admitido.  
						(Tal vez porque lo estoy queriendo,  
						siente mi corazón aunque mis ojos  
						no miren, y en mi boca abunda  
						lo que en mi corazón echo de menos.)  
						Hora de los sepulcros  
						desalojados, de los ataúdes  
						quebrados hacia fuera, de la sombra  
						que nuevamente dócil se somete  
						al andar de su cuerpo.  
						Materia musical del fuego,  
						ventanas navegables;  
						compás vacío que trasmina el muro  
						de la ceguera, restaurando,  
						innumerable, un círculo de brazos  
						en la república del día.  |