La economía y el arte de comer y beber

Los siete contra Tebas, Prometeo encadenado y otras obras esquilianas resultan cuentos infantiles al lado de la tragedia que hoy protagoniza un amante de la buena mesa y los selectos vinos a la hora de pagar la cuenta en un restaurante de categoría. Julio Camba escribió que cuando disponemos de un estómago estupendo carecemos de los medios para satisfacerlo, y cuando al fin contamos con esos medios tenemos el estómago hecho polvo, y eso que el ilustre gallego no imaginaba por entonces lo que el futuro nos deparaba. Un millonario amigo mío no come más que huevos pasados por agua, y John D. Rockefeller ofrecía la mitad de su fortuna a quien le devolviera el estómago de los días en que no tenía más camisa que la puesta. Que un hombre con los molares hechos cisco no esté para carnes duras me parece natural, y también que al llegar a los sesenta no le sirvan sus piernas para ganar una carrera de relevos, pero que cuando puede pagarse platos refinados y buenos vinos padezca hiperacidez, úlceras, indigestiones o diabetes me parece una mala jugada del Supremo Hacedor, tan siniestra como llegar a dominar la técnica del amor cuando no podemos con la práctica, para dramatizar el problema en conceptos del profundo filósofo español don Enrique Jardiel Poncela. Ignoro por qué ocurren las cosas de ese modo, mas lo cierto es que cuando el hombre tiene facultades para una modelo se ha de conformar con una venus de la peor ralea, y cuando tiene dinero para resultar irresistible, acaba por contar a la modelo, en la intimidad de una alcoba estupenda, cómo uno de sus nietos —Ernestito— ganó el primer premio en un certamen sobre la conmovedora niñez de don Benito Juárez. Así de patético resulta beber agua de chía con un plato de frijoles cuando el estómago reclama unos callos a la madrileña con una botella de la reserva imperial de CVNE, y tener manera de pagarse todo eso —más un entremés con jamones de Jabugo y morcillas de Asturias— cuando el estómago está para un puré de zanahorias.

Es desconsolador que en el sistema capitalista sólo sean ricos los viejos o sus herederos, pues si el estómago de los primeros llega a los cincuenta años hecho una lástima, el de los segundos tampoco cuenta porque estudiaron en los Estados Unidos y acabaron con las papilas estropeadas por el uso del whisky y el abuso de cocas, hamburguesas, hot-dogs y guisos a base de gravy. Para dar pues con soluciones eficaces resulta urgente cambiar el sistema social y económico a fin de que sólo la gente joven y refinada tenga dinero, objetivo que me parece también imposible en el caso de adoptar el comunismo. En Rusia el caviar es caro, sólo accesible a turistas y burócratas enriquecidos de "la nueva clase", como la llama Milovan Djilas, viejos también por regla general. En cuanto a otros países de Europa oriental, me consta que en Hungría, Polonia y Checoslovaquia no están al alcance de las mayorías el champán, el caviar y las trufas pero sí el trabajo, al que se hace gran publicidad para que la pobre gente lo disfrute como el drogadicto goza sus alcaloides. Coloque usted a un drogadicto ante una botella de Vega Sicilia y ante una dosis de morfina, y el drogadicto elegirá la droga. Coloque usted a un ruso frente a una botella de Clos Vougeot La Tour del año 61 y ante la posibilidad de que lo nombren "Héroe del Trabajo de la Unión Soviética", y verá lo que prefiere. Llevar en el pecho la Orden de Lenin, o que le declaren "Héroe del Trabajo", embrutece al ruso actual2[Nota 2]bastante más que la servidumbre oprobiosa que padeció en tiempo de los zares. Los comunistas pierden de vista que si el trabajo fuera bueno, los ricos, en los países capitalistas subdesarrollados, ya lo tendrían guardado en algún banco suizo.

Contrista no hallar la cuadratura al círculo, pues si en naciones de estructura social capitalista sólo los potentados tienen a su alcance los champanes René Lalou o Dom Perignon, en la Dictadura del Proletariado se reparte el trabajo entre el proletariado y se deja el champán para la Dictadura sobre todo si llega de visita el presidente de los Estados Unidos. Si el capitalismo no proporciona los medios para oficiar en los altares del placer gastronómico, y si en los países comunistas se encuentra bastante reprimido ese culto ¿qué hacer? Ni siquiera recurrir a la violencia para asaltar cavas de vinos y champanes, criaderos de langostas, almacenes que venden el caviar beluga a veinticinco dólares los cien gramos. Ni eso, pues con el champán almacenado en las cavas de Reims y Epernay apenas tocaría a botella per capita francesa, y por supuesto los extranjeros quedaríamos como el chino del cuento. Ahora, en cuanto al caviar beluga, seguramente no nos alcanzaría ni a dos huevecillos por familia.

Un economista que trabajó por años al servicio de Fidel Castro —Edward Boorstein—, relata en su libro La transformación económica de Cuba que como la carne fue hasta la Revolución privilegio de los ricos, en cuanto el pueblo conquistó el poder la comieron los pobres con tal frenesí que en poco tiempo acabaron con los vacunos de la Isla y volvieron a sus hábitos herbívoros. Lo que según Boorstein ocurrió en Cuba tiene el valor de una ominosa premonición para nuestros subdesarrollados países, y no sólo porque de grandes vinos y champanes nos iban a tocar cuatro gotas por cabeza sino, además, porque al agotarse las reservas tendríamos que ingerir Coca Cola de por vida, ya que los Estados Unidos —sin lugar a dudas— hallarían el modo de capitalizar en su beneficio los horrores de la revolución social mundial.

No nos hagamos pues ilusiones. Sabemos que el futuro de la gran cultura gastronómica pende de un hilo por los precios en alza y la nutriología que gana posiciones; por la prisa enajenante y la perversidad de las Healthfood Stores, y ahora, para colmo, por el odio que los estadistas del Mundo de Tercera profesan a los llamados "artículos los suntuarios". Si la actitud mundotercerista reconoce en sus orígenes un feo complejo de inferioridad, la agresión contra los bienes de "consumo suntuario" es la fórmula exacta de tal frustración lamentable.

Luchemos para que los estadistas entiendan que si trabajamos de sol a sol no es para comprar huaraches sino zapatos; no para andar a pie sino en coche; no para comer tortillas sino pan, y no para beber agua de chía sino champán.

Magnifíco, por añadidura, si logramos que en los himnos nacionales se introduzcan estrofas destinadas a cantar las excelencias del vino, pues así los cantos patrios prestarían servicios eminentes a la causa de la paz mundial, máxime si las estrofas que honran al vino sustituyen a las que hoy encienden los ánimos para la guerra. Mas no sólo eso se lograría de cambiarse los himnos en el sentido que propongo. Si los estadistas convienen en que la salud física y moral de la niñez es la gran reserva patria, urge ponerla a salvo de los riesgos que se ocultan en la mayoría de esos cantos épicos, alguno tan grave como la ramplonería, que en alguno de sus extremos favorece ciertas manifestaciones del cáncer, y en todos, sin excepción, la estupidez total. Que por lo general los franceses resulten intratables tendrá algo que ver con el hecho de que cantan La marsellesa desde su más tierna edad. Con ese antecedente creo que ni los suecos, que son tan equilibrados, habrían quedado a salvo de ese virus espantoso.

Seamos realistas. El conflicto entre gastronomía y economía no ha de resolverse por el hecho de que cambien las estructuras sociales, y menos todavía porque condenemos a la horca a los amantes de artículos suntuarios. Una y otra son soluciones brutales y simplistas que no van al fondo del problema, objetivo que ha de perseguir el Inestecosalgasgehum —asociación civil a la que me referiré luego— no sólo destinada a propalar las excelencias de los bueno, lo bello y lo verdadero sino, además, a popularizar los medios para que tales virtudes queden al alcance del mayor número de seres humanos. Colaboran ya con el Inestecosalgasgehum los editores de la revista norteamericana Gourmet, que se vende en el mundo entero. El día en que nuestro pueblo lea Gourmet en vez de Policía seremos testigos de una transformación física, moral y mental que dejará de una pieza a los grandes próceres de la Revolución mexicana.

Seguramente enterados los editores de Gourmet de que Brillat-Savarin sostuvo que una buena comida no es mucho más costosa que una mala, publican en su revista una sección titulada Gastronomie Sans Argent, destinada a satisfacer el bolsillo y el paladar a un tiempo, o como ellos dicen, "to tease the palate and please the purse". Hojee usted un ejemplar cualquiera, y hallará sugerencias como la que veo en el que tengo en las manos: un platillo a base de alas de pollo rebozadas con harina y preparadas con sal, pimienta, perejil, cebollas, clavos, tomate y un poco de vino blanco, platillo cuyo costo se reduce casi al trabajo de prepararlo: ¡lo que por desgracia buscan ahorrarse quienes no han mostrado interés en ser miembros de Inestecosalgasgehum! 3[Nota 3]

Por fortuna, varios de los buenos platillos mexicanos distan de ser caros: las jaibas, baratas en Tampico y aun en el resto del país, resultan estupendas rellenas, como se cocinan en su tierra de origen, y tampoco unas albóndigas en salsa de chipotle, un pescado a la veracruzana, unas tortas de camarón seco en salsa de tomate, unos chiles en nogada y mil encantos más reclaman un crédito de habilitación o avío para disfrutarlos. En cuanto a los vinos —capítulo de importancia superlativa—, tampoco plantean desafíos insuperables si se prescinde de grandes marcas europeas. En México se aprovechan hoy sobre 40 000 hectáreas en el cultivo de viñedos, nada si se piensa en las enormes superficies que Italia, Francia y España destinan a ese fin, mas suficientes de considerar nuestro incipiente consumo de vinos, algunos dignos de llevarse a cualquier mesa en vez de los espantosos brebajes ideados para paladares de Fort Worth, Wichita o Arkansas.

Entre los caldos mexicanos destacan, por su calidad, los que se producen en Querétaro, La Laguna y Baja California, los primeros de tan antigua nombradía que en el escudo que don Felipe IV otorgó a Querétaro, en 1660, aparecen vides y uvas. De esta región proceden los tintos y blancos Hidalgo, de Cavas de San Juan, y los tintos Marqués del Valle, de Cavas Bach, y Clos de San José, de Martell, unos y otros positivamente excelentes. En tierras de La Laguna, el tinto Viña Santiago es orgullo de Vinícola del Vergel, que cuenta por añadidura con un blanco estimable, el Verdizo, en tanto que Baja California produce entre otros el Barbera, de Bodegas Santo Tomás, un vino que no defrauda nuestras esperanzas. Chihuahua, por último, con tierras de tipo manchego, supera antiguos tropiezos y depara sorpresas a los amantes del vino con su banda azul de Bodegas de Delicias, con el Hidalgo, ya seguramente el mejor blanco mexicano. Si además se piensa en tintos de buena factura como el Urbinón, el Los Reyes de Domecq, y el reciente González Dubosc, de la casa González Byass, se verá que contamos con una serie de opciones a condición de no incurrir en comparaciones imposibles, o sea sin pretender que la actual producción nacional pueda parangonarse a la de los clásicos países del vino.4[Nota 4]

El panorama mexicano del vino es bueno ya, si bien sólo en perspectiva de calidades dado que el pueblo de México no bebe sus caldos, primero porque no tiene la costumbre y en seguida por que el gobierno no piensa que este asunto sea de interés público, de donde resulta que lejos de favorecer el consumo popular del vino le impone oneroso tratamiento fiscal, incluyéndolo entre las bebidas alcohólicas de alta graduación. De esa política, y de la tradicional y lamentable inclinación de nuestro pueblo al consumo de aguardientes, resulta que si en el país se producen anualmente 90 000 hectolitros de vino, el consumo sólo llega a quince centilitros, también por año y habitante, contra 60 litros en Chile y 90 en Argentina, por comparar nuestra situación con la de dos países americanos. Que dos casas productoras de vinos y aguardientes a la vez —Vinícola del Vergel y Bodegas de Delicias— facturen por concepto de vinos de mesa sólo 10% de sus ventas anuales —en el caso de la primera—, y 2% en el caso de la segunda, explica sobradamente nuestra desgracia. Y eso a pesar de que el consumo anual de vinos de mesa creció 15% entre 1973 y 1975, y se duplicó en 1976.

Como estoy convencido de que para grandes males sólo caben grandes remedios, en beneficio de generaciones venideras me propongo constituir una sociedad civil con la concurrencia de sabios economistas, pues economistas tendrán que ser quienes resuelvan las contradicciones que amenazan el futuro de la especie. Un día de éstos iré con un Notario Público para otorgar la escritura constitutiva del Instituto de Estudios Económicos para la Salvación de la Cultura Gastronómica del Género Humano, Asociación Civil, que entre periodistas y gran público será conocido como el Inestecosalgasgehum —ahora ya lo sabe usted—, organismo que permitirá figurar en el concierto internacional de la buena mesa a los países que hoy gimen bajo el yugo del imperialismo. Tengo diseñado el escudo de Inestecosalgasgehum que es por cierto bellísimo: cinco tenedores en la parte superior del óvalo; al centro un diablo tentador, que representa la amenaza de los refrescos transnacionales o el demonio de la templanza, como se quiera, y en la parte inferior dos botellas de vino —como las columnas de Hércules—, unidas por un listón con su inscripción en letras de oro: PLUS ULTRA.

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