El niño que con el tiempo llegaría a llamarse Voltarie, nació en París el 21 de noviembre de 1694. La criatura era apenas viable y la bautizaron en casa. El hombre que negó todos los milagros, fue en sí mismo un milagro perpetuo. Oscilando de continuo entre la vida y la muerte, a Voltarie le pareció esta situación tan incitante, que en esto, como en todo, desafió a la opinión pública sobreviviéndose hasta los ochenta y cuatro años, sin que disminuyese en un ápice su gusto por la vida. Durante su larga existencia probó y conoció todo menos el aburrimiento. Siempre enfermizo y con frecuencia al borde del sepulcro, se las arregló para trabajar con una actividad sostenida, que sólo muy pocos, aun entre los espíritus grises y adocenados, han podido igualar. Resultaría curioso conocer el mecanismo físico de este temperamento tan fuera de lo común, pero salvo los datos externos, casi nada puede deducirse de lo que nos cuentan. Gracias a los retratos y a las estatuas, a todos nos es familiar el escuálido cuerpecillo que tal vez fue elegante en su juventud, macilento en la madurez y esquelético durante los últimos treinta años de su vida. La naturaleza no le concedió un sólo músculo superfluo. Envejecido prematuramente como un anciano. A pesar de ello, esta momia conservó hasta el último momento su increíble actividad mental. De aquellas mandíbulas desdentadas brotaron incansablemente versos, epigramas y obras maestras llenas de jovialidad en las que chisporrotea la alegría de la juventud. Este eterno inválido no descansaba nunca y la única alteración reveladora de su estado consistía en que se dedicaba a escribir versos en vez de prosa al sentirse seriamente enfermo.
¿Cuál era el secreto de esta perenne juventud? Quizás residiera precisamente en su inestabilidad física. La más pequeña provocación desataba en él un mundo de contrarias emociones,. Era por turnos, suave e irascible; perdonaba ciertas ofensas con despreciativa magnanimidad, mientras otras le excitaban a una maldad incontrolable: siempre alegre y conservador, tenía periodos de enfurruñado silencio; siempre cortés, amable, se producía a veces con brutal rudeza; sensible al sufrimiento ajeno, supo alardear de crueldad en más de una ocasión; pródigamente generoso, a veces se mostró más tacaño que cualquier campesino francés; prudente y precavido ante el peligro material, estremecía de súbito con una agresividad temeraria; dúctil para inclinarse bajo cualquier tormenta, siempre dispuesto a retractarse y dar excusas, se recobraba siempre aprestándose para combatir al otro día con nuevos arrestos. Pero este hombre tan excitable, veleidoso y bastallador, fue un enamorado devoto y constante, y conservó todo su vida a los amigos de su época juvenil. Sus opiniones se iban afirmando sin cambiar de dirección, mientras trabajaba con la eficacia y la disciplina de un puritano intelectual. Un médico moderno, hilvanando los pocos y mal estudiados síntomas que acerca de él pueden recogerse, lo clasificaría con toda probabilidad entre los hipersensibles. Pero ningún diagnóstico puede anular este milagro; la inteligencia actuando sobre el volcán de su temperamento modeló los firmes sillares de su vida mental.
El niño Francois-Marie Arouet, vivo, voluntarioso y precoz, creció en un hogar típico de la clase media cuando la familia empezaba a hacer fortuna. Poco se sabe de ella, pues sólo uno de sus miembros le dio relieve. Los Aroute, procedían del Poitou; casi todos fueron curtidores y uno de ellos, negociante en paños, se instaló y medró en París. El padre de Voltarie era un jurista que tenía por clientes a algunas familias ilustres, entre ellas las Sully y Richelieu. Ambas abrieron sus puertas al aventajado muchacho, y el duque de Richelieu fue su amigo de toda la vida. La familia era sociable y se trataba con lo que se había dado en llamar "gente distinguida". El padre conoció a Corneille, encontrándolo muy aburrido. La madre, procedente de una familia de igual rango, tuvo por amiga de juventud a la famosa y brillante Ninon de Lenclos, que dejó al chico un pequeño legado para comprar libros. Era íntimo de la casa el abate de Châteauneuf, espíritu brillante y librepensador de aquella época: escribía versos pulidos y se interesaba por la educación de su ahijado, el pequeño Francis. Sin embargo, se trataba de un hogar austero, pues el padre de Voltaire, aunque moderado en sus opiniones, era jansenista, y su hermano mayor, Armando, profesaba con fanatismo la fe familiar. El padre debió de ser un hombre listo, no exento de cultura; pero, como más tarde se verá, su tabla de valores era la de su credo.
El jansenismo, según sus enemigos, los ortodoxos, tenía un acervo común con el calvinismo. Era un creencia auténticamente católica; se basaba en San Agustín y no quería abandonar la Ciudad de Dios, la iglesia Universal. No obstante, era una religión subjetiva, que ponía la "gracia" por encima de las obras. Preconizaba la necesidad de una conversión repentina. En el momento crítico, la gracia descendía, como un torbellino, sobre los pocos predestinados. Pero a este llamamiento de la gracia debía seguir luego una penitencia disciplinada, bajo la dirección de un confesor experimentado, y ésta era tan rígida y absorbente que todo lo demás arte, literatura, lazos familiares, e incluso los deberes cívicos se reducía a un cúmulo de vanidades. Semejante doctrina de "otro mundo", conducía derecho al monasterio, y realmente, como dice el piadoso biógrafo de M. de Saint-Cyran, el principal organizador y evangelista de la secta de Francia, al hablar de su héroe, éste se esforzaba "alegremente en despoblar la tierra y dotar de nuevos ciudadanos al cielo". Como los no conformistas y protestantes, los jansenistas eran muy dados al estudio de las escrituras, y también, como ellos, tendían a convertirse en partido de oposición, vagamente organizado, en pugna con la Iglesia y el Estado, y dispuesto a reivindicar sus libertades a medida que la persecución pesaba sobre ellos. Eran nacionalistas galicanos siempre en guerra con Roma. Reforzaban sus estrictas normas morales con rígido reglamento que prescribía la comunión frecuente y severas penitencias, mientras los jesuitas, sus archienemigos, se contentaban llevando a un hombre cómodamente hasta el confesionario, satisfechos con que la magia de la absolución le salvase el alma. No hay duda de que existían Tartufos entre esos puritanos, pero perdurarán en la literatura, tanto en la exaltada y torturadora sinceridad de Pascal de sus Pensées como en las caricaturas de Molière. En tiempos de Votaire ésta era la manifestación más característica de la clase media francesa. En toda Europa, la clase media, a medida que alcanzaba riquezas y poder, se creó esta grave atmósfera religiosa, en la cual se disciplinaba la conducta para que sólo tuviera en cuenta la parte seria y trascendental de la vida, reprimiendo a la par todas las vanidades y pasiones. Pese a las diferencias doctrinales que dividían a jansenistas y jesuitas, su temperamento y sus miras se parecían extrañamente. Hasta llevaban el mismo sombrío uniforme. Una salvaje persecución hizo abortar el desarrollo de la iglesia hugonota en Francia, años antes de nacer Voltaire; pero nada pudo coercer la tendencia de la clase media a adoptar alguna forma de puritanismo. Desde el principio, los janesenistas hicieron milagros y estimularon las curaciones por la fe; en sus fases posteriores degeneraron en una especie de exaltación mística. El carácter de Voltaire era de los que se enriquecen reaccionado. Ganó su independencia e hizo su carrera rebelándose contra el jansenista de su padre, y no hay nada tan vivamente sentido en sus escritos como las polémicas contra el "más allá". Sin embargo, algo ganó Voltaire del partido no conformista. Su niñez transcurrió en los años más oscuros del reinado de Luis XIV. A medida que una derrota tras otras lo afligía, el monarca creyó que podía atraerse los favores del cielo y evitarse otro Blenheim exterminando a los enemigos de la Iglesia. Asesinó ferozmente a los protestantes, y los herejes católicos no se salvaron de una persecución un poco más suave. Voltaire era un chico de quince años cuando el colegio de Port-Royal fue destruido y un arado surcó el cementerio donde yacían sus muertos venerados. Al muchacho no le gustaban los santos, pero odiaba las persecuciones con una pasión que tiene origen en sus primeros recuerdos.
La madre de Voltaire murió cuando éste cumplía los siete años. Su padre era un hombre duro, tosco de modales y aficionado a regañar. El hermano mayor era antipático, y todo el afecto del chico se concentró en su hermana Margarita, la que fue más tarde la señora Mignot. El padre acababa de comprar un buen puesto en el físico, y la familia habitaba una residencia oficial en el centro de la ciudad. A los diez años el chico fue enviado al colegio Louis le Grand, que dirigían los jesuitas. No sabemos por qué un jansenista escogió este colegio, aunque es posible que sólo se fijara en el hecho de que los jesuitas eran entonces los mejores profesores de Europa. Éste era el más distinguido de sus centros docentes y, en cierto modo, la sede social de la orden. Gozaban entonces del máximo poder, y puede decirse que gobernaban el país, a través de Le Tellier, confesor del rey Luis. Los hijos de los poderosos asistían al elegante colegio, que permitía a los muchachos entablar amistades con la clase dirigente, que les eran muy útiles después. Los alumnos de la nobleza tenían dormitorios independientes con preceptores y ayudas de cámara para atenderlos. Los del montón vivían en cuartos de "a cinco", con un prefecto sacerdote que los vigilaba. La disciplina era rígida, los azotes menudeaban y a veces brotaba algún foco de sediciosa rebeldía. Los padres daban una buena educación clásica a sus alumnos, pero el lugar que tenían en su instrucción la historia y la literatura francesa los situaba para aquel tiempo en un plano muy avanzado. Más tarde, Voltaire, ya en franca lucha con la Orden, escribía, no obstante, sobre sus maestros con cariño y gratitud. Llevaban, según dijo, "una vida austera y laboriosa" y le infundieron el amor " a la virtud y las letras". Ganaba todos los premios, jugaba poco y hacía mejores migas con sus profesores que con sus compañeros. Rimaba con extraordinaria facilidad, y ya en esa época, algunos de sus versos recorrieron los salones de París. Trabó buena amistad con algunos chicos que luego ocuparon altos cargos y lo protegieron en sus innumerables disputas con la autoridad.
Salió del colegio a los dieciséis años dispuesto a seguir una carrera literaria. Pero su padre, convencido de que la literatura es inútil y sólo conduce a pasar hambre, lo mandó a estudiar leyes. El chico no se interesó lo más mínimo por sus clases, y rechazó la oferta del padre que quería establecerlo definitivamente comprándole un puesto en el Consejo de Estado. Como llevase lo que una familia jansenista calificaba de vida disipada, lo mandaron fuera de París a que vegetase en Caen y entonces (1713), su padre le procuró un puesto diplomático en el séquito del marqués de Châteauneuf, hermano de abate, que había sido nombrado ministro de Francia en La Haya. El concepto "disipación " es en este caso muy relativo. El adolescente era sin duda vanidoso, vestía a la moda, se acostaba tarde, disfrutaba de alegres compañías, y escribía versos intencionados: pero era demasiado inteligente para gozar de otros placeres más bajos, y su salud demasiado precaria para que lanzase a beber con exceso. Aun durante aquel periodo trabajaba metódicamente y ya estaba escribiendo, corrigiendo y puliendo sin cesar su primera tragedia en verso. Su permanencia en La Haya fue corta, pero suficiente para que diera lugar a una inocente aventura que acabó con su carrera diplomática. A los diecinueve años, se enamoró por primera vez, de una joven, Olimpia Dunoyer, algo mayor y con más experiencia que su pretendiente y a la que pensó pedir en matrimonio. Por desgracia era hija de un ilustre y hábil refugiado protestante, autor de un venenoso panfleto titulado Quintaesencia que recogía cualquier fragmento de noticia y escándalos susceptibles de dañar la causa de la iglesia católica. "Pimpette" había estado ya comprometida con el coronel Juan Cavalier, el bravo soldado que capitaneó la rebelión de los protestantes en Cevennes, y dirigió una tropa de éstos al servicio de la reina Ana en las guerras de Flandes. Por un lado, no podía encontrarse pareja menos idónea para un joven diplomático francés y por otro, la señora Dunoyer picaba más alto. El ministro, a quien una indiscreción puso en antecedentes, arrestó al muchacho y lo mandó a París en la primera ocasión. Pero en el intervalo transcurrieron algunos días en los que la pareja pudo saborear los placeres del amor novelesco. Se cruzaban cartas de contrabando, y Pimpette, que escribía con sincera pasión y un matiz de maternal ternura, se disfrazó de hombre para visitar a su enamorado prisionero. Voltaire, sin duda el menos apasionado, se mostró el más constante. Mucho después de su regreso a París, siguió conspirando para organizar la fuga. Pero la dama se consoló pronto casándose con un noble.
Esta aventurilla sacó de quicio al padre, que amenazó a su inquieto retoño con enviarlo a América, y de momento, lo colocó en el despacho de un notario. Allí Voltaire descuidaba sus obligaciones para escribir versos, pero su viva inteligencia le permitió acumular sin gran esfuerzo una buena dosis de sabiduría legal y adquirir también la técnica de los negocios. Pocos poetas poseyeron como él el secreto de ganar dinero con prudencia y facilidad. En el despacho trabajaba otro joven, Thiériot, que compartía sus aficiones y cuya amistad conservó siempre. Pero esta etapa de la vida del poeta fue breve. Un veterano estadista el señor de Caumartin, entonces marqués de Saint-Ange, compadecido, persuadió al padre para que le permitiese dejar el despacho y acompañarlo a su castillo, cerca de Fontainbleau. El mayor orgullo de Caumartin era que sabía todo lo que ocurría en la Corte y la administración de Luis XVI, por muy oculto que estuviera, mientras charlaba, Voltaire tomaba notas. Siempre tuvo la costumbre de trabajar en varios libros a la vez, y ya entonces, aunque su primordial preocupación era la poesía, estaba recogiendo datos para una historia del siglo pasado. A la sazón, su padrino el abate Châteauneuf, lo introdujo en la sociedad del Temple. Era un club donde se cenaba y que presidía el abate Chaulieu. Allí sé reunía un grupo de gente de ingenio que habían inventado entre todos una especie de código del gusto literario imponiéndolo con su prestigio a todo París. Entre ellos había algunos príncipes de la sangre, pero la mayoría eran abates y todos de costumbres disolutas. El aventajado muchacho tuvo siempre la habilidad de rozarse con sus mayores y socialmente superiores sin que le estorbara la modestia. Asimiló en seguida el ambiente del círculo, como lo demuestran sus primeras poesías. Estos versos de sociedad son los mejores que se conocen en su estilo y de esa época. Fluyen espontáneamente como una conversación, aunque cada línea esté cuidadosamente pulida y elaborada. Cartas a los amigos, retratos, epístolas morales, galanterías a las más bellas damas, halagos a los príncipes, frases de agradecimiento a las actrices que representaban sus obras, todo fluía sin cesar de su pluma, y lo que escribió en la vejez tiene la misma gracia, el mismo encanto que las producciones de su juventud. Refleja la sociedad en que vivió, una sociedad complaciente, ilimitada, satisfecha con gozar de su lujo y de su elegancia, orgullosa de su teatro y de los cuadros de Poussin, de sus sedas y sus vinos chispeantes, superficial en sus amores, inquietudes, segura de sí misma porque sin inquietudes, segura de sí misma porque conocía bien todos los pasos de esa ceremoniosa danza que era su vida. Fue un periodo de expansión y de diversiones sin freno. Luis XIV, convertido en sus últimos años a una piedad sombría y supersticiosa, acaba de morir (1715). El regente Felipe de Orleáns era un modelo de indulgencia, e hizo salir de las cárceles y volver del destierro a los sacerdotes más disolutos y los nobles más turbulentos condenados por el anciano rey. El Estado empezó en seguida a imprimir el papel moneda que habría de enriquecer a todo el mundo. Por una reacción absurda, los socios del Tenple, que volvieron a ocupar sus sitios al abrirse las puertas de sus cárceles, se ensañaron con el Regente y "la Mesalina de su hija", inundándolos con una nube de epigramas y libelos, que recorrían todos los salones de París, mientras la policía secreta andaba loca buscando a los anónimos autores. La composición de sátiras ingeniosas fue en ese siglo el deporte nacional de los franceses, una forma de sadismo más refinado que las corridas de toros españolas, pero inventando para satisfacer los mismos ocultos instintos. El toro acuciado por los caballeros era en ese momento el Regente, y Voltaire tuvo que hacerle, como los demás, víctima de sus rejones. A manera de aviso y por sospechas, lo desterraron de París. Marchó como huésped al magnífico castillo ducal de los Sully, donde alternó la diversión con el trabajo y donde encontró una bella querida. El castigo no era duro, si se observan los procedimientos de la época; pero Voltaire regresó a la capital decidido a vengarse. Los informes de la policía secreta dicen que andaba por ahí asumiendo la paternidad de varios libelos contra el Regente. Lo cierto es que el más inquietaba a las autoridades (una sátira que empezaba J'ai vu) no era suyo, pero, en cambio, escribió unos versos en latín especialmente venenosos que empezaban Puerto regnante y que se encontraron al registrar sus habitaciones (mayo 1717). Despotricando contra el Regente, la policía lo arrastró a la Bastilla y allí estuvo, sin proceso, como era costumbre, y a merced de la Corona, durante once meses. No lo trataron mal. Tenía su habitación y sus libros, comía en la mesa del gobernador, donde los comensales eran de calidad, pues la oposición se componía de la parte menos estúpida de la sociedad francesa. Las crónicas cuentan que se mandó traer lo más imprescindible: un gorro de dormir, un frasco de esencia y dos volúmenes de Homero. Nunca estuvo ocioso ni deprimido y escribió en su celda la mayor parte de la Henriade, obra que puede calificarse de poema épico del liberalismo realista. Un destierro de otros once meses fuera de París completó su castigo. Éste puede parecernos muy severo para un muchacho que en realidad no había escrito aquellos versos amargos pero justos; sin embargo, resulta suave conforme a los cánones de la época. Un poeta que escribió contra Luis XV una merecida sátira por su crueldad con el joven pretendiente, estuvo seis años sobre el Monte Saint-Michel, en una jaula de hierro.
Mientras Voltaire se hallaba aún nominalmente en el destierro, se representó su primera tragedia, Edipo, en la Comedia Francesa. Ya era bien conocida en el mundo elegante por las lecturas privadas y todo el mundo, menos los actores la encontró buena. Tuvo un gran éxito y se representó, cosa sin precedentes entonces, durante cuarenta y cinco noches. La oposición la recibió con especial entusiasmo, celebrando, sobre todo, algunos sentimientos anticlericales no exentos de la trivialidad, expresados por boca de Yocasta. El tema de incesto dio también en el clavo, ya que era el rejón que todos los caballistas lanzaban a una sobre el Regente. La audacia del muchacho conquistó París por sorpresa. Había desafiado no sólo a Sófocles sino también a Corneille, cuya obra sobre ese tema resultaba inferior; por unanimidad había ganado. Como Voltaire producía una tragedia tras otra, la fama le dio el tercer lugar entre los maestros de la escena clásica francesa.
Actualmente sus obras se hallan olvidadas, salvo en el repertorio de los colegios a la antigua; pero en su tiempo cimentaron la base de su influencia y su prestigio. Entonces, el teatro constituía el máximo orgullo de los franceses. Inglaterra podía brillar en las ciencias e Italia en las artes, pero Francia, tras la larga noche del periodo gótico, había resucitado y sobrepasado las glorias de la escena ática. Se trataba de una civilización muy joven, molesta por la sensación de su propia inferioridad, hasta el día en que se convenció de que Corneille y Racine habían vencido a los griegos en su mismo terreno. Bajo la monarquía absoluta, el teatro disfrutaba de una situación privilegiada que perdió con el auge de la democracia. Entre sus muros las reuniones públicas hallaron su única y posible sustitución. Una atrevida copla de Voltaire o un epigrama de Beaumarchais se convertían en acontecimientos políticos. Una profesión de fe republicana declamada por un actor con toga conmovió a todo París más hondamente que lo hicieron más tarde los discursos de Danton. Un escritor inteligente sabía a punto fijo hasta dónde podía arriesgarse, porque la polícia redactaba sus informes en cada noche de estreno; y el oído alerta de la capital no perdía ocasión de manifestarse. Cuando se comparan las increíbles audacias de Voltaire y el despotismo de aquel siglo; no puede uno menos que preguntarse: ¿cómo logró este hombre sobrevivir? La respuesta está en su fama por la que no sólo Francia, sino toda Europa le reconocían como el primer dramaturgo de su tiempo. Glorificó el lenguaje y la civilización de un pueblo orgulloso que en aquellos días contó en su acervo escasas victorias. Sus otros escritos, salvo excepciones, se imprimieron fuera para entrar luego en Francia de contrabando y varios fueron quemados por el fiscal público. Sólo sus obras teatrales se publicaron libremente e incluso muchas de ellas se representaron ante la Corte. Le consiguieron lo que bajo un mayor despotismo consiguieronle a Tolstoi sus novelas: el hecho de hablar alto cuando otros se veían reducidos al silencio.
La primera dificultad para juzgar las tragedias de Voltaire reside en que estamos reducidos a leer lo que él escribió para que fuera visto y oído. Los alejandrinos no deben engañarnos: son obras hechas para la escena. Voltaire tenía la pasión de representar; esto y el ajedrez eran sus únicas expansiones, y las hacía bien aunque con cierto exceso de vivacidad. Siempre que en su vida errante se instalaba en su sitio por algún tiempo, convertía en teatro una habitación de su casa. Adaptaba sus ideas al movimiento escénico y su primera preocupación era la de producir, dentro de las reglas de unidad prescritas, una obra fácilmente representable. Sus argumentos están bien construidos, las entradas y salidas cuidadosamente dispuestas y, cuando lo leemos decepcionados por la aridez y la monotonía forense del diálogo nos damos cuenta súbitamente de que esa obra formamos de ella una impresión visual, se convierte en un magnífico melodrama. La aridez era deliberada. Los grandes actores gozaban declamando algunos pasajes retóricos, pero incluso éstos son breves, tersos y parcos. Tampoco se perdió nunca en digresiones puramente poéticas. A veces seguía la pauta griega, y uno de los actos de su Edipo, aunque mejora el modelo, ya que introduce en él las complicaciones de un triángulo sexual, es una traducción libre de Sófocles. Pero como predecesores, suprimió el coro, y nunca nos levanta, como los griegos, sobre el terror y la tensión escénicos, llevándonos con la magia verbal de los grandes líricos al mundo de la belleza. Voltaire podía admirar con muchas reservas las digresiones poéticas de Shakespeare, pero en su obra no detendría jamás con una sola línea superflua el rápido desarrollo de la acción. De ahí resulta que la memoria no retiene ningún fragmento notable después de leer sus tragedias, aunque más de un verso se destaque por su claridad de exposición. Se esclavizó, como apuntó Lessing, crítico malicioso en este caso, a las unidades con mayor pedantería aún que Corneille. Temía el menor matiz casero (como explica en el prólogo de Mérope), o el tono familiar, considerándolos incompatibles con la dignidad de la tragedia. Nunca pierde su empaque y es característico en él que destacara la escena de los sepultureros en Hamlet considerándose un episodio salvaje. La tragedia no debe nunca abandonar su máscara heroica. Para un oído moderno sus diálogos resultan artificiales e incluso en los episodios de mayor pasión los protagonistas se expresan por medio de vocablos abstractos. Éste no era su estilo natural, pues en sus cuentos conseguía sus fines empleando las más concretas y sencillas palabras. Como los personajes de sus tragedias tienen que hablar el mismo monótono y heroico dialecto, estas sombras carecen en absoluto de sutileza, y los caracteres no poseen la menor personalidad. Para Voltaire el mayor elogio que puede hacérsele a un dramaturgo es decir que él dijo de Dyrden, o sea, que era capaz de escribir "una tragedia razonable". La locura y la exaltación de una experiencia que transforma o hace pedazos el propio universo, no existían para él. Para el lector moderno la dificultad estriba en convencerse de que estos asuntos tomados de una mitología extranjera (Edipo y Mérope) o de la Edad Media más remota (Zaira, Tancredo y Mahoma) se relacionan con hechos y experiencias reales. No se trata de un intento para reproducir el modo de pensar de otras edades, pero los actos y los móviles de estos personajes serían increíbles ahora. Esto puede aplicarse al drama clásico francés en general, pero Voltaire, más concienzudamente que sus maestros, se figuraba que trataba sus asuntos con más ingenio que sus predecesores, desde Sófocles hasta Crébillon. Estas obras son ejercicios a la manera clásica; no fueron escritas bajo el impulso de la experiencia directa ni de ningún fuerte sentimiento. De esta generalización crítica sólo se salva una de sus producciones. Debió leer a Las Casas cuando escribió Aloira; esta tragedia entre incas y españoles tiene vida porque está inspirada en el más hondo de los sentimientos de Voltaire, su odio a la crueldad. A través de la pulida versificación y el artificioso lenguaje, y a pesar del enlace tan improbable como edificante, la llama de su pasión nos alcanza y en ciertos momentos hasta quema. Sin embargo, hay que respetar estos monumentos laboriosos, pues la mayoría fueron escritos y rehechos varias veces. Admiramos la hábil construcción y la pulida versificación y nos reprochamos nuestra frialdad recordando que un juez como Goethe creyó que Tancredo merecía los honores de la traducción.
La creación de Edipo en 1717 marca una época en la vida Voltaire. Era ya, a los ventidós años, el genio naciente de su época. Eligió aquel momento para adoptar el nombre que legó a la posteridad. Ningún lazo profundo lo unía a la familia Arouet, e hizo lo que Molière hizo antes que él, lo que Balzac y Anatole France harían más tarde. No se sabe con seguridad de dónde sacó su nuevo apellido. Quizás fuera un anagrama de Arouet, junior (Aurouet l. j.), pero algunos dicen con poco fundamento que lo tomó de una granja propiedad de su familia, mientras otros dicen que era la abreviatura de un apodo, le volontaire (el voluntarioso), que le dieron en el colegio. El regente, que resultó después de todo un pecador bonachón, le premió el Edipo con una pensión y una medalla. Voltaire, agradeciéndoselo, rogó a su Alteza que puesto que proveía tan amablemente a mantenerlo, "no se encargara también otra vez de alojarlo". Su padre murió en 1722 dejándole una renta muy suficiente para un joven soltero. Entonces escribe más tragedias, pasa los veranos en los castillos de los principales nobles (el desterrado Bolingbroke entre ellos), viaja llevando una misión diplomática semioficial a los Países Bajos en compañía de una brillante aventurera, Madame de Rupelmode; escribe en su honor uno de sus famosos y agresivos poemas: la Carta a Urania, manifiesto de escéptico hedonismo; es festejado por príncipes y generales en el estado mayor francés de Cambrai, e inaugura con el poeta lírico J. B. Rousseau (no con el célebre Jacques) el primero de sus innumerables desafíos literarios. Duró varios años, con algún ingenio y más brutalidad, dividiendo todo París en dos campos adversos. Rousseau, escéptico y libertino en los años mozos, se había convertido en la vejez. Murió en la libertad de amonestar a Voltaire por el escepticismo de sus versos, y éste, en el colmo de la irritación, llegó a dudar que la Oda a la posteridad de Rousseau, "alcanzara alguna vez su destino". Las peleas de Voltarie apenas merecen hoy día nuestra atención. Resultan significativas porque son los síntomas externos de un tumulto que tuvo una importancia vital en la historia. Voltaire podía iniciar una disputa burlándose de un viejo enfático y desafiándolo con su irreprimible espadín verbal, pero el viejo y la prensa que lo apoyaba tenían entonces la oportunidad de poner al poeta en la picota ha haciéndolo castigar por radical y escéptico. Las armas de los dos campos eran desiguales. Voltaire sólo contaba con su talento, mientras que los ortodoxos tenían su retaguardia en la Bastilla y el despacho del censor.
La sombra de estos dos antros lo acechaba de nuevo. Había concluido la Henriade (cuya primera versión se titulaba La Liga) y se le había negado la licencia para publicarla. Sin asustarse por eso, la hizo imprimir clandestinamente, pues los proveedores de tóxicos intelectuales eran en aquellos días tan temerarios, aventureros, acaparadores y bellacos como cualquier contrabandista moderno. La edición clandestina obtuvo un éxito enorme. Todo el mundo buscaba un libro porque estaba prohibido. Además, halagó el orgullo nacional de esta adolescente y sensible civilización, el que un poeta francés escribiera por fin un poema épico, y el que eligiera por héroe al elegante Enrique IV, el más galo y más querido de todos los reyes de Francia. Es un poema conforme a la tradición latina. Tiene un sólida arquitectura, buena forma, proporciones, emulación sostenida, ningún énfasis imprudente, ni momento de exaltación y depresión. Los discursos son mucho mejores que el relato y hacen alarde de lo que el autor hubiera llamado elocuencia viril. La tendencia de este poema de propaganda es interesante, aunque está muy lejos de poner al desnudo la mente de Voltaire. Se proponía levantar un monumento al primer patriota nacional, al primer rey tolerante que aspiraba a ser el padre de todo su pueblo. Revela su liberalismo (muy acentuado en la última versión ) y sus simpatías internacionales, a través de su adulador retrato de la reina Isabel y el elogio de las instituciones inglesas. Resultaba audaz al hacer un héroe del hugonote Coligny y más audaz aún al insertar un impecable relato de las matanzas de la noche de San Bartolomé, ya que esa proeza fue consagrada por la creación de una medalla papal y la aprobación de los teólogos de la Sorbona. Aunque el clandestino poema terminaba con una espléndida versión de las grandezas del reino de Luis XIV, el campo ortodoxo no se aplacó, y si Voltaire era ya en Francia el primer poeta entre los vivos, acababa de subir a una cima muchos más peligrosa, porque todos comprendieron que era el jefe de la oposición subversiva.
En la cumbre del éxito, hacia los últimos días del año 1725, le ocurrió un desgraciado percance que hubo de alterar todo el curso de su existencia. Mientras charlaba una tarde en la Ópera, con su habitual derroche de ingenio y aplomo en compañía de la más grande actriz de aquel periodo, mademosielle Lecouvreur, a quien admiraba tiernamente, un aristócrata se acercó lanzándole este estúpido insulto: "¿Señor Voltaire, señor Arouet, cuál es su nombre?" El poeta no hizo caso, pero al día siguiente, el mismo personaje repitió la broma. Era el caballero de Rohan, el soldado que nunca asistió a una batalla, el hombre que había vivido durante cuarenta años sin distinguirse más que por el derecho a llevar uno de los nombres más ilustres de Francia. Esa vez Voltaire le contestó y no sin dignidad : "El nombre que llevo no es un gran nombre, pero al menos yo sé cómo honrarlo". El caballero levantó su bastón sin llegar a pegarle. Voltaire puso la mano en el puño de su espada. La bella actriz se desmayó con mucha oportunidad y así terminó por esa vez el incidente.
Dos o tres días más tarde, Voltaire recibió un mensaje invitándole a cenar en la mansión de los Sully. Esto no tenía en sí nada extraordinario, pero lo cierto es que el duque no envió ninguna invitación. A media comida, un mensajero preguntó por Voltaire haciéndole salir hasta la calle. Allí se hallaba en un coche el caballero de Rohan, a la cabeza de seis hombres, que bajo su dirección le propinaron a su víctima una buena paliza. A l fin logró Voltaire refugiarse en la casa y suplicó al duque que lo acompañara a la comisaría. Pese a una intimidad de diez años, el duque se negó: la familia de Rohan era demasiado poderosa para que se la ofendiese. Voltaire se dio cuenta entonces de que, en el gran mundo de sus tiempos, un plebeyo vapuleado era un objeto de irrisión, pero nunca de simpatía. "Seríamos muy desgraciados", dijo un noble obispo al conocer el ultraje. "si los poetas no tuviesen espaldas". Esos incidentes solían repetirse: Dryden fue azotado por el lacayo negro de Lord de Rochester. Aquel siglo se consideraba como el siglo de la buena educación y en sus momentos menos tumultuosos llegaba en el trato entre iguales al más exquisito refinamiento. Las buenas maneras eran su ideal, lo cual significa que conseguía esforzándose, una gracia muy poco espontánea. Pero su substractum, la parte irreprimida de su conducta, era aún instintivamente brutal. Luis XV ocupaba ya el trono habiendo cumplido su mayoría y la reina acaba de otorgarle una pensión a Voltaire. Éste recurrió al ministerio en busca de justicia, y sólo encontró una firme negativa. Su valor físico era escaso, pero sólo un duelo podía salvarle del desdén público. Los informes de la policía describen su desesperada excitación: tomó lecciones de esgrima, buscó un padrino y lanzó su reto esperando un encuentro para el día siguiente. Los poseedores de un nombre ilustre no cruzaban su espada con poetas de la clase media. La familia Rohan intervino y Voltaire fue arrestado. El 17 de abril de 1726, se encontró nuevamente en la Bastilla. Su estancia allí fue breve. Esta vez decidió ponerse fuera del alcance de aquella institución. Conforme a su deseo se le escoltó hasta Calais y allí tomó el paquebote con dirección a Inglaterra. Aquella experiencia se le grabó muy hondo. Siguió abriéndose camino entre los grandes. A pesar de su aplomo desconocía aún su propio poder y durante muchos años se procuró al apoyo de reyes y reinas, ingleses y polacos, prusianos e incluso franceses. Pero sus escritos demuestran que la paliza de Rohan dejó rastro. Y lo consagró como el pensador revolucionario de la clase media.
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